Por: Federico Martínez Roda
La Universidad se asienta sobre tres pilares: gestión, docencia e investigación. Ha escrito mi querido amigo Carlos Gener, un universitario vocacional y por eso pidió la jubilación anticipada, que “de estos tres pilares es la investigación el elemento diferenciador que proporciona el marchamo a cada universidad. La gestión y la docencia son fundamentales pero tienen muchísima menos proyección exterior que la investigación”.
Claro, esto ocurre cuando una universidad se encuentra en un círculo virtuoso de funcionamiento porque, si se encuentra en un círculo vicioso, en la proyección exterior no se habla de investigación, sino que prevalecen las noticias de gestión, de mala gestión como la posibilidad de adulterar notas después de puestas en las actas; y de docencia, de malas prácticas docentes que se plasman en trato de favor a determinados alumnos, a los que no se les exige lo mismo que a los demás.
Para los ilustrados, el gobierno virtuoso no depende de individuos heroicos que se enfrentan a todo tipo de adversidades sino de algo tan sencillo como la creación de un sistema de controles y frenos, de ahí la división de poderes últimamente tan denostada. Pero en las universidades no hay división de poderes, ni tampoco un sistema de controles y frenos proveniente de fuera, de quien las financia, y todo ello por la aparición del gran concepto jurídico indeterminado de “autonomía universitaria”, que al ser indeterminado se ha aplicado en su versión más extrema: las universidades son intocables en tanto que cuentan en su ámbito con un poder sin control y, ya se sabe que el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente.
La inflación de puestos políticos
Esta situación de falta de control administrativo de las universidades, que viene de muy atrás, confluyó con otro proceso genuinamente español: la inflación de puestos políticos.
Con la creación del Estado autonómico, sin adelgazar las otras administraciones existentes, fue necesario cubrir unos 17.000 puestos políticos, sin contar los asesores retribuidos con dinero público que, en muchos casos, les acompañaron. Además de los puestos políticos, se estableció la administración autonómica que exigía más personal, sobre la administración local, incluida la provincial, y junto a la estatal, tanto central como periférica.
Comenzó un reclutamiento masivo de nuevos políticos, casi todos salidos de la universidades donde formaban parte de las asociaciones de estudiantes que reproducían el espectro político y, claro, su precoz dedicación a la política les impedía superar las asignaturas, por lo que comenzaron los regalos. Resultaba poco estético ver a un consejero cuya profesión fuera estudiante o a un concejal sin licenciatura.
Así, en los primeros años ochenta, se empezó a aprobar asignaturas a quienes pasaban de las aulas, con poco aprovechamiento, al cargo público, sin haber ejercido profesión alguna. Esta mentalidad de favorecer a los estudiantes aprendices de políticos, llegó a tal grado que incluso hubo un sindicato que propuso que figurara como mérito en las nuevas bolsas de trabajo que se creaban e, incluso, en concursos y oposiciones, la pertenencia a organizaciones estudiantiles.
En aquellos años no se tenía como inconveniente la mezcla de lo partidista con lo universitario, el deslizamiento hacia el trato de favor estaba servido. Probablemente, la consideración de los partidos políticos como agentes privilegiados del juego electoral se tuvo que plasmar en la Constitución para acabar con la debilidad y escasa implantación que tenían, pero tras cuatro décadas se han convertido en estructuras cuyas cúpulas, haya o no primarias, deciden la promoción de cualquier militante.
Los tratos de favor
Las listas cerradas permiten que, hasta el puesto más insignificante de concejal de un pequeño municipio, sea designado por el partido político. Y la palabra es la adecuada, porque primero hay una designación del partido que se refrenda o no en las elecciones; pero con listas cerradas, sin la designación previa no hay posibilidad de ser elegido. De ahí que, si alguien quiere ser designado para luego ser revalidado en las urnas, o si alguien pretende ser nombrado para un puesto en una administración pública o simplemente para ser asesor, debe hacer méritos dentro del propio partido; méritos que comienzan generalmente en las asociaciones estudiantiles, y cada vez más jóvenes pues ya las hay hasta de estudiantes de secundaria. Al dedicarse prematuramente a la política, con asistencia a reuniones, encuentros o mítines no se suele dedicar el tiempo necesario al estudio por lo que no es posible aprobar las asignaturas regularmente y comienzan los tratos de favor.
La creación de nuevas universidades también ha contribuido a llegar a la situación actual. La Administración educativa que crea una universidad, últimamente las comunidades autónomas, se cuida mucho de nombrar al primer rector con criterios de militancia, con lo que desde el primer momento la nueva universidad tiene el germen necesario para el sistema endogámico. A partir del nombramiento de rector, los departamentos son conformados en la misma línea con lo que se puede decir que Gramsci, en el sistema universitario español, ha sido el gran inspirador al proponer que del control de la cultura se deriva el logro del poder, y lo que ha ocurrido, está ocurriendo, se deriva de esto.
Ha sido la culminación de un proceso que comenzó con la aprobación de la Ley de Reforma Universitaria de 1983 cuyo principal logro fue consolidar con un puesto fijo a aquellos profesores universitarios que no habían sido capaces de aprobar una oposición y, de paso, ascender a catedrático a muchos políticos, entre ellos al entonces presidente del Congreso, por poner un ejemplo. Mediante estos sistemas de promoción sin oposición, que se extendieron al profesorado de Bachillerato, la esposa del entonces presidente de Gobierno también llegó a catedrática. Y todo esto acompañado de consideraciones sobre la calidad de la enseñanza, mejora de la gestión y teórico fomento de la investigación.
De la moral al código penal
Detrás de estas actitudes endogámicas y nepotistas estaba también la idea de la Escuela de Frankfurt, que considera cuestionable la posibilidad de encontrar principios morales con capacidad para guiar a las sociedades, idea de la que participaban muchos de los que tomaban las decisiones que hacían posible lo que ocurría. Si se niega la moral solo queda el código penal, pero es mucho más difícil el control externo jurisdiccional que el control interno personal, mucho más exigente si se tiene interiorizada la moral, y sin necesidad de carga de la prueba.
Ni siquiera el control de la jurisdicción contencioso-administrativa puede resultar efectivo, pues es esporádico y solo llega a determinados casos mediáticos. Puede que se investiguen unas decenas de casos de algunas universidades públicas, pero eso no va revertir una situación que viene de muchos años caracterizados por el desinterés en la exigencia de asistir a clase, las evaluaciones laxas y el compadreo con los correligionarios.
El deterioro de la calidad universitaria se completó con el acortamiento de las carreras. El paso de la licenciatura, de cinco cursos, al grado, de cuatro, ha provocado que los egresados no satisfagan ni las expectativas de su propia formación ni las necesidades del mercado laboral.
Todo ello acompañado por el surgimiento de universidades sin las necesarias garantías de calidad, desde la aprobación de la Constitución en 1978 se ha pasado de 17 universidades a más de ochenta, y cuando se crea la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), en vez de introducir criterios transparentes y claros en su actuación, se profundiza en la arbitrariedad y oscurantismo, y por si esta afirmación puede parecerle al lector un juicio de valor, ahí están las recientísimas sentencias del Tribunal Supremo cuyo contenido debía sonrojar a los responsables de la agencia para la calidad universitaria, sin embargo pasan de ejecutarlas con diversas triquiñuelas, ante lo que los jueces y magistrados se sienten impotentes.
Endogamia y complacencia
Tras el establecimiento de los grados de cuatro cursos, había una conciencia generalizada de la insuficiente formación que recibían los alumnos, de ahí que se pusieran grandes esperanzas en los másteres. Grandes esperanzas en un doble sentido: por una parte para lograr unos egresados con un nivel adecuado y, por otra, paliar el déficit económico de las universidades ya que la matrícula del grado estaba muy por debajo del coste por alumno, mientras que la del máster se podría acercar a ese coste y, además, iba a suponer un suplemento económico para los profesores que se dedicaran a organizarlos e impartirlos.
En bastantes universidades, para articular la organización de los másteres, se pusieron en marcha los institutos universitarios. La crítica que había recibido la estructura de departamentos universitarios, que llegaron a ser considerados feudos pues exigían al nuevo miembro una relación de vasallaje con el catedrático que lo iba a promocionar dentro de esta estructura endogámica, fue tan acertada como inútil, al igual que las sentencias judiciales que afectan a ANECA, de ahí que, en vez de abrirse las universidades, crearon una nueva estructura que no puede superar la endogamia de los departamentos, pues su éxito en meter a los propios profesores y dejarlos como funcionarios o con contratos para toda la vida supera el 90%, pero sí emularla.
Así que aparecieron los institutos universitarios a los que se entregó la organización de los másteres. Los grados siguieron en las facultades y en ellos se han detectado menos irregularidades que en los másteres, como se puede comprobar en los porcentajes de aprobados. Aunque hay bastante diferencia de unas carreras a otras, en general, hay estudiantes suspendidos, lo que es lógico porque por muy buenos profesores que haya y por muy motivados que estén los alumnos, las materias que se estudian, cuando se estudian, tienen unos contenidos cuyo aprendizaje es complejo, de ahí la dificultad de superarlas.
Sin embargo, los másteres organizados por los institutos universitarios tienen porcentajes de aprobados próximos al 100%, y en muchos de ellos el éxito académico alcanza a la totalidad de los alumnos. También hay quien puede decir que el éxito académico es un índice de calidad, de hecho el fracaso penaliza en alguno de los rankings universitarios que circulan, pero no se puede ser tan complaciente.
Tras el mejor currículum posible
Estos porcentajes de aprobado general no son debidos ni a la calidad ni a los hábitos de trabajo de unos estudiantes más maduros, pues ya han superado el grado, sino a la oferta de másteres de las universidades en que parece que está garantizado el título por el hecho de matricularse. De ahí los pocos exámenes y los muchos trabajos que se presentan en muchos de ellos, frente a las asignaturas del grado cuya evaluación exige algún tipo de prueba oral o escrita. Todo ello acompañado de la proclama constante del principio de autonomía universitaria que inhibe a la administración educativa a la hora de entrar a ver qué pasaba dentro de las universidades.
Además los institutos universitarios tenían autonomía dentro de la autonomía universitaria, incluso cuentas bancarias propias y sus componentes tarjetas de crédito a cargo de la institución, por lo que las posibilidades de la secretaría general de cada universidad, encargada de velar por la limpieza de las evaluaciones y de custodiar actas y notas, para ordenar dichos institutos se ha demostrado nula.
En resumen, en estos últimos años han confluido dos tendencias que explican lo ocurrido: primera, la necesidad de los militantes de los partidos, sin experiencia profesional previa, de tener el mejor currículum posible para ser designado por las cúpulas de sus organizaciones; y, segunda, la complacencia de los responsables de los postgrados, muchos de ellos beneficiarios de las prácticas endogámicas de la Universidad española, con sus colegas del establishment político.
De ahí que haya sido noticia la peripecia universitaria de militantes de partidos con cargo público de todo el espectro político, entre los que destacan un diputado que era becario absentista de un departamento universitario, una ministra que tenía puestas notas en actas de fecha posterior a la de la obtención de su postgrado y una presidenta autonómica cuyas dudas sobre su título de máster puso sobre aviso a los medios de comunicación.
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