Lo mejor de la noche empieza en unos minutos. Por eso, antes de encender la televisión y estirarme en el sofá, me dispongo a aprovisionarme en abundancia: platillo de aceitunas, sándwiches cortados en pequeños triángulos, patatas fritas y, por supuesto, un cubo con hielo repleto de botellas de cerveza.
Durante el día, como es lógico, la programación está dirigida a un público más amplio. Así, las mañanas se inician con las tertulias, integradas en su totalidad por políticos; después, a eso de las doce del mediodía, se emiten los debates del Congreso, que duran hasta la hora del telediario, presentado cada mes por un político diferente; luego, a las seis, da comienzo el único programa infantil del día, en el que los políticos se disfrazan y hacen trucos de magia y tocan una gran variedad de instrumentos.
A continuación, vienen los concursos, los cuales ponen a prueba la solvencia cultural de, claro está, los políticos; y tras los concursos, un programa del corazón donde se dan pelos y señales de la vida privada de, naturalmente, los políticos, y en el que estos suelen participar confirmando o desmintiendo lo que sobre ellos cuentan, sentados en corrillo, otros políticos…
Sin embargo, ninguno de estos programas puede compararse con el que ahora está a punto de empezar, cuando son justo las nueve y media de la tarde. Se trata de un reality emitido desde los domicilios de los diputados a través de cámaras ocultas, y en el que se pueden seguir, minuto a minuto, sus quehaceres domésticos.
Sin duda, el morbo que despierta este reality en ocasiones no está justificado, pues habría que preguntarse a quién le puede interesar las intimidades, por ejemplo, de nuestro ministro de economía, una persona tan aburrida y carente de glamur; o las de cualquiera de los diputados del Partido por el Silencio de los Pueblos. O las del propio presidente del gobierno, líder del Partido Contemplativo Nacional, quien, no obstante, tiene una auténtica legión de seguidores.
Entre ellos, y siento decirlo, se encuentran muchos de mis amigos. Estos, una vez han acostado a los niños, se apoltronan frente al televisor durante horas atentos a cualquier movimiento del presidente. No sé qué placer encuentran en ver al pobre hombre deambular de la cocina al cuarto de baño y del cuarto de baño al cuarto de estar y del cuarto de estar al despacho, en donde revisa unos papeles antes de volver a hacer el mismo recorrido en sentido inverso, hasta que se cansa de hacer siempre lo mismo y por fin decide irse a la cama con su mujer, que ya hace tiempo que lo espera.
Y ahí, en la cama, es donde radica el poco interés del asunto. He visto cómo a mis amigos se le ponían los ojos como platos aguardando el momento, bastante improbable, en que las sábanas empezaran a moverse de manera distinta a la ordinaria. Yo ya les tengo dicho que conmigo no cuenten para ver algo tan soporífero.
Otra cosa es el diputado jovial, desenvuelto, aficionado al deporte, normalmente del Partido por el Bullicio de los Pueblos, que lo primero que hace cuando llega del trabajo es llamar por teléfono a una amiga para invitarla a cenar, y entonces, sin perder un segundo, se pone a preparar unos espaguetis porque ya no le da tiempo a nada más sofisticado.
Mientras tanto, enciende la televisión que tiene sobre el frigorífico y con fingido asombro comprueba que en la pantalla aparece de repente su imagen, agarrando la cuchara de palo y dándole vueltas en el agua hirviendo a los espaguetis, lo que hace que se le dibuje una sonrisa a la vez que saluda a los espectadores.
En ese instante, ante lo tardío de la hora, se apresura a poner la mesa: platos, copas, cubiertos, servilletas y una vela en el centro, y al lado un pequeño jarrón con una flor. Y está dudando entre el vino blanco o el tinto cuando la amiga llama al timbre. Se dan dos besos y él, muy cortésmente, la hace pasar; se dirigen al salón y allí, mientras conversan de temas intrascendentes, se toman un vermú blanco con hielo antes de que él entre en la cocina a por la fuente de los espaguetis.
Después de la cena, se sientan en el sofá a mirarse a sí mismos en el televisor, en riguroso directo, circunstancia que les produce un súbito ataque de impudicia a sabiendas de que toda la población, temerosa de que alguno de los dos apague la luz, tiene los ojos puestos sobre ellos.
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