Por Andrés Tovar
23/09/2017
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Esta semana, la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) anunciaba en el marco de la presentación del del informe anual de la ONU sobre seguridad alimentaria el escabroso retroceso de la seguridad alimentaria en América Latina y el Caribe, región que se mantenía en el liderato mundial en la reducción del hambre y que hoy se suma a la preocupante tendencia mundial, con cifras alarmantes: 42 millones de personas padecen de hambre en la región.
Varias son las causas que advierte la FAO de semejante retroceso, pero las principales apuntan a la mala gobernanza y administración de los recursos. En otras palabras, la corrupción, el prolongado cáncer que hace metástasis en los recursos de varios de los países de la región, extiende sus garras más allá de los indicadores nacionales y la transparencia y legitimidad de la cosa política.
Informes como el que presenta la FAO explican porque la corrupción, o más en específico el corrupto, es un violador de derechos humanos. La afección a los ingresos fiscales y el desvío de recursos propio del manejo corrupto de éstos niegan la oportunidad de consolidar o mantener sistemas de protección de los hogares en condición de pobreza o vulnerabilidad. Es importante entender esta dimensión para comprender la gravedad del problema más allá de los titulares de la prensa regional y mundial.
Ahora, si los costos sociales de la corrupción en América Latina son tan altos, ¿por qué resulta tan difícil combatirla y derrotarla? Un reciente trabajo del Fondo Monetario Internacional ofrece importantes datos y pistas para la reflexión de estas cuestiones.
Un asunto de números…y valores
Bajo el título «Corrupción en América Latina: un balance«, el Fondo Monetario Internacional acusa a la corrupción en América Latina como un fenómeno sistémico. Es decir, se internaliza en la cultura, permea en el tejido social y se convierte en una nociva «normalidad» en la conducción del aparato económico y social.
«Cuando la corrupción sistémica es la norma, la gente cree que las otras personas están aceptando u ofreciendo sobornos. Ante esto, alejarse de lo ilícito es costoso desde el punto de vista del individuo. Como lo demuestra el caso de Odebrecht, las empresas constructoras que ofrecen sobornos tienen más posibilidades de conseguir proyectos que las que no lo hacen, incluso si estas últimas son más eficientes. Además, ese equilibrio nocivo se autoperpetúa porque las empresas y los políticos pueden coludirse y usar el producto de anteriores actos de corrupción para conseguir otros beneficios en el futuro a expensas de los intereses de la sociedad» apunta el informe.
El mayor o menor grado de «operatividad» sistémica de la corrupción es directamente proporcional, sostiene el FMI, a la capacidad de aplicación de la ley, la transparencia fiscal, burocracia, los vacíos jurídicos y marcos contractuales deficientes de contratación e inversión pública y la gestión de gobierno de las empresas estatales.
Así las cosas, observa el organismo multilateral que en la región conviven países como Chile y Uruguay, con una percepción de la corrupción similar a la de las economías avanzadas, y otros como Guatemala, Haití, Nicaragua y Venezuela, donde el problema adquiere ribetes de alarma y se expresa claramente en la situación política, económica y social de cada uno de esos países. Nuevamente aparece la relación con los derechos humanos arriba advertida: basta con ver las noticias de esos países para hacer la conexión.
Tal dimensión también es advertida por el FMI. » La corrupción puede atrofiar el crecimiento sostenible e inclusivo. Con la corrupción sistémica, la capacidad del Estado para cumplir sus funciones básicas se ve minada, y los costos adquieren una importancia macroeconómica. Además, un mayor grado de corrupción tiende a ir de la mano de una mayor desigualdad. Entre los costos que suelen ser evidentes en partes de América Latina están un menor suministro de bienes públicos (lo cual perjudica desproporcionadamente a los pobres), la distribución deficiente de talento y capital debido a incentivos distorsionados, niveles más altos de desconfianza en la sociedad y menor legitimidad del gobierno, mayor incertidumbre económica y menor inversión privada y extranjera».
Corrupción, una (buena) oportunidad
Ante los escenarios, el FMI advierte que la paciencia social se está agotando, y eso representa una oportunidad para los políticos y gobernantes.
«Formular y aplicar una estrategia coherente para combatir la corrupción es una tarea difícil, que implica aprender de la experiencia que se vaya acumulando, y que además depende de las circunstancias del país y debe encajar dentro de un plan de desarrollo más amplio. Pero la experiencia internacional y regional ofrece ideas y pautas para combatir la corrupción», apunta.
La lógica de la relación entre derechos humanos y una vida libre de corrupción estriba en el amplio espectro de posibilidades entre los derechos civiles y políticos y aquellos económicos sociales y culturales. Mientras los primeros impactan de manera particular libertades fundamentales que van desde el debido proceso hasta una vida libre del temor de ser torturado; los segundos enfrentan situaciones de inequidad sistémica como parte de un interés que ha puesto mayor presión sobre países en particular en aras a llevar a cabo reformas democráticas que lleven consigo políticas anticorrupción que permitan que los recursos lleguen a los grupos más vulnerables sin discriminación alguna.
De ahí que, que cuando la corrupción se disemina, la gente no tiene acceso a la justicia, vive en la inseguridad. La corrupción fomenta la discriminación, priva a los grupos vulnerables de recursos y evita el cumplimiento de la gente de sus derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. De allí radica su justificación como un asunto más allá de las fronteras de cada país y sus demagogias políticas. Toda actuación de la comunidad internacional es justificable en estos casos.