Les puedo asegurar que pocas cosas hay más desagradables que ver cómo tus hijos se transforman, día a día, el uno en el otro.
Al inicio del proceso, antes incluso de constatar que se estuviera produciendo proceso alguno, solo advertimos en sus rostros una lejanísima imprecisión. Luego, según transcurrían los meses, ese fenómeno se fue intensificando hasta que una mañana los niños aparecieron con los rasgos borrados por completo. No solo eso, sus cuerpos se habían igualado en estatura y su cabello había tomado el color indefinido de la tierra reseca.
Esa fue la primera fase del proceso. En la segunda, las primitivas características físicas de cada uno de ellos fueron trasladándose al otro. Hoy, al fin, todo ha concluido y mañana podrán empezar el nuevo curso sin mayor inconveniente.
Son las ocho y cuarto de la mañana y los niños suben al coche como si nada hubiera pasado. Ayer, después de acostarlos, su madre y yo optamos por no darle a lo sucedido más importancia de la que en realidad tiene, pues, a fin de cuentas, las cosas se han quedado como estaban, solo que ahora el uno es el otro y el otro es el uno.
Al llegar al colegio hay algo que enseguida me llama la atención. Muchos de los padres con los que suelo relacionarme no están con sus hijos sino con otros niños a los que no reconozco, circunstancia que me provoca cierta intranquilidad. Nos saludamos más bien con poco entusiasmo y una vez los niños entran al colegio yo regreso a casa.
Durante los próximos quince días, como es habitual, no habrá clases por la tarde, de modo que después de comer los niños se meten a jugar en su habitación. Aprovecho para comunicarle a mi mujer mis sospechas: que el resto de alumnos del colegio también han sufrido transformaciones. Sin embargo, ella se desentiende del tema y me dice que no me meta en la vida de los demás.
Cuando a media tarde entro a ver qué hacen los niños, observo con alarma que sus rostros están como recubiertos de una fina capa de cera caliente. Es indudable que de nuevo se están transfigurando. Lo mejor, ante la imposibilidad de hacer nada, es dar tiempo al tiempo, así que retorno al cuarto de estar y enciendo la televisión.
Al cabo de una hora vuelvo a hacerles otra visita y constato que el proceso se está desarrollando a una velocidad endiablada. Mientras el mayor está a punto de convertirse en alguien que no identifico, el pequeño, para mi asombro, empieza a parecerse al niño chino del bazar de la esquina. Quizá saque algo en claro si me paso por allí.
Cuando llego a la tienda me encuentro al padre en el mostrador. No sé cómo abordar el asunto. De pronto, de uno de los pasillos aparece un niño que me pregunta sonriente si deseo comprar algo. Ya he visto cuanto tenía que ver. Regreso a casa y le cuento a mi mujer que nuestro hijo ahora es el hijo del chino. Mi mujer, por su parte, me hace saber que durante el rato que he estado fuera nuestro hijo ha terminado de convertirse, a su vez, en el chinito del bazar.
Me llega al móvil un comunicado del colegio. Han suspendido las clases hasta nuevo aviso y en su lugar se convoca una reunión urgente a las nueve de la mañana. Con la inquietud propia de no saber muy bien si los dos niños que duermen en el dormitorio de al lado son nuestros hijos o no lo son, mi mujer y yo nos vamos a la cama.
Suena el despertador justo cuando consigo quedarme dormido. Me ducho y salgo sin desayunar. Ya en el salón de actos del colegio recibo una llamada de mi mujer. Me dice que los niños ya nada tienen que ver con quienes eran la noche pasada, que ahora son otros distintos. Cuelgo porque empieza a hablar el director.
De vuelta a casa, le confirmo a mi mujer que todos los niños del colegio están transformándose en otros niños. Las conclusiones a las que ha llegado el centro son descorazonadoras. Como no hay manera de parar las transformaciones, han decidido minimizar sus consecuencias.
A partir de mañana, por tanto, para evitar que tras los sucesivos cambios llegue un momento en que no se sepa quién es quién, los niños estarán obligados a acudir a clase con una pulsera que lleve escrito su nombre. Se recomienda, eso sí, que sea una pulsera resistente y provista de un cierre que no puedan abrir, por lo que mi mujer y yo optamos por ponerles una brida de acero. Ya se sabe, los niños son niños y más vale prevenir que lamentar.
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