Con el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Colombia y Venezuela, y como parte de la visita a Caracas de Gustavo Petro, presidente de Colombia, invitó a su anfitrión –como antes también había hecho con Nicaragua– a reincorporarse al sistema interamericano de derechos humanos, al que caracterizó como la expresión de “la democracia liberal”. Anticipándose al día de los inocentes, Petro le ha pedido a Venezuela unirse en un esfuerzo común para “fortalecer” ese sistema.
Reincorporarse al sistema interamericano significa regresar a la Organización de Estados Americanos que, con todos sus defectos, tiene como eje central la promoción y respeto de los derechos humanos, y la preservación de la democracia en el continente.
El logro más notable de la OEA es la construcción de un sistema interamericano de protección de los derechos humanos que, con luces y sombras, ha establecido estándares que deben ser observados por todos sus Estados miembros, ha creado instancias como la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y ha diseñado procedimientos para su protección.
En la época de las dictaduras militares en el Cono Sur de América Latina, gracias a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se salvaron muchas vidas, aunque no tantas como hubiera sido deseable. En casos puntuales, gracias a la Corte, se ha podido evitar daños irreparables a las personas, se ha ordenado la adopción de medidas reparadoras en el caso de graves violaciones de derechos humanos. Sobre todo, se ha puesto coto a la facultad de los gobiernos para autoindultarse o para dictar leyes de amnistía que garanticen la impunidad de graves violaciones de derechos humanos.
En septiembre de 2012, al denunciar la Convención Americana sobre Derechos Humanos, durante el mandato de Hugo Chávez, por su propia decisión, Venezuela se apartó de ese sistema para seguir, sin ningún freno y sin ningún control, un camino diferente, sin las obligaciones contraídas en un tratado que no le gustaba, y sin el control judicial de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuyas sentencias se negaba a acatar.
A pesar de esa decisión, que tuvo efecto un año después de su notificación, Venezuela seguía siendo miembro de la Organización de Estados Americanos y, como tal, seguía estando sometida a las competencias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que es un órgano principal de la OEA.
En el ejercicio de esas funciones, la Comisión conoció de centenares de denuncias individuales, en las que se pudo comprobar, entre otras cosas, discriminación por motivos políticos en el ejercicio de derechos fundamentales, detenciones arbitrarias, torturas, ejecuciones sumarias, violaciones del debido proceso, violaciones de los derechos políticos de los venezolanos, y restricciones indebidas a las libertades de expresión, asociación, y reunión.
En varios de sus informes especiales sobre la situación de los derechos humanos en Venezuela, la Comisión constató, además, la falta de independencia del poder judicial, haciendo de éste un simple brazo ejecutor de lo que le ordenaban desde el Palacio de Miraflores.
Al no tratarse de hechos aislados, sino de una práctica generalizada y sistemática, como parte de un ataque a la población civil, todos esos informes, suficientemente bien documentados, han servido para alimentar un bien abultado expediente que cursa en la Fiscalía de la Corte Penal Internacional, por crímenes contra la humanidad cometidos en Venezuela. Nada de lo anterior podía ser del agrado de un régimen despótico, que encarcela a sus adversarios políticos, que acosa a la disidencia, que censura, y que, sistemáticamente, viola los derechos humanos.
«Maduro anhela dejar de ser tratado como un paria, y desea fervientemente poder volver a la escena internacional. Pero no al precio de tener que someterse a las reglas del juego de la democracia, y mucho menos al alto costo que le significaría tener que someterse a mecanismos de control del respeto a los derechos humanos»
Por eso, el 27 de abril de 2017 –después de haber contribuido a hacer un inmenso daño al sistema de protección de los derechos humanos y de haber erosionado las competencias de la Comisión– Venezuela comunicó al secretario general de la OEA su retiro de la organización, el cual –de acuerdo con las disposiciones de la Carta de la OEA– se materializó dos años después, en abril de 2019. Con ello, Venezuela se libraba definitivamente de la vigilancia ejercida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Al igual que Nicaragua y Trinidad y Tobago, Venezuela se retiró del sistema interamericano –y particularmente de sus órganos de protección de los derechos humanos– porque le estorbaba.
Como afirmó el presidente Petro, los derechos humanos son la expresión de “la democracia liberal”, y eso está muy lejos tanto de los valores que Maduro representa como del tipo de sociedad en que ha convertido a Venezuela. Por su propia naturaleza, ningún régimen despótico puede compartir las ideas de democracia o libertad, y ninguna tiranía aceptará verse constreñida por los límites que le impone el respeto de los derechos humanos.
Por ende, no es realista imaginar que Venezuela pueda regresar al redil de una organización internacional que tiene objetivos y valores que el actual régimen no comparte, y que le es incómoda. Desengáñese, presidente Petro. Eso no va a ocurrir. Y, en cuanto a Nicaragua, menos.
Como la mayor parte de las organizaciones internacionales, la OEA es una instancia para el diálogo y la concertación. Pero, dados sus vínculos con la guerrilla y con el narcotráfico, a Venezuela no le interesa ser parte del diálogo interamericano, y menos si en éste participa Estados Unidos.
Pocas dudas puede haber en cuanto a que Maduro se sentiría más confortable en una organización ideológicamente afín, en la que estuviera acompañado de Díaz Canel, de Vladimir Putin y, probablemente, de los ayatolas. Y ese no es el caso de la OEA.
Desde 1962 Cuba se mantiene al margen de la OEA, sin haber manifestado ningún interés inmediato en regresar a ella, y sería absurdo imaginar que Rusia e Irán, que no son parte de la región, formaran parte de una organización regional como la OEA.
Con la actual correlación de fuerzas en el continente, en el que pocos países han logrado escapar de la seducción del populismo, es posible que la OEA pueda dar un giro a su compromiso con la democracia, relegando al cajón de los recuerdos la Carta Democrática Interamericana, o dándole una interpretación más complaciente con los desafueros de los Ortega, los Maduro y los Bukele.
Sin duda, López Obrador, Cristina Kirchner, Alberto Fernández, y Petro, ahora con la compañía de Lula da Silva, estarían felices de rediseñar una OEA a su medida.
Con esta nueva mayoría, la Asamblea General o el Consejo Permanente de la OEA podrían desdibujar los requerimientos de la democracia, en función de los intereses de los gobiernos de turno. Pero el manejo del tema de los derechos humanos es más complejo, puesto que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (al menos teóricamente) está integrada por expertos independientes, y la Corte también. Además, a diferencia de la Comisión, la Corte no es un órgano de la OEA, sino que es un órgano establecido por la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Y si es difícil que la OEA pueda reescribir la historia, es aún más difícil que pueda enmendar todo lo construido en materia de derechos humanos, con un amplio catálogo de derechos protegidos, con una decena de tratados diseñados para proteger derechos especiales o para proteger categorías específicas de personas, con estándares jurisprudenciales muy elevados, y con mecanismos de supervisión y control más o menos eficientes.
Una tarea de esa envergadura requeriría enmendar radicalmente el compromiso asumido por los Estados de la región en materia de derechos humanos, teniendo que cambiar el significado de las palabras para que, como en el lenguaje orwelliano, libertad signifique esclavitud, y paz sea odio. Además, donde dice que todos los seres humanos somos iguales, habría que hacer la salvedad de que algunos somos más iguales que otros.
En la comparecencia conjunta ante los medios de comunicación social, Maduro declaró ser “muy receptivo” a la sugerencia de reincorporarse al sistema interamericano de derechos humanos, señalando que el tema sería “considerado” en las próximas semanas.
Pero Maduro no dijo que vaya a volver a la OEA (para lo cual tendría que solicitar que Venezuela sea admitida como nuevo miembro), ni dijo que vaya a ratificar nuevamente la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que vaya a dar cumplimiento a las sentencias dictadas por las Corte Interamericana de Derechos Humanos, o que vaya a acatar los estándares de derechos humanos contenidos en los numerosos instrumentos regionales sobre la materia.
No seamos ingenuos. Nada de eso va a ocurrir.
Por supuesto que Maduro anhela dejar de ser tratado como un paria, y desea fervientemente poder volver a la escena internacional. Pero no al precio de tener que someterse a las reglas del juego de la democracia, y mucho menos al alto costo que le significaría tener que someterse a mecanismos de control del respeto a los derechos humanos.
Es ingenuo asumir que el actual régimen venezolano, Nicolás Maduro, pueda contribuir a “fortalecer” precisamente lo que, durante años, con la complicidad de otros países de la región –incluida la Colombia de Uribe– ayudó a debilitar.