Mi nombre es Matthias Müller, y si bien me hubiera gustado parecerme a Terence Hill lo cierto es que todo el mundo dice que soy un calco de Bud Spencer. Por lo demás, este pueblo en el que nos encontramos —bonito aunque excesivamente llamativo para mi gusto— es Bacharach, situado en el distrito de Maguncia-Bingen, estado de Renania-Palatinado, Alemania, y este río tan hermoso, con sus casi ochenta centímetros de ancho, es, como ya sabrán, el Rin.
Dicen que en la antigüedad el río era aún más impresionante, lo cual parece indiscutible a juzgar por la anchura del valle. También se dice que las montañas estaban cubiertas de árboles y de hierba porque no paraba de llover y de nevar; es decir, que hacía un frío espantoso, imposible de soportar por ningún ser humano de hoy.
Cuando yo era pequeño, todavía perduraba algún retazo de verde chillón desperdigado por el paisaje; ahora, ya lo ven, todo se ha teñido de este bonito color amarillo y puede decirse que los cactus son las únicas plantas capaces de prosperar. Entre todos ellos, mi preferido es el saguaro porque me trae a la memoria las películas del Oeste que mi padre proyectaba en casa los sábados por la tarde.
Él, mi padre, no era muy amigo de las modernas tecnologías y prefería utilizar el viejo proyector de rollo de película que en su juventud compró a un anticuario de Maguncia. Mis primeros recuerdos son sensaciones relacionadas con estas sesiones de cine: el ronroneo del proyector al ponerlo en funcionamiento, el haz de luz atravesando la oscuridad hasta llegar a la pantalla que desplegábamos en el salón; la imagen y el sonido creándose de pronto de la nada…
A mí, las películas que más me gustaban —y me siguen gustando— eran los espaguetis western. Por eso, porque me recordaba al Viejo Oeste, no abandoné Bacharach en busca de nuevas oportunidades como sí hicieron todos y cada uno de los vecinos del pueblo. Yo decidí sacarle partido a este paraje repleto de cactus, agaves, yucas, plantas rodadoras, alacranes, serpientes de cascabel, lagartos, tarántulas y avispas caza tarántulas.
De modo que un día recorté un tablón de madera de dos metros de ancho por uno de alto, escribí sobre él con letras toscas pero legibles “WELCOME TO SAN MIGUEL” y lo puse a la entrada del pueblo, sobre el cartel original. Ya estaba hecho. Desde entonces Bacharach pasaría a llamarse así, San Miguel. Luego, una vez instalado el cartel, escribí en uno de los márgenes “SE REQUIEREN MORADORES”.
Aunque bien es cierto que sin permiso de sus legítimos propietarios, en un mes volvían a estar habitadas muchas de las casas del pueblo. Fue tal el éxito que, por prudencia, me vi obligado a tachar del cartel la petición de colonos, pues consideré que un exceso de población podría resultar contraproducente. Como en todo, los inicios no fueron fáciles, pero poco a poco las cosas se fueron desarrollando de la forma más natural.
Así, hoy no existe un solo vecino que esté de brazos cruzados. Hay quien fabrica cosméticos para la piel y el cabello a base de pitaya, jojoba o salicornia. Quien, valiéndose de plantas medicinales como el toji, la gobernadora, el cosahui, el sangregado o el toloache, elabora remedios para el mal de orín, el resfriado, el dolor de muelas y oídos, el reúma, las hemorroides, la diarrea y el mal de ojo. También hay quien destila bacanora o suaqui que luego suministran a tabernas y restaurantes, en los que, a su vez, pueden degustarse platos tan apetitosos, y ya típicos de nuestra gastronomía, como los tacos, el wakabaki o la chimichanga.
Y también hay salones donde se baila el cancán y se juega al póquer y se pelea a puñetazo limpio. Y hay barberos que hacen las veces de sacamuelas. Y hay trileros, y vendedores de elixires milagrosos, y algún forajido. Y hay un banco, y una tienda de comestibles, y una herrería en la que se fabrican herraduras para los caballos. Y hay un navajo y un apache y un cheroqui. Y hay un patíbulo que aún no se ha usado, y un calabozo que sí se ha usado. Y hay un sheriff que soy yo.
Tengo que reconocer, sin embargo, que este oficio de mantener la ley es bastante aburrido. Así que hará cosa de seis meses agarré el viejo proyector de mi padre y abrí en el castillo de Stahleck el primer cinematógrafo de San Miguel. Hoy, como todas las semanas y para que nadie olvide de dónde le viene el nombre al pueblo, he programado Por un puñado de dólares. Ahí es nada…
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