Por Alberto Santacruz (Efe)
31/10/2016
Cuando creíamos que en la antesala de la festividad de Todos los Santos ya no cabía nada más, pues muchas son las leyendas y tradiciones que se citan en ella, ahora van y se cuelan los payasos diabólicos, una derivación de Halloween que, a su vez, poco tiene que ver con la noche de las calendas.
La vuelta de tuerca a la víspera del 1 de noviembre vino de la mano del director de cine John Carpenter. Su película La noche de Halloween (1978) abrió la posibilidad de conjugar tradición y horror, y cambiar los difuntos por asesinos en serie. Con él se abrió la caja de Pandora, de cuyo interior salieron a la calle vampiros, zombis, brujas terroríficas y un sinfín de disfraces a cual más lleno de ketchup y pieles de látex. A esta sala de cine sangriento se sumaron cintas como It, de la mano del novelista Stepehen King; Gacy, el payaso asesino, basada en la historia real de John Wayne Gacy, y Clown, del director John Watts, que le han dado aún más la vuelta a una fiesta que tiene sus orígenes en la cultura celta. Hoy mismo, la Semana de Terror proyectará 31, del director Rob Zombie, en la que los asesinos van disfrazados de payasos.
La conocida Noche de Halloween, antesala de la Festividad de Todos los Santos, refleja la fusión de elementos de las tradiciones celta y cristiana, y su estudio demuestra que su imagen sangrienta se debe exclusivamente al cine de terror.
La noche de las calendas
Para los investigadores, la noche del 31 de octubre era una de las citas festivas más importantes de la cultura celta, en la que, bajo el nombre original de “Nos Galan-gaeaf”, algo así como la noche de las calendas, se recibía al invierno y se decía adiós al verano, pues para esta civilización sólo existían dos estaciones. Desde el punto de vista económico, según señalan otros expertos y autores de libros -la mayor parte de ellos editados en inglés-, suponía el cierre de la cosecha agraria y la llegada de los primeros días invernales. Para soportar estas bajas temperaturas, la fiesta era calentada e iluminada con hogueras y se cocinaban buenos caldos y carnes.
A partir de aquí, las tradiciones y las leyendas adquieren y recogen aspectos y filosofías distintas, pues algunos entendidos consideran que los celtas “invitaban” a este festín a los seres queridos que ya habían pasado a mejor vida y, a través de las hogueras o pequeñas candelas encendidas, iluminaban el lugar donde era la fiesta para que las almas acudieran a la misma. Para otros especialistas en esta materia, las pequeñas luces sólo servían para ahuyentar a los malos espíritus.
No obstante, la mayoría de los escritos reflejan que la noche del 31 de octubre permitía, según la tradición celta, una comunicación fluida entre la vida terrenal y el más allá, de ahí que las familias celtas colocaran en sus hogares dulces y trozos de carne para ser hospitalarios y agradecidos con sus “visitantes”. La cultura cristiana, según destacan algunos autores, intentó desvirtuar este significado de la última noche del mes de octubre con la celebración de una festividad al día siguiente, la de Todos los Santos, en la que se honra y recuerda a los ya fallecidos.
No obstante, la tradición de la noche del 31 de octubre viajó hasta los Estados Unidos en la mente y la idiosincrasia de los colonos que partieron desde Gran Bretaña, quienes a esas horas nocturnas y a esa fiesta ya la denominaban “All-hallow even”, víspera del día de Todos los Santos.
Las aportaciones propias de cada familia a esta tradición alargan la historia de esta noche, aunque siempre, según indican los investigadores, relacionada con aspectos originales, como son las calabazas (recuerdan el significado de la cosecha) o las luces que se colocan en el interior de las mismas, que rememoran aquellos fuegos que guiaban a las almas buenas o ahuyentaban a las malas. Asimismo, las visitas de niños disfrazados de fantasmas a los domicilios del vecindario entregando o pidiendo dulces recuerdan los dones que se ofrecían a las “almas viajeras”.