Vivo en una casa en medio del parque, entre una palmera datilera y un ficus de más de cuatro metros de altura. En la parte de detrás dispongo de mi propio huerto, y en la de delante de un pequeño cuadrado con césped y dos pinos a los que he amarrado una hamaca donde echarme la siesta.
Mi misión consiste en mantener en perfecto estado el jardín botánico de la ciudad, de manera que al visitante le pase desapercibido el hecho de que aquí, como ya sucede en el resto de los jardines del mundo, todas las plantas son de plástico. Un plástico, eso sí, y al contrario de lo que suele ser frecuente, de primerísima calidad, que apenas se recalienta con este sol tórrido y que imita a la perfección la textura de tallos, pétalos, hojas y troncos.
A quien me pregunta si un trabajo tan sacrificado como el de jardinero me merece la pena, yo le respondo que sí, pues gracias a jardines como este es posible conservar el recuerdo de un mundo vegetal hoy ya perdido para siempre. Por eso pongo todo mi empeño en que cada una de estas plantas parezca verdaderamente viva; viva y feliz, si me permiten la expresión, de modo que hasta las mismas abejas, de no haberse extinguido, se encontrasen a sus anchas revoloteando entre ellas.
A propósito de las abejas, creo que ya es la hora de que las suelte. Miren. ¿Verdad que parecen auténticas? Hasta pican y todo. Cada tarde, cuando el parque se cierra al público, los mecánicos revisan su funcionamiento y antes de irse las dejan cargando; luego yo, por la mañana, las desconecto del cargador y las echo a volar. Da gusto verlas así, de flor en flor, dando al conjunto un realismo tan pasmoso.
Lo cierto es que no hay nada como la naturaleza, aunque se trate de esta naturaleza y resulte tan laborioso y requiera de tantos conocimientos mantenerla en condiciones, incluso, si me apuran, más que en los tiempos pasados, cuando las plantas eran de verdad. Ahora todo se ha complicado. Fíjense, si no, durante el periodo de floración; entonces a cada planta hay que ir poniéndole sus flores correspondientes. Un lío…
Por ejemplo, en enero toca ponerles las flores a los brezos, al calicanto del Japón, a los crocos…; en febrero, a las camelias; en marzo, a los almendros; en abril, a los lirios; en mayo, a los lilos, a los rosales, a las azaleas, a los rododendros…; en junio, a las dalias, a los granados…; en julio, a las hortensias, a los geranios, a los hibiscos…; en agosto, a las jaboneras; en septiembre, a la hierbaluisa; en octubre, al alquequenje, al árbol del destino…; en noviembre, al madroño, al níspero…; en diciembre, a las plantas piedra…
Y la cosa no termina ahí; el año entero lo tengo ocupado por tareas de lo más diverso. Así, a medida que pasan las semanas es necesario ir enganchándoles a las plantas frutos cada vez de mayor tamaño. Por ejemplo, las diminutas brevas que le coloco a la higuera a primeros de marzo habrán de ser sustituidas paulatinamente por otras más gordas hasta que en el mes de junio le cuelgo las definitivas, unas bien moradas y reventonas.
Luego, a finales del invierno, cuando llega la época de la poda, procedo a desenroscar de los árboles algunas ramas valiéndome de una plataforma elevadora, las mismas ramas que meses más tarde habré de volverles a enroscar.
Después están los árboles de hoja caduca. A estos, en otoño, hay que cambiarles las ramas de la primavera y el verano por otras con las hojas amarillas, marrones y rojas, las cuales, mediada la estación, se harán caer sobre el suelo del parque sacudiendo los troncos. En los meses siguientes se recogen todas las hojas y en marzo se vuelven a colocar una a una en las ramas, que ya han sido retiradas de los árboles, antes de guardarlas para el año próximo. Creo yo que este sistema está poco perfeccionado…
Ahora, si les parece, voy a darme un paseo por mi huerto, a ver si sustituyo los tomates y los pimientos por otros de mayor calibre, que los veo demasiado verdes para lo adelantado del verano. Sin embargo, fíjense el aspecto inmejorable que tienen las moras. Por cierto, tengo que acordarme de llenar algunas bolsitas con las más maduras; son para regalárselas a los niños a la salida del parque, ¿saben ustedes? No pueden imaginarse las caritas que ponen al verlas tan negras y apetecibles, aunque no se las puedan comer.