Con motivo de las críticas al acuerdo alcanzado en México por el régimen y la llamada Plataforma Unitaria de Venezuela en relación con la controversia del Esequibo, uno de los cabecillas de la oposición (y del llamado G4) habría manifestado que ese era “un problema político y no jurídico”; de allí se infiere que, aunque dicho asunto esté pendiente en la Corte Internacional de Justicia, en su opinión, las personas calificadas para resolverlo serían los políticos, teniendo en cuenta criterios políticos y no jurídicos.
El tema volvió a surgir en relación con la administración de la empresa Monómeros –una empresa venezolana instalada en Colombia y dedicada a la producción de fertilizantes–, cuando el mismo dirigente político intentó deslindarse de su desastrosa gestión, señalando –un poco tarde– que los activos de Venezuela en el exterior nunca debieron ser manejados por la oposición –de cuyo grupo directivo él forma parte–, y que había que “sacar la política” de su manejo. Esta vez, haciendo gala de oportunismo –aunque con tres años de retraso–, su apuesta fue por los técnicos.
Respecto de Monómeros, Humberto Calderón Berti –que une a su trayectoria política unas flamantes credenciales profesionales– había objetado que, en la directiva de esa empresa, se hubiera nombrado principalmente a operadores políticos y no a técnicos preparados, que conocieran el negocio que tenían que gestionar. Por supuesto, en vez de agradecerle sus advertencias y sus consejos, a Calderón Berti lo defenestraron en forma ignominiosa. ¡Ni qué decir de las órdenes de expropiación de Chávez –sin ninguna justificación y sin ningún propósito definido– o de las teorías económicas de Nicolás Maduro!
Pero, la cuestión es determinar a quién le corresponde marcar el rumbo del Estado, o de una empresa del Estado (como es el caso de Monómeros), o de la defensa del territorio venezolano, como requiere la controversia del Esequibo: ¿al político o al profesional experto en el área respectiva?
No es éste un problema novedoso ni uno que tenga una respuesta sencilla y automática. Max Weber y Raymond Aron escribieron –desde distintas perspectivas– sobre las diferencias entre el político y el científico, sin que esas diferencias implicaran desmerecer a uno u otro. Para Weber, mientras el político es un hombre de acción, el científico es un estudioso, encerrado en su laboratorio o en su biblioteca; mientras el político busca el poder, el científico busca el conocimiento. Pero la actividad de ambos no está desconectada, ni una es ajena de la otra.
Normalmente, sobre todo si se trata de quien tiene un mandato popular para ello, debe prevalecer la visión del político, que es quien debería tener muy claro cuál es el camino, cuál es la meta por alcanzar, y cuál es el tipo de sociedad que queremos. Pero la realización de cualquier proyecto político siempre requiere la mano hábil del experto, del técnico, o del que sabe cómo conducir la nave al puerto de destino indicado por el político. En todo caso, lo cierto es que los intelectuales no buscan el poder y, por lo tanto, no son una amenaza para la clase política. Sololo los malos políticos pueden tenerles miedo.
En sus clases de Derecho Internacional, Abram Chayes recordaba que en octubre de 1962, durante la crisis de los cohetes cubanos, cuando el presidente Kennedy decretó la “cuarentena” de Cuba (no un “bloqueo”, que es un acto de guerra), el almirante George Anderson se habría molestado con las preguntas del secretario de Defensa, Robert McNamara, relativas a si los intérpretes rusos ya se encontraban a bordo de los barcos que eran parte de esa operación, a cómo llamarían la atención de los barcos rusos, a qué nave detendrían primero, o qué harían si los barcos rusos no se detenían.
Según el almirante Anderson, los marinos no necesitaban lecciones sobre este particular, pues sabían cómo ejecutar bloqueos desde los tiempos de John Paul Jones, el fundador de la marina estadounidense. Pero, a juicio de McNamara, lo que el almirante Anderson no comprendió es que la cuarentena no era simplemente una especie de bloqueo, sino que era una línea de comunicación entre el presidente Kennedy y Khrushchev. En este caso, el técnico, o el experto, estaba para servir de instrumento para alcanzar los objetivos señalados por el político.
A la inversa, si se trataba de combatir la pandemia del coronavirus, sería presuntuoso asumir que el ex presidente Trump sabía más de medicina y de la forma de derrotar a las epidemias que el Dr. Fauci. En una situación como esa, era el político el que tenía que ceder el paso a los expertos, poniendo los instrumentos de la política al servicio de los que sabían qué hacer.
Un político –en el gobierno o en la oposición– no necesita saberlo todo; la gracia está en saber dejarse asesorar por los que saben. Pero, con el pretexto de que se trata de asuntos públicos, a veces, caudillos irresponsables tienden a tomar medidas sobre cuestiones que desconocen y que, como en el caso venezolano, han conducido a la ruina del país, al descalabro de muchas de sus empresas, o a perder la oportunidad de defender adecuadamente los derechos de Venezuela en el territorio del Esequibo, precisamente en el tribunal llamado a pronunciarse sobre ellos.
Aunque se supone que un estadista debe conocer cómo se gobierna el mundo, lo más probable es que un político principiante no sepa que la función de una organización internacional no es poner o quitar gobiernos; igualmente, es posible que un aprendiz de político ignore que la Unión Europea no tiene una fuerza de comandos al servicio de terceros Estados que no forman parte de su proyecto político, o al servicio de quienes aspiran al poder en esos Estados y que han sido incapaces de conseguirlo por sí mismos.
Pero, lo que sí se puede esperar es que, antes de pedirle a la ONU, a la OEA y a la Unión Europea “que demuestren para qué sirven”, nuestros políticos se ilustren un poquito y averigüen cuáles son los propósitos de dichas organizaciones internacionales, y qué es lo que, razonablemente, esperar de ellas.
Por supuesto, ni McNamara era un político mediocre, ni el almirante Anderson era un marino que desconociera su oficio. No es igual un político con ideas que un charlatán o un oportunista dando codazos para abrirse camino y ocupar un espacio que no le corresponde. Tampoco es igual un aficionado que un experto en una determinada ciencia o arte.
En Venezuela, en los últimos 22 años, hemos tenido suficiente de ambos: de políticos despistados y de seudo profesionales; de charlatanes y de principiantes; de caudillos mesiánicos y de entusiastas convencidos de que basta una reforma constitucional para recuperar el Esequibo. En toda sociedad, el político y el científico –o el tecnócrata–, cada uno en el ámbito que le es propio, tienen un papel que cumplir; pero, en los asuntos de Estado, no hay espacio para la improvisación y las chapucerías. El destino de Venezuela y de los venezolanos merece más que eso.
Apartándose de lo que aconseja la prudencia, en Venezuela, los técnicos petroleros fueron sustituidos por militares y caciques de pueblo, y médicos cubanos llegaron para ocupar el puesto de profesionales venezolanos con posgrados y años de experiencia. Además, en un momento en que tenemos que hacer frente a la demanda de Guyana ante la Corte Internacional de Justicia para que ésta se pronuncie sobre la nulidad o validez del laudo de París sobre el territorio Esequibo, la Cancillería venezolana –incapaz de conseguir asesores en Derecho Internacional– no ha encontrado nada mejor que recurrir a abogados penalistas.
Miles de profesores universitarios, médicos, ingenieros, pilotos, técnicos electricistas, plomeros, y pare usted de contar, han debido emigrar en busca de un futuro mejor. Pero, a pesar de que, dentro y fuera del país, todavía hay profesionales capaces que podrían asesorar a quienes pretenden gobernar Venezuela, los políticos que tenemos han decidido hacerlo solos, sin asumir la responsabilidad de sus temeridades, sin sonrojarse por sus desatinos (para no usar palabras más fuertes), y sin admitir la necesidad de una renovación de toda la clase política.
Tanto en el régimen como en la oposición, la ausencia de políticos capaces de ofrecer un proyecto de país, así como un liderazgo responsable para conseguirlo, nos hace añorar a quienes estuvieron al frente de la mal llamada cuarta república. Por desgracia, en la Venezuela de hoy echamos de menos –entre los que mandan desde el Fuerte Tiuna y entre los que pretenden dirigir a la oposición– políticos de la talla de Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez o Teodoro Petkoff. Hacen falta políticos con visión de Estado, capaces de tomar decisiones informadas, y capaces de guardar silencio cuando la ignorancia los desborda.