Hace mucho que no visito a mis padres. Quiero decir a mis padres auténticos, a los de carne y hueso. Esto se debe a que los otros, los que han tomado en gran medida su lugar, cubren más que de sobra mis expectativas. Aun así, bien está reconocerlo, hay algo que a los verdaderos nunca les voy a agradecer lo suficiente, y es el hecho de que no me hayan dado hermanos.
El motivo es que estos, a su vez, habrían colmado mi existencia de sobrinos, cuñados y demás familiares, los cuales, sin duda, me hubiesen sumido en un profundo estado de abatimiento a causa de las peculiaridades de su carácter, tal como me ocurre con otros parientes como tíos o primos, a quienes intento ver lo menos posible, igual que hará, supongo, el resto de la gente.
Por fortuna, para la familia más próxima, aquella con la que se está obligado a convivir o, al menos, a mantener una relación más estrecha, están los dobles. Me estoy refiriendo, claro está, a esas familias de laboratorio tan socorridas, una réplica exacta de los padres, hijos o hermanos originales pero modificados a gusto del cliente.
Es la otra familia. Esa con la que siempre hemos soñado. Una familia hecha a nuestra medida, perfecta, y de la que ahora, gracias a las últimas técnicas genéticas, ya podemos disponer. Además, dada la gran competencia en el sector, los precios están empezando a bajar y hacerse con una de ellas casi está al alcance de cualquiera.
Sí, este ha sido un gran invento, aunque, por propia experiencia lo digo, tenga también sus inconvenientes.
Por poner un ejemplo, resulta muy inquietante ir de visita a casa de tus padres y tropezar de pronto con una versión mejorada de ti mismo (mejorada para tus padres, que han tendido a bien replicarte). De modo que, sin proponértelo, ahí estás, comiendo frente a un individuo del que ellos, tus padres, no tuvieron oportunidad de deshacerse solo porque a ti no se te ocurrió llamar antes de ir.
Observas, entonces, que se trata de un individuo igual a ti pero con la nariz un poco menos larga o más rubio o con los ojos verdes, o puede que con ese metro ochenta que tú no alcanzas por dos centímetros; un individuo dotado, quizá, de mayor ingenio, o de mayor inteligencia, o de algún tipo de habilidad extraordinaria; un tú como tú pero con el que se puede hablar casi de todo y que nunca te lleva la contraria, o muy poco, lo justo para no parecer un aburrido o un pelota insoportable.
En lo que a mí se refiere, hará cosa de un año me decidí a sustituir por réplicas a mi mujer y a mis hijos. En un principio la idea me pareció de dudosa moralidad, pero, después de darle muchas vueltas, recordé las razones que me dieron mis padres el día en que ellos encargaron mi doble, cuando yo contaba apenas veinte años.
Me miraron a los ojos sin pestañear y me dijeron: «Hijo, dentro de un mes en tu habitación ya no estarás tú sino tu doble. Te lo decimos con tiempo para que vayas buscando alojamiento». Estas fueron sus razones, las mismas, o similares, que yo les di a mi mujer y a mis hijos.
El caso es que, para mi sorpresa, se tomaron la noticia mucho mejor de lo que esperaba, circunstancia que me hizo sospechar que quizá ellos, a su vez, ya habían encargado una réplica mía y no se atrevían a decírmelo, sospecha que se confirmó algún tiempo más tarde, cuando en el supermercado de mi barrio me topé conmigo mismo en uno de los pasillos. Recuerdo que mi doble llevaba el carro lleno de frutas y verduras. Mi antigua familia, por lo visto, había decidido dar un cambio radical a su vida…
Lo que está claro es que hoy en día es tan sencillo fabricar un doble de otra persona que los originales son absolutamente prescindibles. No obstante, hay algo que me inquieta hasta hacerme perder el sueño. No puedo evitar preguntarme lo que pensará de mí mi nueva familia…, porque, sobre esto no creo que haya discusión, el que ellos sean de mi agrado no tiene por qué implicar que yo sea del agrado de ellos.
Y esto es lo que estoy empezando a barruntar, que no les caigo bien del todo. No solo eso, creo que algo traman. De verdad les digo que no sé si soportaría que me replicaran por tercera vez. Y es que, amigos, uno también tiene su orgullo.
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