Kevin Marsh, University of Oxford y Moses Alobo, African Academy of Sciences
Cuando surgió la amenaza de una pandemia de COVID-19 a principios de año, muchos temieron sus efectos en África. La preocupación por la combinación de sistemas de salud sobrecargados e insuficientemente financiados, y la carga existente de enfermedades infecciosas y no infecciosas, consiguieron que con frecuencia se hablara de ello en términos apocalípticos.
Sin embargo, ese no ha sido el resultado. El 29 de septiembre, la cifra global de muertes superó el millón (la cifra real será, por supuesto, más alta). Ese mismo día, el recuento de víctimas mortales en África arrojó un total acumulado de 35 954.
África representa el 17% de la población mundial, pero solo un 3,5% de las muertes por COVID-19. Todas las muertes son importantes, no debemos descartar cifras aparentemente bajas y los datos recopilados son de calidad variable, pero la brecha entre las predicciones y lo que realmente ha ocurrido hasta el momento es asombrosa. Se ha discutido mucho sobre a qué se debe este desfase.
Como líderes del equipo COVID-19 de la Academia Africana de Ciencias, hemos seguido el desarrollo de los acontecimientos y presentado varias explicaciones. En muchos países africanos, la transmisión ha sido alta, pero la gravedad y la mortalidad han sido mucho más bajas que las predicciones originales, basadas en la experiencia de China y Europa.
Sostenemos que la población mucho más joven de África explica una gran parte de la aparente diferencia. La parte restante probablemente se deba a la falta de datos fiables sobre lo que ocurre, aunque existen otras explicaciones plausibles: diferencias climáticas, inmunidad preexistente, factores genéticos o diferencias de comportamiento.
Dada la enorme variabilidad de las condiciones a través del continente, que cuenta con 55 estados, es probable que la contribución exacta de cualquiera de los factores cambie de un país a otro. Pero la conclusión es que lo que en un inicio parecía un misterio es ahora menos desconcertante a medida que surgen más evidencias científicas.
La importancia de la edad
El factor de influencia más obvio en las bajas tasas de mortalidad es la estructura de edad de la población. En muchos países, el riesgo de muerte por COVID-19 para personas de 80 años o más es aproximadamente cien veces mayor que para las personas de 20 años.
Esto se aprecia mejor con un ejemplo: a 30 de septiembre, el Reino Unido había contabilizado 41 980 muertes por COVID-19, mientras que Kenia había contabilizado 691. La población del Reino Unido es de unos 66 millones de personas, con una edad media de 40 años. La población de Kenia es de 51 millones y la edad media es de 20 años.
Teniendo en cuenta el tamaño de la población, el número de muertes en Kenia se habría estimado en unas 32 000. No obstante, si se corrigiera también por estructura de la población (asumiendo que las muertes específicas por edad del Reino Unido se aplican a la estructura poblacional de Kenia), se esperarían alrededor de 5 000 muertes. Sigue habiendo una gran diferencia entre 700 y 5 000. ¿Cómo puede explicarse?
Otros posibles factores
Una posibilidad es la falta de identificación y registro de las muertes. Al comienzo de la pandemia, Kenia, como muchos países, tenía poca capacidad para realizar pruebas, y el registro específico de muertes es complejo. Sin embargo, Kenia desarrolló rápidamente su capacidad para hacer análisis y la atención específica que se presta a la búsqueda de fallecimientos hace que sea poco probable que una diferencia de esta envergadura pueda ser explicada completamente con la información que falta. No han faltado explicaciones a partir de otros factores.
Temperaturas altas y humedad
Un estudio reciente realizado en Europa informó sobre descensos importantes en la mortalidad debidos a las temperaturas más altas y la humedad. Los autores propusieron que este fenómeno podría deberse a que los mecanismos con los que nuestras vías respiratorias despejan el virus funcionan mejor en condiciones más cálidas y húmedas. Esto significa que las personas podrían estar recibiendo menos partículas de virus en su organismo.
Cabe señalar, no obstante, que un examen sistemático de los datos mundiales, aunque confirmó que los climas cálidos y húmedos parecen reducir la propagación del COVID-19, indicó también que estas variables no pueden explicar por sí solas la gran variabilidad en la transmisión de la enfermedad. Es importante recordar que existe una considerable variación climática en el continente africano. No todos los climas son cálidos y húmedos y, aunque lo fueran, pueden no ser constantes a lo largo del año.
Otras hipótesis incluyen la posibilidad de respuestas inmunes preexistentes debidas a la exposición previa a otros patógenos o a la vacunación BCG, una vacuna contra la tuberculosis aplicada al nacer en la mayoría de países africanos. Un amplio análisis –en el que participaron 55 países, representando al 63% de la población mundial– mostró correlaciones significativas entre el aumento de la cobertura de la vacuna BCG a una edad temprana y mejores resultados de la COVID-19.
Los factores genéticos también pueden ser relevantes. Un haplotipo (grupo de genes) recientemente descrito, asociado a un mayor riesgo de gravedad y presente en el 30% de los genomas del sur de Asia y en el 8% de los europeos, está casi ausente en África.
El papel de este y otros factores (como las potenciales diferencias entre estructuras sociales o movilidad) están sujetos a investigaciones en curso.
Una respuesta más efectiva en África
Otra posibilidad importante es que la respuesta del sistema de salud pública por parte de los países africanos, preparados por experiencias anteriores (como brotes o epidemias) fue, sencillamente, más efectiva que en otras partes del mundo a la hora de controlar la transmisión.
No obstante, en Kenia se estima que la epidemia alcanzó su pico en julio, con alrededor de un 40% de la población de las áreas urbanas infectada. Un panorama similar está emergiendo en otros países. Esto implica que las medidas puestas en marcha tuvieron resultados mínimos en la trasmisión viral, aunque plantea la posibilidad de que la inmunidad de grupo juegue ahora un importante papel en la limitación de la trasmisión.
Además, existe otra importante posibilidad: la idea de que la carga viral (el número de partículas trasmitidas a una persona) sea un determinante clave en la gravedad. Se ha sugerido que las mascarillas reducen la carga viral y que su uso generalizado puede limitar las posibilidades de desarrollar una enfermedad grave. Si bien la OMS recomienda llevar mascarillas, su cumplimiento es desigual y menor en muchos países europeos en comparación con muchas partes de África.
¿Está África, pues, libre de sospecha? Obviamente no. Aún queda mucho virus y no sabemos qué puede suceder con el avance de la interacción entre el virus y las personas.
Aun así, una cosa queda clara: los efectos secundarios de la pandemia serán un verdadero reto para África. Nos referimos a las interrupciones severas de las actividades económicas y sociales, y a los potenciales efectos devastadores de la reducción de los servicios de atención que protegen a millones de personas, como las vacunaciones rutinarias y los programas de control de la malaria, la tuberculosis y el VIH.
Agendas de investigación
Entre las principales implicaciones del nuevo panorama está la necesidad de reevaluar las agendas de investigación africanas relacionadas con la COVID-19. Mientras que muchas de las prioridades identificadas originalmente siguen vigentes, es probable que su importancia relativa haya cambiado. La clave es tratar con los problemas como son ahora y no como se imaginaron hace seis meses.
Lo mismo ocurre con las políticas de salud pública. Por supuesto, medidas básicas como el lavado de manos siguen siendo esenciales (independientemente de la COVID-19) y se debe seguir utilizando mascarillas mientras haya niveles elevados de transmisión del coronavirus. Sin embargo, otras medidas con efectos más amplios, especialmente restricciones en actividades educativas o económicas, deben continuar siendo monitorizadas.
La clave ahora es aumentar la vigilancia y asegurar que las respuestas sean flexibles y basadas en datos de calidad en tiempo real.
Artículo traducido con la colaboración de Casa África. Traducción: Elvira González-Sosa Suárez.
Kevin Marsh, Professor of Tropical Medicine, University of Oxford y Moses Alobo, Programme Manager for Grand Challenges Africa, African Academy of Sciences
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.