Por Alberto Silva
Las ideas de Donald Trump son muy simples. Su pensamiento tiende a reducir todo a blanco y negro. Las mujeres son bellas o feas. Los mexicanos que entran ilegalmente a Estados Unidos son todos unos criminales. Los que no son sus amigos son sus enemigos. Las cosas son buenas o malas. Por ejemplo, lo que es bueno para los demás países es malo para Estados Unidos. Por lo tanto, las importaciones, que según él benefician a los demás países, perjudican a los Estados Unidos. En consecuencia, es necesario limitar las importaciones y favorecer las exportaciones. Está reviviendo entonces el mercantilismo, una doctrina que la mayoría de los economistas pensaba que había sido extinguida por Adam Smith, justo cuando Estados Unidos declaró su independencia de Inglaterra, hace casi 250 años.
La política que quiere implantar Trump se basa en que el libre comercio es malo, al menos para los Estados Unidos, por lo que es necesario proteger al país, anulando o modificando todos los tratados de libre comercio que hayan firmado gobiernos anteriores, sean republicanos o demócratas, y obligando a los demás países a establecer relaciones comerciales más favorables para los Estados Unidos. En ese proceso, dada la importancia que tiene Estados Unidos en la economía global, las reglas del libre comercio se irán eliminando y la misma Organización Mundial de Comercio corre el riesgo de desaparecer. No importa lo que piensen sobre esto los economistas ni las instituciones como el Fondo Monetario Internacional.
Trump empresarial
Trump no cree en los objetivos superiores de paz y estabilidad mundial. Como presidente de los Estados Unidos está actuando como lo ha hecho siempre con sus empresas. Para Trump, los países, como las empresas, son competidores y es necesario vencerlos, a como dé lugar. Por ello, en su pensamiento simple, ha declarado la guerra comercial a China y a la Unión Europea y ha forzado a sus vecinos, México y Canadá, a revisar los términos del tratado de libre comercio entre los tres países de América del Norte.
La estrategia de Trump consiste en aplicar mucha presión a sus “adversarios”, para que se sientan amenazados y cedan a sus propósitos. Si no lo hacen, como ha sucedido hasta ahora, entonces aparenta negociar y buscar una solución de compromiso. Pero sólo para atacar de nuevo cuando lo considere oportuno.
Posibilidades de éxito
Los planes del nuevo presidente de los Estados Unidos podrían entorpecerse no sólo con una resistencia eficaz y coordinada de los demás países, sino con una resistencia interna, provocada por un posible debilitamiento de las empresas que pretende proteger. Entre ellas, las automotoras y las exportadoras en general, y la consiguiente destrucción de empleos. Hasta ahora, Trump cuenta con el apoyo, aunque no unánime, del partido republicano, que lo llevó a la presidencia y que tiene mayoría parlamentaria.
Sin embargo, existe el riesgo de que los republicanos pierdan esa mayoría o al menos disminuyan su poder en el Congreso. Las elecciones del próximo mes de noviembre permitirán conocer si ese riesgo realmente existe e incluso determinar si la posibilidad de reelección de Trump en 2020 está en duda. Un riesgo quizás menos probable es que la investigación en curso sobre la colusión de su campaña con los rusos, para ganarle a Hillary Clinton, conduzca a su juicio político y eventual separación del cargo.
Tenga éxito o no Trump en su guerra comercial, y aunque considere que a Estados Unidos no le corresponde resolver los problemas económicos, sociales y políticos del resto del mundo, nos debe preocupar qué puede ocurrir si la democracia y la protección de los derechos humanos se debilitan aún más, debido a la falta de interés y de cooperación de los Estados Unidos por fortalecerlos, como ha sido su política exterior desde hace más de cinco décadas. Y qué puede ocurrir si la pobreza de los habitantes de los países subdesarrollados los sigue obligando a migrar hacia los países desarrollados, incluyendo a los mismos Estados Unidos. Lo que está en juego es bastante serio.
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