Cuando yo era pequeño, delante de esta casa había un prado donde se bailaba la jota. La jota segoviana. Ahora, ya lo ven, en su lugar disponemos de una magnifica playa de arena blanca y fina; una playa en la que hay que andar sus buenos diez minutos hasta llegar al agua. Déjenme, por lo tanto, que me ría en la cara de todos los que auguraban las mayores desgracias por causa del calentamiento global; poco menos que el apocalipsis.
Es cierto que el nivel de los océanos subió hasta cubrir gran parte de los continentes, pero, en líneas generales, podemos decir que el cambio climático nos ha traído innegables beneficios. Así, aparte del hecho mismo de que en el centro de la península ibérica nos podamos dar un baño en el mar (lo que ya de por sí es un regalo del cielo), está la cuestión gastronómica.
Miren si no al final de la calle, a mano izquierda. Donde antes estaban las eras, hoy se extiende un inmenso arenal muy propicio para el marisqueo, de forma que el mercado está siempre a rebosar de almejas, berberechos y navajas. No me dirán que el cambio no ha merecido la pena, sobre todo para quienes no somos muy amigos del cordero, el cocido o la morcilla.
Pero, además del tema culinario, hay otros alicientes dignos de mención. Por ejemplo, en pleno monte, en concreto en lo que antaño se llamaba La Hoz, tenemos en la actualidad una zona portuaria de primera categoría, envidia de toda la comarca. Primero, según se va desde el pueblo, nos encontramos con el puerto deportivo, y a continuación con el pesquero, con un calado en algunos puntos de más de cien metros.
No se pueden ni imaginar lo delicioso que resulta el paseo marítimo al caer la tarde, entre los graznidos de las gaviotas y los tintineos que producen los mástiles de los veleros al chocar entre sí. O la paz que se experimenta parándose a observar cómo los barcos llegan a primera hora de la mañana cargados, entre otros muchos manjares, de merluzas, besugos, pulpos o centollos, todo lo cual habrá de ser subastado, muy animadamente, en nuestra moderna lonja.
En verdad, este ambiente tan marinero ofrece muy variadas alternativas de ocio. Nada que ver con lo que pasaba cuando yo era pequeño; entonces el único divertimento para los mayores consistía en salir a pasear por una carretera estrecha y llena de baches que se abría paso entre los cultivos de trigo, cebada y girasol hasta el pueblo de al lado, con el consiguiente peligro de atropello.
Hablando del pueblo de al lado, diré que aquí siempre hemos sentido por él una profunda antipatía, un resentimiento insalvable desde que Renfe decidió poner allí la estación del tren, motivo por el que ellos empezaron a prosperar mientras nosotros cada vez íbamos a menos.
Así que, no les voy a mentir, fue una alegría muy grande cuando quedaron sepultados no sé si por las aguas del Cantábrico o del Atlántico, o por ambas. De todo el pueblo solo quedó sin sumergir la punta del campanario, en donde la pertinaz cigüeña todavía conserva su nido, de modo que el pobre animal parece que va en una barca a la deriva.
Lo cierto, y retomando el tema de los ecologistas que tan negro veían el futuro, es que las cosas no han hecho más que volver a donde estuvieron hace millones de años, cuando Castilla estaba cubierta por el mar. Aquí en el pueblo siempre lo supimos, pues había una zona en el monte, a la que llamábamos La Roza, muy abundante en fósiles marinos, sobre todo de caracolas y ostras.
Hace unos meses, frente a esa porción de monte hoy de nuevo cubierta por el mar, se inauguró, dicen que como símbolo de su remoto pasado acuático, una escuela de submarinismo. Yo tomo clases tres veces por semana. Les aseguro que resulta cautivador bucear en ese deshojado bosque de carrascas, robles y algún pino. No se lo pueden perder.
Para terminar, quisiera referirme al hecho probablemente más importante que se produjo tras la casi total inundación de la península ibérica. Y es que de la noche a la mañana empezaron a llegar a nuestro pueblo, procedentes de los cuatro puntos cardinales, gran número de barcos que iban en busca de los pocos pedazos de tierra firme que quedaban.
De manera que, al fin, después de siglos de trifulcas, podemos decir que andaluces, levantinos, norteños y hasta portugueses disfrutamos de una merecida y fraternal convivencia. Ya ven que no hay mal que por bien no venga.
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