Editor de El Nacional
El uso por Pablo Iglesias de la Constitución de España durante la pasada campaña electoral es más que un simple recurso de mercadeo político. Además de un descarado homenaje a su maestro y financista, Hugo Chávez Frías, es un recordatorio de la nuez estratégica del populismo: aprovechar bienes como las libertades políticas y de expresión, el respeto a los derechos humanos, el pluralismo y la tolerancia a la diversidad de las ideas, para enrumbarse al poder y destruir la democracia desde sus entrañas.
Ese proceso de destrucción de la democracia no se produce, como ocurre con los golpes de Estado, de un momento para otro. Ocurre de forma sostenida y paulatina. El método populista tiene un carácter universal, en el sentido de que resulta eficaz en países con distintas historias y culturas políticas. Consiste, y esto es lo primordial, en degradar el funcionamiento de la democracia.
Miguel H Otero – Editorial del domingo: Populismo contra democracia https://t.co/l4CQrDQnrt vía @elnacionalweb
— Miguel H Otero (@miguelhotero) May 26, 2019
Palabrerío e insulto
La primera y más constante acción del populismo va dirigida contra la racionalidad y el debate de las ideas. Al populista no le interesa un ciudadano que razone, se haga preguntas y tome en consideración la complejidad de la convivencia. No lo llaman a capítulo las razones de fondo. El populista no promueve pensamiento alguno. Su faena diaria consiste en dejar a un lado la comprensión de lo real y reducirlo todo a propaganda, pero de forma muy insistente, a palabrerío e insulto.
Descalificar a quienes les oponen. Rebajar el espacio público a un constante torneo de dimes y diretes. Deslegitimar no solo las acciones o decisiones, sino también a las personas: la política populista se alimenta, crece y conquista la atención del público promoviendo confrontaciones, organizando escenas que rompen las formalidades, ensuciando el lenguaje con que se habla de las cuestiones que conciernen a los ciudadanos. El populista entiende la política como una sucesión de shows, lo más controvertido que sea posible, para así lograr la atención de los medios de comunicación.
Bajo el método del populista, los problemas de la sociedad no merecen análisis ninguno ni estudios sobre sus causas y efectos, ni tampoco ejercicios de planificación sustentables. El populismo detesta las lógicas institucionales y el valor que tienen el conocimiento y los méritos. Prescinde de todos estos factores para concentrarse en una cuestión: el señalamiento, la construcción de un culpable, incluso violando la lógica, el sentido común y la factibilidad de los hechos (es decir, el populista es capaz de afirmar y obcecarse en cosas que no pueden ocurrir o que son fruto de su imaginación bizarra).
Mucho se ha repetido, sobre todo en los últimos cuatro o cinco años: la facilidad, inmediatez y masificación de las redes sociales las convierte en un potente recurso a mano para distorsionar la realidad, lanzar incriminaciones desde el anonimato, desnaturalizar los preceptos, procedimientos y exigencias propias de la democracia. Esto explica por qué el populismo es tan afecto al sobreuso de las redes sociales: porque ellas son el canal privilegiado para las fake news o noticias falsas.
Para el populista no hay persona sino pueblo
Las visiones del populismo, sus mensajes y eslóganes, tienen como plataforma un profundo desprecio por las personas: para el populista no hay personas sino pueblo, pero entendiendo pueblo como una masa más o menos ignorante, a la que se le puede decir cualquier cosa. Se le puede mentir, se le puede atizar los prejuicios, se la puede entrenar en la práctica del tic mental de un mundo dividido entre inocentes y culpables. El ejemplo de López Obrador exigiendo al rey de España que pida perdón por los hechos ocurridos durante la conquista de México guarda una dimensión reveladora: al populista no le importa hacer el ridículo, siempre que su mensaje desempolve prejuicios, resentimientos y viejas rencillas, y los ponga en movimiento.
Y es que en el núcleo populista está el que debe ser el más perverso y destructivo despropósito: la liquidación de la responsabilidad individual –moral, política, económica y social– sustituida por una visión donde cada persona es una especie de víctima, alguien que ha sido engañado y que debe ser salvado por el líder populista. De acuerdo con la metodología populista, la mayoría somos seres aplastados por la historia, las conspiraciones, los burgueses, las fuerzas invisibles, los pactos secretos, los acuerdos que tienen como objetivo robarnos y marginarnos.
En la prédica populista no existen los individuos sino, de forma excluyente, víctimas que estamos a la espera de un líder que venga a salvarnos: el líder que, instalado en el poder, se quita la máscara, desconoce la Constitución que tanto exaltaba para dar inicio a un desmantelamiento de las libertades, en su aspiración de construir un nuevo modelo de dominación de la sociedad, de inequívoca inspiración totalitaria.
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