A las doce, un grupo de quince personas viene a visitar la granja, así que no debería retrasar mucho más la puesta en marcha los animales. Pero antes de eso hay otras cosas que hacer. Me calzo las botas de goma y cruzo la cerca con el saco de los excrementos, me meto entre las patas de una de las vacas, abro la portezuela del vientre y se los introduzco, los excrementos… Hago lo mismo con las cincuenta vacas restantes. Después de llenar con agua limpia lo bebederos, me dirijo al edificio principal.
Una vez allí, subo hasta el centro de control, una habitación con una gran ventana con vistas al prado. Pulso los botones pertinentes y los animales empiezan a moverse gracias al pequeño motor que hay alojado en su interior. Es verdad que no se mueven con la soltura de las vacas auténticas, pero dan el pego: caminan de un lado para otro, hacen como si comieran y bebieran y, según lo previsto, al poco rato levantan el rabo y expulsan un excremento. El realismo, como se ve, es parte fundamental en la filosofía de esta nueva empresa.
Para mí, un ganadero de los de toda la vida, no fue fácil tomar la decisión de cambiar los animales de carne y hueso por otros creados por impresoras 3D, no obstante, los beneficios de este producto superan en mucho a los inconvenientes: tiene bajos costes de producción, un sencillo mantenimiento y, lo más importante, es apto para todo tipo de consumidores, incluso para los vegetarianos, ya que la carne de estas vacas está compuesta casi en su totalidad por una mezcla, gastronómicamente impecable, de polietileno, poliéster y silicona comestibles.
Según la empresa franquiciadora, las visitas a las instalaciones son el mejor método para que la gente compruebe por sí misma lo natural que se hace todo aquí, desde el aspecto de la vaca hasta sus movimientos, pasando por la simulación de ciertas funciones fisiológicas básicas, de modo que el visitante puede que llegue a tener la sensación de que eso que hay frente a él no es un simple trozo de plástico sino un ser vivo. Técnicas de marketing…
La empresa también ha dispuesto que para demostrar la alta calidad de nuestra carne sintética se organice en cada visita una gran parrillada, así que, sin pérdida de tiempo, voy a por un saco de carbón, lo distribuyo por la parrilla y lo prendo. Mientras se hacen las brasas, monto la mesa bajo unos árboles, una mesa de más de cinco metros de largo suficiente para los quince comensales, después de lo cual, como no puede ser menos, me pongo a elaborar mis dos salsas favoritas, la chimichurri y la criolla.
Con el carbón ya totalmente blanco, empiezo a asar las carnes siguiendo las técnicas que me enseñó un parrillero argentino venido ex profeso desde Buenos Aires. Lo primero en lanzar sobre los fierros (como él decía) es el pedazo de costillar, y un poco después, el vacío. Más tarde irán los chinchulines y tras estos, la entraña, y solo en el último momento habrán de colocarse los bifes, a la vez el ancho y el angosto.
Cuando al fin llega el grupo, noto que sus caras se iluminan de placer ante el espectáculo de la parrilla humeante. Les muestro las instalaciones: el centro de control, las oficinas, el lugar donde se imprimen las vacas y, por último, la sala de despiece. Les hago notar, orgulloso, que no hay matadero alguno porque las vacas, en rigor, al no estar vivas tampoco son susceptibles de ser sacrificadas.
Luego cruzamos la cerca y los visitantes se distribuyen entre los animales, y empiezan a acariciar su lustrosa piel de licra y nailon y sus cuernos de fibra de carbón, y les hacen mimos, y les llaman bonitas, y cochinas cuando sueltan el abundante excremento… Entonces les aviso para comer.
No pueden dar crédito a lo que ven sus ojos y huelen sus narices. Allí, sobre la mesa, los chinchulines bien crocantes y la entraña; y también el vacío y el costillar, doraditos por fuera y sonrosados por dentro, cargados de jugos que se desparraman por la tabla al penetrar el cuchillo. Y en los fierros, como decía el parrillero argentino, los bifes, gruesos y sangrantes…
De pronto, un comensal se levanta y me hace saber que pertenece a la recién creada Plataforma por los Derechos de los Animales Sintéticos… Me entrega un panfleto y a continuación me aconseja, dice que, por mi bien, reconvertir la explotación ganadera en una fábrica de píldoras nutritivas. Mañana, me comunica, está convocada una manifestación a las puertas de la granja. Yo le digo que los animales sintéticos no son animales, ni siquiera seres vivos, pero él hace oídos sordos y me regala una camiseta con el logotipo de la plataforma.
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