Násara iahdih Said es feminista y musulmana, también refugiada. Lucha contra el patriarcado islámico y la misoginia inherente. Es saharaui y tiene 26 años de edad. Llegó a España hace doce años con el programa Vacaciones en Paz, pero no venía a pasear, a conocer la Alhambra ni el palacio de la Aljafería. No. Venía huyendo. Nació y vivía en los campamentos de refugiados de Tinduf, en el suroeste de Argelia.
En esos campamentos sobreviven decenas de miles de saharauis en las peores condiciones, algunos llevan más de 30 años en el lugar. Viven en tiendas o precarias casas de barro, sin agua corriente y sin ningún tipo de empleo. Dependen casi totalmente de la ayuda internacional para subsistir, que con los años ha ido decreciendo de manera dramática. El ACNUR y el Programa Mundial de Alimentos calculan que dos tercios de las mujeres sufren anemia y un tercio de los niños desnutrición crónica.
“En el campamento se vivía como se podía, comiendo sobre todo arroz y lentejas, nos daban un kilo por cada miembro de la familia”, dice
Los saharauis que se mantienen en sus antiguas tierras del Sahara Occidental, ahora ocupado por Marruecos, son reprimidos y encarcelados, y sus derechos humanos violados de manera sistemática. Násara insiste en que no se debe olvidar el sufrimiento de la mujer saharaui en los territorios ocupados del Sahara Occidental, que vive bajo la ocupación del régimen alauita. Es víctima de violaciones, represión, violencia, ausencia de su derecho a la justicia. “Sobrevive en la exclusión, la marginación y la ausencia de leyes que la protejan”, agregó.
Násara contra el muro inquebrantable del patriarcado
Desde niña, sin conocer el feminismo como palabra y mucho menos su significado, Násara se rebelaba y contrariaba las conductas que la rodeaban, y que después supo que eran machistas. No entendía el rol subordinado de la mujer en la sociedad islámica ni la total autoridad de la familia sobre la individualidad y el libre albedrío. La opresión. Prefería jugar fútbol que limpiar. “Me molestaba que me dijeran que por ser mujer me correspondía limpiar”. Hasta los 21 años estuvo en las islas Canarias y dice que ahí sufrió mucho racismo. “En el instituto era brutal, siempre había alguien que me recordaba a cada paso que era una mora de mierda”, reclama.
Násara es consciente de los peligros que desafía y también corre. Lucha por conseguir las libertades que les han sido históricamente arrebatadas a las mujeres musulmanas. Más que a las católicas, y ya es bastante. Su lucha es titánica, inconmensurable: el patriarcado islámico. La Fundación contra los Crímenes de Honor estima que más de 10.000 mujeres son asesinadas al año por este motivo.
Se dice fácil, pero recordemos la muerte de Qandeel Baloch. Una modelo y actriz a la que algunos llamaban la «Kim Kardashian paquistaní» y que era admirada por sus atrevidas publicaciones en las redes sociales y cuestionada por los fanáticos islamitas. Su hermano la estranguló y declaró orgulloso que no sentía remordimiento alguno. “Tenía una conducta totalmente intolerable”, dijo. Aludía las fotos, vídeos y expresiones que Qandeel colgaba en Internet a total contravía de la sociedad patriarcal islámica.
Crímenes de honor, una herencia tribal del patriarcado
Los crímenes de honor provienen de estrictas normas tribales que se mantienen vigentes en buena parte del mundo a pesar de los móviles inteligentes, de Netfix, la computación cuántica y el viaje de un cohete chino a Marte. Las mujeres son asesinadas, apedreadas, apuñaladas, lapidadas, quemadas, estranguladas por rechazar un matrimonio arreglado. Que una mujer sea sospechosa de tener un amorío es una deshonra imperdonable para la familia. La gente mostrará simpatía y hasta elogiaría a los hombres que matan a las mujeres por su supuesto honor.
También los verdugos pueden ser mujeres. Una joven profesora fue asesinada por su madre por haberse casado con la persona de su elección y no con la que la familia le había escogido. De todas maneras, el código de honor es patriarcal y, sobre todo, arbitrario y nadie conoce realmente las reglas.
Násara ha pasado mucho miedo. Continuamente recibe mensajes, insultos y amenazas. “Tengo que cuidar mucho mis palabras para no poner en riesgo mi vida y la seguridad de mi familia», admite.
Násara, feminismo sin importar lo que diga la religión
El feminismo no es una exclusividad de Occidente, de mujeres empoderadas, liberadas y emancipadas. Dentro del islam o de la religión musulmana también hay un movimiento que reivindica la igualdad de condiciones de los creyentes en Mahoma sin importar el sexo o el género. Las representantes del movimiento intentan destacar las enseñanzas de igualdad arraigadas profundamente en el Corán y promover la crítica a la interpretación patriarcal de las escrituras sagradas para la construcción de una régimen más equitativo entre el hombre y la mujer.
Násara es más radical. Considera el feminismo islámico «un movimiento que pide permiso para poder interpretar su libro sagrado y encontrar una lejana posibilidad de que se otorguen derechos y libertades a las mujeres». Su lucha, en cambio, se basa en combatir las capas opresoras perennes en la sociedad: la familia, el Tribunal Social Islámico y el sistema basado en una jerarquía vertical férrea.
«Más miedo al deshonor que a la cárcel»
El patriarcado islámico obliga a las mujeres a vivir dentro de unas conductas morales intransigentes y restrictivas. Las mujeres que no las respetan son relegadas al ostracismo, a vivir bajo el deshonor, el estigma más duro de la sociedad islámica. «Le tenemos más miedo al deshonor que a la cárcel», admite.
También cuestiona el uso del hiyab, ese velo que cubre la cabeza y el pecho de las musulmanas desde que tienen su primera menstruación en presencia de varones adultos que no sean de la familia inmediata. Násara lo considera un elemento opresivo. «Representa la máxima expresión de la misoginia impuesta por el patriarcado”. No cuestiona a las mujeres que se cubren la cabeza, su rebelión es contra el velo y la sumisión que implica, también las consecuencias que tuvo en ella usarlo. Por mucho tiempo creyó que lo usaba por decisión propia, pero se dio cuenta de que lo llevaba para proteger a su familia, en detrimento de sus derechos y de su libertad.
Násara sabe que se juega la vida por exigir sus derechos y por enfrentarse al patriarcado islámico. Cualquier fanático puede decir que con sus palabras y gestos ha mancillado su honor. Lucha por los derechos de las mujeres sin tener en cuenta lo que diga la religión. Un feminismo laico, secular. “No pedimos permiso para reinterpretar el Corán e intentar coexistir dentro de la sociedad, exigimos los derechos que nos corresponden en nuestra condición de seres humanos, con independencia de que la ley islámica los reconozca o no. Tampoco dialogamos con el Tribunal Social Islámico, lo combatimos para derribar su misoginia”, argumenta.
El enemigo está identificado y obliga a usar velo
El enemigo no es el musulmán que obliga a la mujer ir tres pasos detrás de él, viendo al suelo y enfundada en un velo. No. “El enemigo es el sistema que perpetúa las conductas que limitan a las mujeres. y los únicos beneficiados son los hombres. Disfrutan a lo largo de su vida de múltiples privilegios en detrimento de los derechos de las mujeres. Hay que derribar ese sistema”, argumenta
Násara no descansa en su lucha contra un patriarcado, que, para peor, es universal y mantiene campañas de descrédito en su contra de manera continua y salvaje. «Yo no soy una guerrera, soy una superviviente», anota.
Explica que en los países islámicos hay un sistema social, militar y político en el que son los varones quienes controlan el poder. “La coerción implanta un modo de vida que impone la feminidad en su máxima expresión, algo de lo que son conscientes pocas mujeres que lo sufren”, detalla.
Me llaman puta, loca y occidentalizada porque hablo de mis derechos
Desde Jerez, Násara participa en el Observatorio Wassyla Tamzali, una asociación que informa y da herramientas a las mujeres magrebíes que residen en España “en su camino hacia el pleno uso de la libertad individual y su emancipación”.
No por mujeres todas son amigas. “Hay mujeres islámicas que nos llaman putas y occidentalizadas. Siempre somos tachadas de locas u occidentalizadas cada que hablamos sobre nuestros derechos. Nos tachan de perversas y nos intentan silenciar a como dé lugar. Desde nuestra familia hasta la sociedad. Nos restringen cualquier pensamiento que pueda ser percibido como Occidental o transgresor. La frustración es inevitable con tantas limitaciones. Es como si nos enfrentáramos a un muro inquebrantable y todo cuanto hagamos o digamos es para que el viento se lo lleve”, confiesa con pena.
Apenas se empieza a andar contra una opresión milenaria, patriarcal.
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