Txetxu Ausín, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS – CSIC) y Miguel Ángel Royo Bordonada, Instituto de Salud Carlos III
En julio de 2021, el ministro de Consumo, Alberto Garzón, pidió reducir el consumo de carne en España, el mayor consumidor de la Unión Europea. Alegaba que el consumo excesivo de carne roja y sus derivados deteriora la salud y reduce la esperanza de vida. Meses más tarde, el 26 diciembre para ser exactos, Alberto Garzón reiteró esta recomendación en una entrevista concedida al rotativo inglés The Guardian.
Garzón abogaba en la entrevista por una ganadería extensiva, de carácter sostenible, para reducir el impacto ambiental de la ganadería intensiva, que contribuye en gran medida a la emisión de gases de efecto invernadero. Sus declaraciones levantaron un gran revuelo.
Megagranjas y contaminación
La proliferación de «megagranjas» en España, en detrimento de las explotaciones familiares y cooperativas, está detrás de la contaminación por purines de los suelos y aguas subterráneas de amplias zonas del país. Especialmente en CC. AA. como Cataluña, Aragón y las dos Castillas.
La situación es tan grave que Cataluña aprobó en 2019 un decreto para mejorar el manejo de los purines. Además, en diciembre de 2021 la Comisión Europea decidió llevar a España ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea por la deficiente aplicación de la Directiva sobre nitratos. Estas sustancias contaminan las reservas de agua subterránea, y están detrás de desastres ecológicos como el del mar Menor por eutrofización de lagos, ríos y costas.
Desde entonces, el Gobierno y algunas de las comunidades autónomas más afectadas han anunciado o aprobado moratorias para la construcción de nuevas megagranjas o ampliación de las existentes.
Por ello, resulta en extremo chocante la airada reacción provocada por las declaraciones del ministro de Consumo entre la oposición, sus socios de Gobierno y los presidentes de Aragón y Castilla-La Mancha, solo explicable por la alta presencia del sector industrial cárnico en esas regiones.
¿Economía o bien común?
España es el primer país de la UE en censo porcino, con el 21,8 % del total de animales de los países miembros. También se sitúa como cuarta potencia mundial en producción de la industria cárnica porcina, en buena parte destinada a la exportación, solo detrás de China, Estados Unidos y Alemania.
Estamos, por tanto, ante un debate público sobre políticas agroalimentarias, trufado de intereses económicos y electoralistas que dominan el discurso por encima de la utilidad pública y del bien común de la sociedad en su conjunto y que determinan el tipo de comida que acabará en nuestros platos.
Pero los datos son contundentes. En un mundo globalizado, donde se está imponiendo este modelo industrial e intensivo de producción de alimentos, las dietas saludables son inasequibles para más de 3.000 millones de personas. Además, cerca de un tercio de la mortalidad es debida a algún tipo de malnutrición: desnutrición, obesidad o déficits nutricionales de vitaminas o minerales.
Nadie discute que la comida es un elemento necesario para la supervivencia y el bienestar de las personas. Tampoco que forma parte sustancial de la cultura de los pueblos y sociedades. Lo sabemos bien en España, donde la gastronomía ha sido encumbrada casi a una suerte de religión.
Pero comer, más allá de su evidente relación con la cultura y con el mantenimiento de nuestra vida (o quizá precisamente por ello), es un acto con una dimensión ética y política. No es algo inocuo y baladí cómo comemos, qué comemos, el ciclo de producción y distribución de la comida, cuánta comida sobra o falta o qué régimen de propiedad se aplica sobre los alimentos.
La dimensión ética y política de la comida
La plaga del hambre es esa vieja compañera de la humanidad, antigua y persistente, que ha azotado a los seres humanos en diversos momentos de la historia y que, una vez más, volvió a aumentar hasta casi el 10 % de la población mundial en 2020, con 768 millones de personas subalimentadas, 118 millones más que en 2019.
La inseguridad alimentaria moderada o grave lleva 6 años creciendo (también en España) y afecta a más del 30 % de la población mundial. El hambre no sólo provoca sufrimientos agudos del cuerpo y debilitamiento de las capacidades motrices y mentales, sino que es causa de exclusión de la vida activa, de marginación social, de angustia por el futuro y de pérdida de autonomía.
Acabamos de indicar que el hambre, en vez de reducirse, se ha incrementado. Lo inaudito es que la agricultura mundial podría alimentar a 12 000 millones de seres humanos. Esto es, prácticamente un 50 % por encima de la población mundial. Lo que es más importante, podría hacerlo de forma sostenible, a condición de sustituir buena parte de la carne de la dieta por proteína vegetal, reducir drásticamente el desperdicio alimentario y mejorar la producción, mediante un uso eficiente de fertilizantes, agua de riego y terrenos de cultivo.
El hambre en el mundo se podría evitar con los recursos actuales
De esto se deduce que el hambre no es producto de una “carencia objetiva” de bienes, ni constituye un mecanismo malthusiano regulador de la población. La causa es una distribución radicalmente desigual de unos bienes básicos como los alimentos.
El hambre no es una fatalidad, ni un problema de recursos, sino una enorme injusticia, ya que el 20 % de la población mundial consume el 80 % de los recursos.
Y esto hace que, a la par que hablamos de casi 800 millones de personas que pasan hambre, unos 2 000 millones tienen exceso de peso u obesidad. Lo describe bien el economista Raj Patel en Obesos y famélicos. El impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial, un análisis crítico de la cadena de producción, distribución y consumo de alimentos que provoca esta situación paradójica.
Esto es consecuencia de un complejo industrial agroalimentario que deja a cientos de millones de personas sin comida. A la vez que genera obesidad al fabricar, promocionar y vender bebidas y alimentos ultraprocesados, altamente calóricos y pobres en nutrientes esenciales.
Intereses económicos y financieros
Como muestra, un botón: casi dos tercios de los cereales que se producen en la UE y el 37 % de los que se producen en el mundo se destinan a la alimentación animal para la producción de carne y sus derivados que se consumen sobre todo en los países ricos, donde se desperdician enormes cantidades de comida.
Al mismo tiempo, se abandona la agricultura de consumo en los países empobrecidos, donde la producción de mijo, sorgo y tubérculos, sustento básico de su alimentación, se ha estancado debido a la falta de incentivos económicos y de medios técnicos y financieros. Igualmente, se ha reducido la producción de leguminosas y proteaginosas, ricas en proteínas y base de alimentación en muchos países del sur: guisantes, judías, lentejas, cacahuetes.
La situación se está agravando con el progresivo incremento del consumo de carne, especialmente en los países ricos –la mundialización de la hamburguesa–, que conlleva que en los países del sur se dediquen cultivos de cereales, soja y mandioca para cebo de animales, en lugar de para alimentación y la salud humana.
Y algo similar sucede con los agrocombustibles. En los últimos años ha aumentado espectacularmente el uso no alimentario de las cosechas, principalmente para la producción de biodiesel y bioetanol. Esto ha provocado un aumento de la demanda de cereales dentro de un mercado de especulación sobre los alimentos (Chicago Commoditiy Stock Change; Parworld Agriculture Classic, etc.) que dominan grandes corporaciones agroalimentarias, que tienden a confluir entre sí, estableciendo un control casi absoluto del sistema alimentario, desde las semillas hasta el plato, en muy pocas manos. Cargill, por ejemplo, agrupó sus enlaces de procesamiento y de logística en una sociedad con el gigante biotecnológico Monsanto.
La paradoja de la obesidad convertida en epidemia global
Por otro lado, la obesidad se ha convertido en una epidemia global que incrementa el riesgo de enfermedades cardiovasculares, muchos tipos de cáncer, problemas osteoarticulares, apnea del sueño, enfermedad hepática, depresión, deterioro cognitivo y mortalidad prematura.
Esta circunstancia no es fruto de la decisión individual sino de factores vinculados a la desigualdad y la injusticia: imposibilidad de acceder a una dieta saludable y equilibrada debido a los bajos ingresos, la pérdida de trabajo, la inseguridad económica o la falta de tiempo, y la carencia de entornos seguros para pasear, jugar o hacer deporte. Estas circunstancias disparan el estrés, el uso de antidepresivos, el consumo masivo de alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas, y las alternativas de ocio sedentario con pantallas que sirven de vehículo a la publicidad de ese tipo de productos.
Y todo esto sin entrar en consideraciones sobre el bienestar y el derecho a la vida de los animales no humanos (Melanie Joy se pregunta en su libro Por qué amamos a los perros, nos comemos los cerdos y nos vestimos con las vacas).
En definitiva, la alimentación es ética y política. Somos lo que comemos, y qué alimentos consumimos y cómo lo hacemos incorpora una indudable dimensión ética que demanda un ineludible debate público global.
Pliego de descargo: El contenido de este artículo es responsabilidad exclusiva de los autores y no representa necesariamente los puntos de vista del Instituto de Salud Carlos III y del CSIC.
Autores:
Txetxu Ausín, Científico Titular, Instituto de Filosofía, Grupo de Ética Aplicada, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS – CSIC) y Miguel Ángel Royo Bordonada, Presidente de la Asociación Madrileña de Salud Publica. Escuela Nacional de Sanidad, Instituto de Salud Carlos III
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.