Por Emilio Sáenz-Francés*
15/10/2017
*Director del Departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE
El 9 de junio de 1815 finalizaba el Congreso de Viena. Tras años de crisis y destrucción en Europa causados por la Revolución Francesa y la expansión napoleónica, los líderes de las potencias vencedoras se sentaron en la capital de Austria para diseñar prácticamente desde cero un nuevo orden internacional. Se trataba de evitar que en el futuro cualquiera de ellas pudiera convertirse en hegemónica, desestabilizando el débil equilibrio europeo que se pretendía fortalecer en el tiempo.
Aunque a corto plazo sus objetivos fuesen algo añejos, la realidad es que monarcas y sus ministros crearon un instrumento revolucionario. Un sistema de reuniones periódicas entre las potencias para garantizar la continuidad de lo acordado en Viena. Por encima de todas ellas destacaba un directorio de cuatro países, que habían sido los principales artífices de la derrota de Napoleón: El Imperio Austríaco, Gran Bretaña, Prusia y Rusia.
Este primer “Consejo de Seguridad” se arrogaba el derecho de intervenir militarmente en cualquier estado que amenazase con desestabilizar el sistema, como sucedió en España en 1823, con la invasión de los llamados Cien mil hijos de San Luis. En su estela, durante casi un siglo, hasta la Primera Guerra Mundial, se consiguió evitar un conflicto general en Europa. Un logro inédito. Pero el papel que jugaba en el continente aquel directorio ya había sido superado por su egoísmo, por la emergencia de nuevos actores, y las crisis y mutaciones que atravesaron ellos mismos, en el contexto de una constante turbulencia internacional. Su legitimidad como líderes morales se había quebrado incluso mucho antes.
Ciento treinta años más tarde –en 1945– la historia se repetía. En el alba de la era de la destrucción mutua asegurada, y con la voluntad de evitar errores del pasado, nacían las Naciones Unidas. Una organización internacional de carácter universal, creada para preservar y promover la paz en el mundo. Un trípode político compuesto por la Asamblea General –un auténtico parlamento global–, el Secretariado y el Consejo de Seguridad. Este último, de nuevo, un directorio de países, investido de poderes y capacidades inéditas en la historia. Su misión, ser la policía en una sociedad internacional atribulada y dividida. A su cabeza, como miembros permanentes, y con capacidad de vetar cualquier decisión, los cinco grandes: Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, la Unión Soviética y China (avatares de la Guerra Fría: solo fue en 1971 cuando la República Popular de China sustituyó a Taiwán en esta capacidad).
Las diferentes visiones
Más de setenta años desde la fundación de la ONU el mundo ha visto la descolonización, el nacimiento de una Europa unida, el colapso de la Unión Soviética, el auge de nuevos actores globales y el apogeo de la globalización. Sin embargo, la estructura de la organización apenas se ha visto alterada y, en lo que se refiere al Consejo de Seguridad, la inadecuación entre el exclusivo grupo de los cinco grandes y la realidad de la política internacional resulta cada vez más lacerante.
Los miembros permanentes se concentran sin excepción en el hemisferio norte. Mientras Europa cuenta con dos representantes, África o Latinoamérica son las grandes olvidadas; Asia –con su peso creciente en todos los ámbitos– reclama también una presencia más firme. La legitimidad de haber derrotado al nazismo y al imperialismo japonés no parece –ya en pleno siglo XXI– carta de naturaleza suficiente para sustentar un liderazgo global que vaya más allá de lo militar. Más aún si consideramos la ironía de que son precisamente los pujantes Alemania y Japón dos candidatos ya históricos a entrar a formar parte del club.
Desde comienzos de la década de los noventa la cuestión del aggiornamento del Consejo ha sido un tema recurrente. El grupo de trabajo responsabilizado de la tarea de explorar posibles propuestas de reforma ha pasado a ser conocido como el “Grupo Historia-Interminable”: su tarea se ha extendido más allá de los veinte años. Entre las opciones, encontramos las conservadoras, que se limitan a actualizar cuestiones de procedimiento, hasta las más sugerentes, que incluyen la creación de nuevos miembros –permanentes y no permanentes– modificando en algunos casos el criterio de veto.
También, por qué no decirlo, están los que consideran que la reforma no solo es innecesaria sino potencialmente perjudicial y que, en un mundo de realidades, la estructura actual es la más adecuada para lograr una resolución razonablemente efectiva de conflictos y crisis. Sea como fuere, si la legitimidad es aquí un concepto clave, millones en todo el mundo dirían que mantener las cosas como están puede ser un grave error que colocaría a la ONU en la estela seguida por los reformadores de Viena de 1815.
El ‘Club del Café’
Entre las opciones de reforma más pujantes destaca la propuesta del llamado G4 (Alemania, Brasil, India y Japón) que –fundamentalmente por su peso económico– plantean su entrada en el Consejo como miembros permanentes, lo que iría acompañado del aumento de los no permanentes hasta frisar los veinticinco miembros. Por razones políticas, históricas –y también de puro interés– este grupo cuenta con la frontal oposición del denominado como “Club del Café”, una heterogénea agrupación de países liderados por Italia –y entre los que se encuentra por ejemplo España– cuyos objetivos, más allá de frenar al G4, son algo dispersos.
Además de aumentar el número de los miembros no permanentes y las posibles modificaciones en el sistema de veto, a ellos se debe la propuesta de crear una nueva categoría: los miembros semi-permanentes, que formarían parte del Consejo por periodos prolongados, y podrían ser reelegidos. La Unión Africana ha hecho patentes sus pretensiones, que incluyen la entrada de dos estados de ese continente como miembros permanentes.
La 71 Asamblea General de Naciones Unidas terminó con la percepción de que por primera vez en años había una base suficientemente sólida como para promover un consenso en 2017. Es muy difícil pensar que este sea el año que cierre el ciclo, pero podría serlo de la concreción de unos mínimos acuerdos de base que permitan avanzar –por fin– de manera decidida. El pasado 21 de septiembre se celebró una reunión de los miembros del G4 tras la que sus ministros de exteriores emitieron una nota conjunta destacando que se ha llegado a un momento de madurez que permite llevar las negociaciones a otro nivel en el que se trabaje ya sobre textos concretos.
Razones para el optimismo
La palabra que inspira este artículo, legitimidad, estaba estratégicamente presente en el texto. Si el objetivo es que la ONU esté preparada para afrontar de manera creíble los retos de un siglo bien entrado ya, antes de que culmine su segunda década deberían darse pasos plausibles en ese sentido. Hay razones para el optimismo, pero la historia impele a la cautela.
Vivimos en un mundo complejo y cambiante, en el que algunos de los desafíos que afrontamos –como el cambio climático- están ligados a la terrible posibilidad de extinción de la raza humana. Si bien el Consejo de Seguridad nació para domesticar al perro de la guerra, hoy en día ya reconoce esta y otras amenazas globales a la seguridad que tristemente definen el día a día de millones de personas como parte de su responsabilidad. En lo que se refiere a sus funciones clásicas, la escalada de tensión entre Corea del Norte y los Estados Unidos da cuenta del alcance y límites del Consejo en su configuración actual.
Es muy deseable, si queremos que los ideales que inspiran la ONU no se conviertan en un eco lejano de voces extrañas, que se den pasos valientes para apuntalar la legitimidad global de la organización. Ya ha sido suficientemente vapuleada. A ello no ha ayudado lo inermes que sus miembros se han mostrado para ser valientes en su reforma. Y es que el peor de los crímenes de la ONU, como el de aquellos reformadores de 1815, sería caer en la insignificancia.