A punto y seguido de dar fin a este año de curvas pendientes de doblegar, me viene a la memoria una frase de un buen amigo quien, en época de tribulación y confinamiento, me dijo que un partido político es una combinación inestable de obreros, técnicos e intelectuales. Me llamó la atención la afirmación porque contenía en sí misma todo un tratado sobre la política clásica, sobre los equilibrios internos de las organizaciones y hasta una síntesis de cómo funcionan los ecosistemas de poder.
La ruptura de esos balances suele encaminar inexorablemente a los partidos políticos hacia su liquidación, aunque en un primer momento pueda parecer que no es así.
Vaya por delante que todas las categorías de esta trinidad son necesarias y ninguna está abocada a ser superior a las demás. Son complementarias y obligadas a entenderse. Y no hay peor daño endémico en una organización política que el derivado de que cualquiera de estas categorías propenda a imponerse sobre las demás en una suerte de lucha de clases interna. Si vencen los obreros, no hay pensamiento crítico; si vencen los técnicos, solo hay tecnocracia; si vencen los intelectuales, no hay acción y, por consiguiente, no hay nada.
Una primera patología individual tiene lugar cuando un miembro de uno de estos bloques pretende suplantar el papel de otro bloque. No hay nada más patético que un obrero pretendiendo ser intelectual como no hay nada más bochornoso que un intelectual aspirando a ser obrero. Y no hay juicio de superioridad en esta aseveración, porque tan importante es ejercer el rol de trabajador como el de intelectual.
Tampoco debe llevar a equívocos la expresión «intelectual», que no es sinónimo de inteligente. En mi carrera política he conocido intelectuales que no tenían inteligencia y obreros provistos de una clarividencia preternatural que ya quisieran muchos superdotados. Del mismo modo que he conocido a quienes han querido jugar a ser, simultáneamente, obrero, técnico e intelectual. Hay que ser muy bueno para poder jugar en todas las líneas, porque, de lo contrario, se corre el riesgo de acabar siendo nada.
La rama de los técnicos es categóricamente necesaria y está conformada por aquellas personas con conocimientos profesionales necesarios para dar contenido a los programas del partido. Y es indispensable porque ni los obreros ni los intelectuales tienen aptitudes para poder hacerlo, por mucho que algunos crean que son Kennedy revividos.
Ahora bien, no hay mayor peligro para la política, con el debido respeto del populismo, que la tecnocracia. Y España es un país en el que en las últimas décadas ha habido gobiernos sin Administración y administraciones sin Gobierno. En un tiempo de resaca de reflexión crítica y de abandono del pensamiento, existe la tentación social de dejar que sean los técnicos los que manden. Es un error colosal, auspiciado indudablemente por el deterioro de la política entendida al modo clásico, antes de Instagram.
Otro rasgo característico es que los obreros desprecien a los intelectuales y que los intelectuales detesten a los obreros. En el limbo siempre quedan los técnicos en estos casos. El obrero acostumbra a entender que los procesos electorales se ganan gracias a su trabajo de base, mientras que los intelectuales piensan que las elecciones se ganan a pesar del trabajo de ciertos obreros. Ambas afirmaciones son erróneas y causan importantes estragos internos. Los esfuerzos son suplementarios, y del mismo modo que hay obreros inútiles, hay también intelectuales prescindibles.
Cierto es, por orden natural, que el número de obreros siempre es mayor que el de intelectuales, de modo que cuantitativamente la presión siempre es mayor en ese bloque. Como es cierto también que las necesidades de supervivencia de muchos miembros de los partidos políticos no son exclusivas de los obreros, sino que también hay intelectuales que no tienen a dónde ir fuera de estas organizaciones. Por eso, los técnicos tienen la ventaja personal de que no sufren la presión de la necesidad, generando en ellos un estado inquietante de comodidad y hasta de cierta pretendida superioridad en determinados casos. Otro error de manual, y esta vez, no de resistencia.
En suma, los partidos políticos son equilibrio o no son. Equilibrio inestable siempre, pero equilibrio. Y cada uno debe encontrar su posición, no sea que acabe jugando de portero el delantero que no se ha puesto unos guantes en su vida.
En estos tiempos en los que, para algún gobernante de pelo en ristre, la Navidad es tiempo de reflexión republicana, lo primero que habría que preguntarse es qué somos cada uno de nosotros en nuestros partidos políticos. Y no vale pedir a los Reyes Magos lo que no podemos ser, por mucho que queramos.
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