José Luis Panea, Universidad de Castilla-La Mancha
“¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?”, se preguntaba ya en 1971 la historiadora del arte Linda Nochlin en el contexto de la segunda ola feminista. Aún hoy, revisando las canónicas Historias del Arte, encontramos una destacada ausencia de nombres de mujeres, especialmente en disciplinas como la pintura o la escultura. Sin embargo, en la modalidad artística que aquí nos convoca, afortunadamente, esto no ha sido del todo así.
El videoarte, en sus inicios conocido como vídeo de creación, surgió en los sesenta de la mano del cine experimental y la performance, en un contexto convulso marcado por los movimientos pacifistas, ecologistas y por las luchas por los derechos civiles en América y Europa.
La irrupción de un “nuevo medio”
En este estado de cosas, los feminismos denunciarían la falta de representación de las mujeres en todos los ámbitos de la sociedad, incluido el artístico. Solo en calidad de objeto, como musas, no de sujeto: esa era la manera en la que ellas accedían a la representación.
Entonces también comenzaba el auge de una “sociedad del espectáculo” caracterizada por la creciente cosificación de la mujer en las imágenes de los medios de masas. Dicha desigualdad motivaría a las artistas a emplear la cámara en sus obras como una herramienta, tanto estética como política.
¿Qué hicieron las pioneras?
El epicentro del vídeo hecho por mujeres se situaría en Norteamérica, con artistas como Charlotte Moorman (1933-1991), Joan Jonas (1936) o Martha Rosler (1943). No obstante, muchas de sus protagonistas procedían también de otros continentes, como Shigeko Kubota (Japón, 1937-2015) o Ulrike Rosenbach (Alemania, 1943).
El trabajo de Kubota, a menudo eclipsado por la figura de su marido (el también artista Nam June Paik), será pionero al reivindicar la visibilización tanto del sexo femenino (Vagina Painting, 1965) como la vida cotidiana a través del videodiario (Europe on ½ inch a day (1972).
El mundo del arte será otro de los temas que se cuestionan. Desde una sugerente escenografía, Rosenbach, en Reflections on the Birth of Venus (1976), imita ella misma la pintura de Botticelli para cuestionar los cánones de belleza. También destaca VALIE EXPORT (Austria, 1940), alter ego de Waltraud Höllinger, lo cual nos indica su posición crítica en relación a la idea de artista.
Estos trabajos, la mayoría vídeo-performances, se caracterizan por su frescura, ironía y denuncia. Tanto desde lo privado, con Martha Rosler, y sus Semiotics of the Kitchen (1975), como desde lo público, con Moorman, la violoncelista del topless, que en sus acciones tocará dicho instrumento desnuda para criticar la sobreexposición del cuerpo femenino.
Estos temas serán muy novedosos, ya que prácticamente no habían sido tratados por los artistas hombres. Sin embargo, etiquetar estas obras como “videoarte de mujeres” sería reduccionista. Los temas, como veremos, no se agotan aquí.
Una revisión del espacio doméstico
A la radicalidad de las citadas propuestas se suman en posteriores generaciones trabajos más introspectivos, pero sin perder su carácter crítico. En los ochenta destacamos a Marie-Jo Lafontaine (Bélgica, 1950) y sus vídeodanzas en las que los cuerpos filmados exploran su relación tanto con ellos mismos como con los demás.
Pipilotti Rist (Suiza, 1962) trabajará la creación de atmósferas inmersivas que favorecen, asimismo, una proximidad con el espectador, integrando dichas imágenes en nuestra vida cotidiana, concretamente en la casa (Pimple Porno, 1992; Das Zimmer, 1994-2000).
Coetánea, Eija-Liisa Ahtila (Finlandia, 1959) abordará las relaciones de pareja, a menudo conflictivas y violentas, también en el entorno doméstico, como en la película experimental Consolation Service (1999).
Lo humano y lo otro de lo humano
En un momento de saturación de imágenes, donde las tecnologías de la comunicación tienden a un alejamiento de lo real, hacia los dos mil vemos cómo la relación entre lo humano y la naturaleza es un tema predominante en las mujeres artistas.
Marijke van Warmerdam (Países Bajos, 1959), en Weather Forecast (2000), trata la cuestión del cambio climático y Sigalit Landau (Israel, 1969) plasma la insignificancia del “gesto humano” frente a la naturaleza en Three men hula (1999) o Azkelon (2011). Salla Tykkä (Finlandia, 1973), en Zoo (2006) alude a la romantización de la flora y fauna en la actual cultura urbana.
También hay propuestas que invitan a habitar críticamente la cultura digital de nuestros días, como Shu Lea-Cheang (Taiwán, 1954) o Hito Steyerl (Alemania, 1966). Esta última plantea preguntas al espectador sobre la vigilancia, el control y nuestra relación con las imágenes en Liquidity. Inc. (2014) o How not to be seen. A fucking didactic educational.mov file (2014).
Identidades subalternas: colectivo LGTBI+ y minorías étnicas
Es en esta época también cuando determinadas identidades subalternas serán tratadas, principalmente desde el género documental.
Como las del colectivo LGTBI+, con Cecilia Barriga (Chile, 1957) y El camino de Moisés (2004). O las de las mujeres en determinados contextos, como el islámico; pensemos en Shirin Neshat (Irán, 1957) o Sukran Moral (Turquía, 1962). Moral invertirá las lógicas androcéntricas de la mirada preguntándose: “¿qué pasa si nosotras hacemos lo mismo que vosotros?”
Desde sus respectivos contextos, Tracey Moffatt (Australia, 1960) y Fiona Tan (Indonesia, 1966) explorarán el impacto del colonialismo y los discursos orientalistas en la cultura contemporánea. De esta última destacamos su vídeo instalación Desoriente (2009).
Violencia de género y masculinidad
En los últimos años, advertimos cuestiones que atañen a la violencia de género, en Valeria Andrade (Ecuador, 1973) con Cañón de carne (2006) y Ana Esteve Reig (España, 1986), con Encierro (2010). También a su relación con determinados conflictos armados, como Maya Watanabe (Perú, 1983) y Bullet (2021).
Igualmente, el tema de la masculinidad adquiere protagonismo. A la propia Moffatt, ya citada antes (Heaven, 1997), se suman nombres como los de Collier Schorr (EE. UU., 1963), Alicia Framis (España, 1967) y especialmente Annika Larsson (Suecia, 1972), con Dog (2001) o Pink ball (2002).
Conclusión
A finales de los sesenta las artistas encontraron en un “nuevo medio” como el vídeo –sin el peso de una tradición detrás– el escaparate más inmediato e independiente para su denuncia. Introdujeron temas que incluso serían tabú en el arte, replanteando la propia noción del mismo. Precisamente por esa voluntad crítica, los temas y los formatos empleados son muy diversos, pero el “videoarte de mujeres” no es considerado un estilo como tal.
Incluso el propio concepto de “videoarte” presenta problemas para una catalogación exclusivista. Desde su origen nace junto a prácticas como el cine, la performance, la danza o la instalación. También se vincula a proyectos documentales y al net.art. Por ello, la diversidad es clave para entender estas propuestas.
Seguramente, la mayor aportación de estas mujeres artistas sería la reflexión en torno a la posición de la artista en la sociedad, los roles de género o el lugar de lo humano en el planeta. Todo ello supondrá un contrapunto a los imaginarios construidos por los medios de masas, favoreciendo así una visión más rica e interseccional de cómo nos vemos y representamos en tanto sociedad.
José Luis Panea, contratado Post-doctoral SECTI Margarita Salas, Departamento de Filosofía, Antropología, Sociología y Estética, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.