Sé que no son humanos. Pero qué más da, después de todo alguien tiene que hacer el trabajo. Digo esto porque no es tarea fácil ponerse a creer en Dios de la noche a la mañana sin la intermediación de expertos, y si estos han de ser androides, pues que lo sean. A fin de cuentas, de lo que se trata es de salir cuanto antes del atolladero, de recuperar el tiempo perdido.
Porque, no nos engañemos, todo este asunto de la existencia de Dios hacía bastante que se estaba viendo venir y no hicimos nada al respecto, como si la cosa no fuera con nosotros. Y eso que los científicos no se cansaban de repetir que las señales eran cada vez más evidentes y, por lo tanto, que lo aconsejable era ponerse manos a la obra sin perder un segundo.
Aún recuerdo el comunicado de la Agencia Cuántica Internacional avisando a los gobiernos de la necesidad de restablecer nuestra relación con Dios, ya que de no hacerlo, aseguraban, las consecuencias podían ser más graves de lo que nos imaginábamos, ya fuera en esta vida o en la otra, o en ambas. Sin embargo, hay que entender que estos temas de carácter sobrenatural hacía mucho que habían quedado en el olvido y volver de pronto sobre ellos resultaba extremadamente tedioso. Fueron demasiados años de descreimiento.
De modo que tanto la ciudadanía como las instituciones optaron por esa actitud tan humana de mirar hacia otro lado, hasta que una mañana, al fin, la noticia se hizo oficial en todo el mundo: Dios existía. Lo habían dicho los físicos más prestigiosos y frente a eso poco o nada había que objetar. Era un hecho. Es un hecho.
Ahora la duda que atormenta las conciencias es: ¿quedará en nosotros algo de eso que algunos llamaban en épocas pasadas chispa divina, o por el contrario todo empeño por conectarnos con la divinidad es ya inútil, incluso el de este esforzado ejército de curas androides con el que los ingenieros esperan salvar nuestras almas?
Yo, por mi parte, mientras hago este tipo de consideraciones, me dirijo a la catequesis que me ha sido asignada. Se trata de un bonito edificio de quince plantas en donde se alecciona a la población de forma intensiva, y aunque las clases no son obligatorias, nadie duda en acudir a ellas una vez se le convoca por medio del correspondiente SMS.
En mi caso, prometí aprovechar el tiempo al máximo y lo estoy cumpliendo. Mi cura dice que tengo aptitudes y buena disposición. De manera que si todo marcha según lo previsto no tardaré en ver los primeros frutos. Con el fin de acelerar el proceso, me ha recomendado la lectura de una serie de antiguos libros de temática mística, libros, dicho sea de paso, que el gobierno ordenó digitalizar de inmediato para ofrecerlos de forma gratuita a todos aquellos que estuvieran interesados.
Mi cura se llama Sanandrés. Un fenómeno. Desde luego, si él no consigue sacar partido de mí es que no hay nadie que lo pueda hacer. Les aseguro que nunca he visto a nadie más comprometido ni que se entregue con mayor entusiasmo al prójimo. Habrá quien se sorprenda de que los seres más afines a la divinidad que hay en este momento sobre la faz de la tierra sean máquinas, pero, si se piensa en ello, tampoco es algo tan descabellado, pues todo se reduce a una mera cuestión de programación, ¿no creen?
El aspecto es otra característica a destacar en estos androides. Son verdaderamente humanos, quiero decir que no se diferencian en nada de nosotros; además, enseguida consiguen que te sugestiones porque son como estampitas devocionales de esas que aún conservo de mi bisabuela. Es cierto que algunas de sus actitudes son un tanto desconcertantes, como la de voltear los ojos hacia arriba o la de llevarse la mano al corazón sin venir a cuento, pero, si exceptuamos esto, no hay duda de que están muy bien conseguidos.
Con todo, hay algo que me inquieta; un runrún constante que me mantiene alerta por el día y que no me deja dormir a gusto por las noches. Empiezo a sospechar que estos curas tan afectuosos, tan comprensivos, de voz siempre seductora y mirada hipnótica, han terminado por aprender, quizá por compasión hacia nosotros, el arte del disimulo. No sé, en ocasiones me ha parecido ver en ellos cierta sonrisa irónica, cierta condescendencia, como si no esperaran gran cosa de nosotros, como si nos dieran por un caso perdido.
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