Por RUBÉN AMÓN (*)
El principal mérito de Francisco consiste, probablemente, en haber cumplido con esmero y detalle el programa electoral que nunca prometió. Es decir, que su aparición providencial en el trono de Pedro como revulsivo de una Iglesia inmovilista se atiene a la expectativa “revolucionaria” que reclamaba la opinión pública y al cambio de paso que sugería la propia “abdicación” de Benedicto XVI en su laberinto vaticano.
Un papa americano. Un papa jesuita. Un franciscano vocacional en cuyo mensaje universal se antoja prioritario el compromiso con la tolerancia, de forma que el prójimo es el prójimo mucho antes que clasificarse musulmán, cristiano, divorciado o seglar.
Jorge Mario Bergoglio se atiene, por tanto, a una suerte de “papulismo”. Un concepto híbrido entre el papismo y el populismo con el que pretende formalizar desde el Vaticano la revolución de las formas, sea para lavar los pies de un recluso, sea para hacerse humano y desmitificar el dogma de la infalibilidad: “Quién soy yo para juzgar a un homosexual”.
Semejante debilidad se ha convertido en su principal fortaleza, hasta el extremo de que la figura de Francisco le resulta más atractiva a Pablo Iglesias que al Opus Dei, especialmente en la doctrina social y en los guiños a la teología de la liberación.
Francisco es el Papa de todos. De los creyentes y de los no creyentes. Es la versión “mejorada” de Barack Obama, la conciencia moral de Occidente, el azote firme del capitalismo despiadado, el enérgico valedor de la purga contra la lacra de la pederastia.
Suya ha sido la iniciativa de expiar los pecados de la Iglesia en los escándalos de los abusos sexuales, pero la catarsis no debe interpretarse exactamente como un mérito, sino como una obligación de la que se sustrajeron o distanciaron sus predecesores.
Francisco rectifica el encubrimiento de antaño. Arremete contra la Iglesia burocrática y funcionarial. Exige a los obispos que estén tan atentos a su rebaño que huelan a oveja, pero su revolución -insistimos en el sustantivo- tiene pendiente sobrepasar los estrictos matices cosméticos.
Ahí radica su gran desafío de 2015 y de los años venideros. Superadas las formas o transformadas en un discurso acogedor, el papado necesita exponerse a fondo. Y el fondo es el porvenir de una Iglesia colegiada, sensible a la influencia de las mujeres, abierta a la comunión de los divorciados, consciente de la discriminación homosexual, refractaria al dogmatismo moral del catecismo, implicada en el ecumenismo, distanciada del castigo del infierno, justificada en el cristianismo ejemplar de los primeros tiempos.
El cantante ha cambiado. Queda pendiente la canción. De otro modo, el papado se arriesga a consumirse en los gestos.
Francisco ha limpiado la Iglesia. La ha humanizado. Ha saneado las cuentas. Ha acabado con el hermetismo bancario. Ha perseguido la corrupción, pero unas y otras proezas deben compadecerse con las emergencias de una sociedad que se ha transformado, que modula hacia el escepticismo, que apuesta por las confesiones evangélicas, que discrepa de las restricciones sexuales y morales, y que admira al sumo pontífice no como Papa sino como hombre.
(*) Periodista, excorresponsal en Roma de ‘El Mundo’.