M. Dolores Jiménez López, Universidad de Alcalá
Todos hemos tenido la experiencia, de forma inconsciente o como parte de un juego, de eso que llamamos ilusiones ópticas, en las que se produce un desajuste entre la realidad objetiva, lo que perciben nuestros ojos y lo que interpreta nuestro cerebro. De manera similar, en la lengua se producen fenómenos que pueden inducir a engaño a los hablantes. Uno de estos corresponde a lo que en lingüística se llama homonimia (del griego ὁμωνυμία homōnymía), una condición que, tal como el DLE la define, posee “una palabra que se pronuncia como otra, pero tiene diferente origen o significado muy distante”.
Sucede en palabras que se escriben de forma idéntica (homógrafas), aunque no guardan relación semántica entre sí, como la sustancia a la que llamamos sal (del latín sal) y sal, el imperativo del verbo “salir” (del latín salīre “saltar”); el adjetivo femenino cara (del latín carus), que se dice de algo con un precio elevado, y el sustantivo cara (del griego κάρα kára “cabeza, rostro”). Y así, un largo etcétera.
Ante el peligro de dejarse llevar por lo que se oye, en la escuela hay que hacer hincapié especialmente en aquellos homónimos que suenan igual, pero se escriben de manera diferente (palabras homófonas): hay que explicar que un simple cambio de “b” y “v” marca la diferencia entre el sustantivo voto (del latín votum “promesa hecha a los dioses, deseo”) y la forma boto del verbo “botar” (del germánico bōtan “empujar, golpear”); no digamos ya la hache, por ejemplo, en los verbos echo y hecho, de “echar” (del latín iactāre “lanzar”) y “hacer” (del latín facĕre), respectivamente; y, pese a los esfuerzos de los maestros, no son pocos los adultos que todavía dudan si escribir con “y” o con “ll” los verbos haya (de “haber”, del latín habēre “tener”) y halla (de “hallar”, de fallar, a su vez del latín afflāre “soplar hacia algo, rozar algo con el aliento”).
Un estudiante de Biología de bachillerato debe incorporar a su caudal léxico entre 1 000 y 1 500 palabras nuevas, que irán a más si continúa sus estudios universitarios
Ignorar estas normas puede llevar a engaño a un usuario poco formado, que podría no solo cometer una falta de ortografía, sino también producir un mensaje equívoco. La explicación última de tales coincidencias y diferencias simultáneas se encuentra en la etimología de cada voz y en su evolución al español.
Con dificultades similares se topan los estudiantes de disciplinas científicas y técnicas que, además de aprehender los contenidos de sus materias, han de adquirir el léxico específico con el que referirse a dichos contenidos, nomenclaturas que en muchos casos proceden de lenguas que desconocen como el griego antiguo o el latín.
A la vista de los actuales libros de Bachillerato, un estudiante de Biología debe incorporar a su caudal léxico entre 1 000 y 1 500 palabras nuevas de su especialidad, que irán a más si continúa sus estudios universitarios.
Formantes griegos y latinos en el léxico médico y biológico
El extraordinario Dicciomed. Diccionario médico-biológico, histórico y etimológico, creado y coordinado por el profesor Francisco Cortés Gabaudán, recoge en su versión actual 1 977 lexemas. Pues bien, 1 114 de ellos (más del 56 %) proceden del griego y 711 (casi el 35 %) son de origen latino, a los que hay que sumar un buen número de sufijos de ambas lenguas.
Si nos fijamos en las palabras propiamente dichas, de las 7 169 contenidas en el diccionario, 4 649 (más del 64 %) se han creado sobre bases griegas y 1 100 (un 15 % aproximadamente) sobre bases latinas, sin contar los términos híbridos. Estos datos ilustran a la perfección hasta qué punto la terminología biológica y médica descansa sobre el léxico de las lenguas clásicas.
Pues bien, una de las dificultades con las que se encuentran los estudiantes –y no solo ellos– es, precisamente, la homonimia, que les puede llevar a caer en la “ilusión lingüística” de que palabras o componentes léxicos que se escriben igual han de significar lo mismo.
Sin una formación previa, no es fácil entender, por ejemplo, por qué el hipotálamo y el hipocampo, situados ambos en el encéfalo, no tienen nada en común, por más que coincidan en su primer elemento: el hipo- del primero procede del preverbio ὑπο- (hypo-) “debajo de”, pues alude a su posición debajo del tálamo, mientras que el segundo corresponde al lexema del caballo ἵππος (hippos), ya que esta estructura alargada y curvada recibió su nombre por asemejarse en su forma al caballito de mar, también llamado hipocampo (del griego ἱππόκαμπος hippókampos “caballo curvado”).
Sin una formación previa, no es fácil entender por qué el hipotálamo y el hipocampo, ambos en el encéfalo, no tienen nada en común
Otras lenguas europeas permiten diferenciar bien ambos elementos (inglés: hypothalamus e hippocampus, respectivamente; francés: hypothalamus e hippocampe; alemán: Hypothalamus e Hippocampus), pues el tratamiento de los helenismos en ellas es casi de transliteración, mientras que en español estos se han integrado adaptándose perfectamente a nuestra fonética, morfología y grafía, de modo que es más difícil reconocer en nuestra lengua los étimos originales y, en consecuencia, diferenciar su significado.
Casos como estos son relativamente frecuentes. Así, tres palabras griegas completamente distintas, φῦλον (phŷlon) “raza, estirpe”, φίλος (philos) “amigo” y φύλλον (phýllon) “hoja” van a coincidir en un resultado idéntico en español (fil-), diferenciado formalmente, en cambio, en otras lenguas (inglés: phyl-, phil-, phyll-, respectivamente).
En virtud de este distinto origen, no tienen nada en común la parafilia (inglés: paraphylia) como condición por la que, en taxonomía, un grupo de organismos incluye al antepasado común más reciente pero no a todos los descendientes de este, la parafilia (inglés: paraphilia), que se refiere a las prácticas sexuales no habituales, o la afilia (inglés: aphylly), es decir, la carencia de hojas.
Es más, la distinción puede venir de la mano de una simple tilde: mesófilo es una palabra esdrújula (lo mismo que bibliófilo o anemófilo) y solo puede serlo si su segundo componente tenía la penúltima sílaba breve, de modo que este ha de ser necesariamente φίλος (philos) “amigo”; por su parte, mesofilo es llana porque se ha formado con un segundo elemento cuya penúltima sílaba era larga, es decir, φύλλον (phýllon) “hoja” (igual que monofilo o clorofila): en consecuencia, el adjetivo mesófilo (inglés: mesophilic) se aplica a organismos que gustan de temperatura y humedad medias para su correcto desarrollo, mientras que mesofilo (inglés: mesophyll) es el tejido situado entre las dos epidermis de las hojas. Alterar la correcta acentuación de este último término, algo no infrecuente, podría llevar a equívoco.
Interpretaciones incorrectas, “ilusiones lingüísticas”, están, de hecho, en la base de nuevas creaciones léxicas. Es lo que, con toda probabilidad, sucede en algunas palabras acabadas en -cele. A partir de términos antiguos como broncocele, hidrocele, pneumatocele, sarcocele, etc. que, ya desde Celso, Sorano (s. I) o Galeno (s. II), se formaban con el nombre κήλη kḗlē “hernia, tumor”, el segundo elemento de compuesto –cele (latín: –cēlē; francés: –cèle; inglés: –cele) se ha desarrollado fructíferamente en numerosos neologismos para denominar diferentes tipos de hernias o tumores (cistocele, meningocele, varicocele…).
Pues bien, esta base léxica ha entrado en confluencia con otra diferente, la del adjetivo κοῖλος (koîlos) “hueco” y el sustantivo κοιλία (koilía) “cavidad, vientre”, abocada en español a un resultado ciertamente próximo al anterior, cel– (latín: coel-; inglés: coel-), que subyace en palabras tan diversas como celentéreo o celíaco. No es difícil pensar, como ilustra en inglés la fluctuación pseudocele, pseudocoele y pseudocoel (s.v. Oxford English Dictionary), que un cruce entre ambos lexemas ha dado lugar a neologismos anómalos acabados en –cele, referidos no a una hernia o tumor, como sería de esperar, sino a una cavidad, como en epicele (inglés: epicoele) o neurocele (inglés: neurocoele), con la consiguiente ambigüedad.
Conveniencia del conocimiento etimológico
Sirvan estos pocos ejemplos como muestra de hasta qué punto es conveniente para los futuros especialistas en biología o medicina un mínimo conocimiento etimológico. Mi experiencia con estudiantes de estas disciplinas es que formarse en las bases léxicas y los prefijos y sufijos más frecuentes de origen grecolatino, junto con unas nociones básicas sobre su evolución al español, ayuda a comprender el vocabulario técnico, recordarlo y usarlo con propiedad: ya no tienen que memorizar sin asidero alguno listas interminables de palabras, entre las que no ven relación, y son capaces de deducir su significado a partir de sus formantes.
El aprendizaje de una ciencia es el aprendizaje de su terminología porque, como reza el título de la obra de Bertha Gutiérrez Rodrilla (Barcelona, 1998), la ciencia empieza en la palabra.
M. Dolores Jiménez López, profesora Titular de Filología Griega, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.