«En la actualidad, lo correcto socialmente es la inacción, la socialización de la culpa para no enfrentarse a la culpa de uno mismo, el extrañamiento del mal«
En los últimos años no he podido evitar denunciar en muchas intervenciones y conferencias el estado de conformismo de las sociedades modernas y reconocer mi ofuscación por la renuncia inexplicable de ciertos grupos políticos para combatir el mal, en cualquiera de sus manifestaciones internacionales. Pongamos que hablamos de Niza.
El mal se presenta para el buenismo ideológico como una inconveniencia, como una realidad que debe esconderse, puesto que, de lo contrario, se ven compelidos a manifestarse, a tomar posición.
Hay un parteaguas entre el bien y el mal. Sí. Para quienes el maniqueísmo es una vulgar simplificación, pónganse cómodos en el sofá mientras ven la televisión porque vienen curvas. Y cuando contemplen un atentado masivo en cualquier país europeo, un degollamiento en una iglesia católica o un anormal con un rifle asesinando en un colegio en Estados Unidos tendrán dos opciones: cambiar de cadena o buscar una justificación en el capitalismo, Dios, Reagan o en el liberalismo para prestar motivación a tan deleznable acontecimiento. Y todo por no reconocer que hay un árbol genesiaco que da frutos de bien y sombras de mal.
«El europeo vive sin Dios y es obligado a constatar que vive bien. Pero también vive como si el mal no existiera, y corre peligro de acabar mal». El autor de estas palabras es André Glucksmann, filósofo francés, probablemente uno de los pensadores que más ha atinado en la detección del mal de la debilidad ética contemporánea y de la indiferencia, algo así como un nihilismo de nuevo cuño soportado por la extraña complacencia de los ciudadanos del mundo que rechazan tener que enfrentarse al debate moral del bien y del mal. Reconozco mi simpatía por Glucksmann y reconozco que hay que compartir cierto coraje para revelarse contra la indolencia actual.
Pues bien, quizá podamos encontrar algunas claves para entender este fenómeno en la obra de Dostoievski, al que, tras los atentados del 11 de septiembre de 2011, ya dedicó un libro Glucksmann bajo el título de Dostoievski en Manhattan.
«Si Dios no existe, así como la inmoralidad del alma, todo es permitido». Casi un siglo y medio después esta proposición del novelista ruso sigue presente. Probablemente más que nunca cuando la sociedad camina descreída y resuelta a evitar dilemas morales que le enfrenten al espejo de sus contradicciones más íntimas. Para Dostoievski existía una capacidad libérrima del ser humano de escoger libremente entre el bien y el mal.
En la actualidad, lo correcto socialmente es la inacción, la socialización de la culpa para no enfrentarse a la culpa de uno mismo, el extrañamiento del mal. Dostoievski da respuesta a este vaciamiento de valores por la pérdida de la referencia a los principios cristianos: «Prefiero equivocarme con Cristo que tener razón sin Él». Sin duda, es una vertiente del problema pero no la única como se verá a continuación.
Ya he indicado previamente que las sociedades débiles, incapaces de dar respuesta a sus dilemas éticos, se manejan en el arte de la socialización de la culpa, así la culpa propia es inexistente. Y como hay muchos que son además incapaces de urdir un argumento medianamente inteligente para volcar la responsabilidad en otros, tiran de manual o de periódico para reproducir el contenido de la cháchara del rebaño.
Cuando se lee o escucha el discurso rampante sobre problemas de política internacional, ya sea en Oriente Medio, o en materia de política migratoria, dan ganas de convertirse también en un nihilista, aunque sea por evitar entender estas posiciones.
No hay un ápice de verdad en muchos prejuicios, salpicados de falacias históricas y cuentos de noche de verano, pero cuidado con apartarse un centímetro de la doctrina oficial de partido, que acabas muerto. Hasta el punto llega el adoctrinamiento, que los gregarios arremeten con ensañamiento contra pueblos completos, Estados y naciones, como si les fuera la vida en ello. Y en algo les va la vida porque más de uno vive de la mamandurria de la pertenencia al grupo.
«He de decirle sobre mí mismo que soy hijo del siglo, hijo del ateísmo y de la duda, incluso hasta ahora e incluso lo sé hasta el féretro. Qué terribles tormentos me ha costado esta sed de fe, que es tanto más fuerte en mi alma cuantos más argumentos contrarios se presenten». El nuevo milenio ha arrancado también preso de la duda, del nihilismo y de la apatía e impasibilidad. Y, por eso mismo, cayeron rascacielos en Nueva York y ha habido derramamientos de sangre en Europa, ahora Niza. Y previsiblemente los seguirá habiendo. Porque existe el mal. Sí, existe el mal.
¿Pero cómo es posible que los mismos que defendían el mayor acto de libertad heroica que era defender la dignidad y la vida frente a la opresión totalitaria a principios del siglo XX, busquen coartadas de sociedad conformista para negar lo mismo en la actualidad? Entre el aleccionamiento ideológico rutinario y la cotidianeidad del buen vividor, menguan las razones para la rebeldía. Nos hemos hecho mayores y algunos no se han dado cuenta todavía.
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