Los operarios me aconsejaron renovar el aislante de toda la vivienda porque de no hacerlo me exponía a que los vecinos pudieran oír mis pensamientos. De modo que no lo dudé y les encargué el trabajo: había que picar las paredes, los techos y el suelo; luego quitar el aislante viejo y sustituirlo por el nuevo; después dar llana y, por último, pintar y solar. Además de esto, era imprescindible reponer las ventanas y la puerta de la calle.
No, la telepatía no nos ha traído nada bueno. Y es que desde aquella mañana en que los humanos nos levantamos de la cama con la insólita facultad de leernos el pensamiento los unos a los otros, la vida se ha convertido en un cúmulo de adversidades. Hay que reconocerlo, los tiempos felices de las meras sospechas, de las conjeturas basadas solo en la forma en que nuestro interlocutor lanzaba una mirada, o dibujaba un gesto, o articulaba una palabra, han tocado a su fin.
Menos mal que dentro de casa, al menos, estamos a salvo de los vecinos cotillas. No pasa así en la calle, ahí estamos desprotegidos y ante eso no hay más que dos alternativas: o pensar en cosas inocuas o, mejor aún, dejar de pensar, y como ambas opciones están al alcance de muy pocos, la gente prefiere permanecer entre las cuatro paredes de su domicilio, magníficamente recubiertas de aislante de última generación. Esta circunstancia, a la postre, fue el principal motivo de que mi vida cambiara de manera tan drástica.
Yo tenía un bar, y no pueden imaginarse la cantidad de trifulcas a las que he asistido por culpa de la telepatía. La frase más repetida entre los clientes era: «¿Y tú por qué piensas eso?». Y se liaban a discutir. Entonces yo, a mi vez, pensaba: «A que estos imbéciles se terminan pegando y me destrozan el bar». En ese instante los contendientes se volvían hacia mí y me preguntaban furiosos: «¿Y tú por qué nos llamas imbéciles?». Y la emprendían conmigo. El caso es que la clientela se fue haciendo más y más escasa hasta que un día tomé la determinación de cerrar el bar.
Ahora me encuentro al borde de la ruina. Por suerte, ayer me llamó un amigo para hablarme de una empresa de sombreros que está buscando vendedores a domicilio. Mi amigo me dijo: «No te lo vas a creer. Los sombreros están forrados de un potente aislante para que nadie pueda leer tus pensamientos cuando estás fuera de casa. Me pregunto cómo algo tan simple aún no se le había ocurrido a nadie». Como pueden figurarse, enseguida llamé a la empresa y me han citado para hoy.
Ha sido fácil. Media hora de entrevista y firmé el contrato. Después me mostraron las instalaciones y me informaron con detalle de las numerosas y sorprendentes características de los sombreros. A mí, sin embargo, lo que más me llamó la atención, y para mal, fue su apariencia, idéntica a la de un casco de ciclista…
Ya ha transcurrido un mes desde que estoy en la empresa y nunca he tenido necesidad de cambiar mi técnica de trabajo. Consiste en situarme frente al futuro comprador y retarle a que adivine mi pensamiento, cosa que él consigue hacer sin el menor esfuerzo; acto seguido me pongo el sombrero aislante y lo vuelvo a retar, entonces, cuando comprueba que le es imposible descubrir lo que pienso, su cara va iluminándose poco apoco con una sonrisa de extrema felicidad.
Las cosas marchan a pedir de boca, y tras un año entero trabajando los siete días de la semana, ya puedo decir que he ahorrado lo suficiente como para abrir mi propio negocio. Así que le he propuesto asociarse conmigo a un artesano sombrerero de la plaza Mayor que está a punto de la bancarrota. Si todo sale según creo, no tardará en llegar el éxito, pues, en mi opinión, además de calidad es necesario ofrecer, también, comodidad y un diseño digno de las mejores firmas.
La noche pasada soñé que estaba en mi tienda, rodeado de sombreros. Los había para todos los gustos y ocasiones. En el escaparate lucía un fedora, un trilby, una chistera y un bombín; en el mostrador, un panamá, un cloche, una pamela y un floppy; y en la vitrina que tenía a mi espalda, un canotier, un deerstalker y hasta un sombrero de cawboy. Entonces pensé que no estaría mal colgar un cartel en la puerta con el siguiente eslogan: “Si quiere que no le lean el pensamiento y además ir elegante, no lo dude y entre, esta es su tienda”.
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