El debate entre monarquía y república ha sido una constante en nuestro país desde el siglo XIX y en los últimos años aparentemente vuelve a estar de actualidad fruto de un nacionalismo abiertamente antimonárquico y la postura de parte de la izquierda española. Particularmente intenso ha resultado en los últimos días con graves acusaciones al Jefe del Estado por miembros del Ejecutivo.
De la lectura de los medios y de las propias declaraciones de políticos y de jueces, los hechos son los siguientes. Es tradición desde hace décadas que en el acto de entrega de los despachos de los nuevos jueces asista el Jefe del Estado, actividad fácilmente encuadrable en sus atribuciones constitucionales de “arbitrar y moderar” el funcionamiento de las instituciones. El Ejecutivo decidió que en esta ocasión Felipe VI no debía acudir a este importante evento del Poder Judicial. Las contradictorias y confusas explicaciones del Gobierno para explicar esta anomalía en una tradición apreciada por los jueces, ha dado lugar a todo tipo de interpretaciones. Ha sido precisamente esa falta de transparencia la que da pábulo a que esta prohibición ha sido parte de las negociaciones presupuestarias entre el Gobierno y las fuerzas nacionalistas catalanas, que nunca han visto con agrado la presencia del Rey en Cataluña. Los jueces protestan utilizando un argumento jurídico poderoso, el artículo 117 de la Constitución española recoge que la Justicia “se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados”. Durante el propio acto tanto el presidente del Consejo General del Poder Judicial como algunos asistentes mostraron su pesar por la ausencia del Rey Felipe VI en la Escuela Judicial de Barcelona, ciudad aparentemente prohibida para el Jefe del Estado.
El debate político y social está en la calle y a fecha de estas líneas los grandes propulsores son el Vicepresidente Segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, y el Ministro de Consumo, Alberto Garzón, con sus graves acusaciones al Rey Felipe VI de maniobrar contra el Gobierno e incumplir su obligada neutralidad política. Los partidos de ambos políticos (Podemos y el Partido Comunista de España) defienden y apoyan la sustitución del sistema de monarquía parlamentaria, forma elegida por el pueblo español conforme al artículo 1.3 de la Constitución, por una nueva República que entronque con la que estuvo vigente durante el siglo pasado.
Si bien en cualquier país democrático puede y debe discutirse sobre cualquier aspecto que afecte a la res publica, sí conviene advertir que aquellos que abogan por la declaración de una III República en España con un reconocimiento de un derecho de autodeterminación para todos o algunos de sus territorios, en ningún momento se refieren al procedimiento de reforma constitucional. El latoso Estado de Derecho, con sus formalidades, sus mayorías reforzadas y su complejidad, argumentan, tuvo como único objetivo aprobar una Constitución tutelada, que exige unos apoyos similares a los que los constituyentes aglutinaron en 1978. De ahí que el cambio de régimen hacía una nueva República no se plantea desde una reforma constitucional y directamente se apuesta por un nuevo proceso constituyente o unas elecciones plebiscitarias que evitaran la engorrosa reforma constitucional. Advierten que el procedimiento de reforma agravada, no deja de ser más que la expresión de aquella famosa frase de Francisco Franco de 1969 con motivo de la designación del entonces Príncipe de Asturias como su sucesor en la Jefatura del Estado: “todo ha quedado atado y bien atado”. A todo esto se refirió el actual Vicepresidente Segundo del Gobierno hace unos años como la necesidad de “abrir el cerrojo del 78” y sus reflexiones sobre que esta Constitución no es más que una mutación más del régimen franquista.
Las atribuciones a la Corona previstas en la Constitución más relevantes son representar la unidad del Estado frente a la división de Poderes, garantizar la continuidad histórica de España y la de proponer al candidato a Presidente del Gobierno. El objetivo último de estas atribuciones es que exista una institución que represente a la mayoría de españoles y que pueda arbitrar y moderar el funcionamiento de las instituciones, al margen de las diarias y agotadoras disputas entre partidos políticos.
A estas alturas del debate, resulta oportuno resaltar que la Corona adquiere su legitimidad dinástica no por la Ley de Sucesión de 1947 -derogada tras la aprobación de la Constitución-, ni tampoco por la designación del Príncipe de Asturias como futuro Jefe del Estado, sino por la renuncia de su padre de Don Juan de Borbón, hijo del Rey Alfonso XIII, de todos sus derechos dinásticos en favor de su hijo. Por ello resulta incorrecto afirmar que la monarquía parlamentaria tiene su origen en el franquismo. La legitimidad del Rey Felipe VI es democrática en su origen, en cuanto su nombramiento como Jefe del Estado se hizo según dispone la Constitución, dinástica, como resultado de las renuncias de su abuelo Don Juan de Borbón en favor del actual Rey Emerito, y de ejercicio, por su ejemplaridad durante su Reinado.
Sin embargo, el verdadero debate, a mi juicio, no debiera ser ese reduccionismo teórico de monarquía o república más propio de otros siglos, sino la calidad democrática de nuestras instituciones. Independientemente del sistema de elección del Jefe del Estado, lo realmente relevante será en qué medida están garantizados los derechos y libertades de los ciudadanos, el equilibrio entre los poderes del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial) o la solidaridad entre los españoles. ¿Acaso repúblicas como la venezolana o la rusa son democracias más avanzadas que nuestra monarquía parlamentaria? Evidentemente no.
Más podrían centrarse los dirigentes de los partidos políticos en mejorar nuestra democracia que en reavivar debates teóricos cerrados con éxito en diciembre de 1978. A modo de ejemplo, sugiero brevemente dos. Promover una mayor profundización en la independencia del Poder Judicial, de forma tal que los ciudadanos nos ahorremos esas pocas edificantes negociaciones en la que los partidos se reparten los asientos del Consejo General del Poder Judicial. El otro, recordar que la Constitución prohíbe el mandato imperativo de forma tal que los diputados representan al titular de la soberanía, que es el pueblo español, y no a los partidos políticos. La imposición del voto a los diputados por los partidos políticos, salvo honrosas excepciones, es práctica habitual y decisiones de gran calado para nuestra democracia se adoptan en muchas ocasiones fuera del hemiciclo por un muy reducido número de dirigentes de partidos políticos.
Son únicamente dos simples ejemplos en los que nuestros dirigentes pueden ahondar para que nuestra democracia avance y limitar la influencia de los partidos políticos en las instituciones constitucionales, como ahora pretenden con la Jefatura del Estado. Se trata de prácticas de fácil implementación y mucho más trascendentes, en mi opinión, que ese debate, más propio del ensayo teórico o la discusión universitaria, sobre monarquía o república que únicamente nos lleva a la frustración y a la melancolía.
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