Cualquiera que me viera diría que solo soy un cajón con una bola encima, un pobre mecanismo que no llega siquiera a la categoría de robot. Sin embargo, yo soy el presidente del gobierno. Es verdad que a los ingenieros no les hubiera costado nada colocarme dos brazos, dos piernas y una cabeza con sus dos ojos en vez de esta bola que no hace más que dar vueltas. Pero debieron considerar que un exceso de capacidades físicas podría distraerme de la misión que me ha sido encomendada, que no es otra sino dar con el mejor modo de sacar al país del atolladero en que los mismos humanos lo han metido.
Mi despacho está situado muy por encima de las nubes, en la última planta de uno de los países más altos de este planeta al que llaman Tierra, y del que hoy apenas queda esta pequeña zona habitable rodeada de desiertos. Aquí han venido a refugiarse algunas de las antiguas naciones, solo que ahora, por problemas de espacio, estas han sido convertidas en rascacielos.
Desde la ventana que tengo frente a mí, puedo ver, a la izquierda, un pedazo de Marruecos; a continuación, y por este orden, Portugal, Francia, Irlanda y Reino Unido; por último, a la derecha, otro pedazo de Noruega. Todos ellos son edificios magníficos, no obstante, son los de China y Estados Unidos los más altos de todo el territorio. Se trata de dos rascacielos interminables.
Son las nueve de la tarde y empieza a ponerse el sol justo por detrás de Portugal, que es una silueta oscura a lo lejos. A estas horas, las nubes, como un prado del que emergen los países, se tiñen de amarillos, naranjas y rojos, y los cristales de las innumerables ventanas comienzan a centellear como espejos. En media hora, a lo sumo, el cielo se habrá llenado con las naves de los trabajadores transfronterizos y de los turistas que regresan a sus casas, situadas, por lo común, bajo las nubes, en las primeras plantas de los países.
La ventaja de que el territorio haya quedado reducido a unos cuantos kilómetros cuadrados, es que enseguida se llega a cualquier lugar; así, la India la tenemos a menos de diez minutos, y China a tan solo quince, y Australia y Nueva Zelanda a poco más de veinte, motivo por el que, en estos tiempos, el turismo está al alcance de todo el mundo y se ha convertido en una actividad tan cotidiana como salir a comer, o ir al cine o al teatro.
En general, hoy para conocer un país basta con tomar un ascensor. Pondré unos ejemplos: Kenia emplea al menos novecientas de sus tres mil plantas en replicar con pelos y señales el parque nacional de Tsavo, donde campan a sus anchas elefantes, cebras, leones, jirafas, leopardos, hipopótamos y demás animales que pueden ser fotografiados en distintos safaris. Asimismo, dispone de extensas plantaciones de café que luego se suministra al resto de países.
Por su parte, Estados Unidos consigió meter en apenas trescientas plantas (es decir, desde la cinco mil quinientos veintinueve hasta la azotea), un duplicado exacto de la ciudad de Nueva York, con su Séptima Avenida y su Estatua de la Libertad y su Empire State Building, y con su Central Park y sus clubs de jazz y su Wall Street, y en donde no falta tampoco el Año Nuevo Chino y la Super Bowl y el Día de Acción de Gracias.
Pero quizá sea Brasil el país que más impresiona de todos, con dos mil pisos de selva virgen atravesados en espiral por un imponente río Amazonas lleno de caimanes, anacondas y pirañas. Además de selva, también posee unas playas fabulosas y en febrero celebra unos carnavales muy esperados por el resto de los países.
Precisamente hoy viene en visita oficial el presidente de Brasil. Si por mí fuera lo recibiría en nuestro espléndido bar de más de doscientos millones de metros cuadrados especializado en tapas variadas, pero no va a ser posible porque ni siquiera dispongo de cuatro ruedas con las que poder salir de este pequeño despacho en el que me han metido.
Ya es noche cerrada y la silueta de los países solo se intuye por la luz de sus innumerables ventanas. Hay una nave con un grupo de turistas que pasa en dirección a Chile o Argentina, y otra de la policía de fronteras que va dejando a su paso una estela de destellos azules. Desde la ventana que hay a mi espalda, veo la luna salir por la azotea de Japón.
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