Miguel Henrique Otero
Periodista/Presidente y director del diario El Nacional
Felipe VI viajará a La Habana y no la verá. No recorrerá la ciudad carcomida en todos sus costados, no verá las capas de suciedad acumulada en calles y paredes, ni tomará nota de la asombrosa cantidad de huecos en el pavimento, ventanas rotas, puertas torcidas y letreros que contienen frases huecas, trastos de un régimen del que nadie ya espera nada.
No visitará algunas viviendas de habaneros, ni se le permitirá escuchar los testimonios de cómo es la vida corriente en una economía cuyo objetivo permanente ha sido y es hacer de la pobreza un estatuto crónico. Periodistas que han visitado La Habana este año narran el deterioro irreversible, de punta a punta, de los 8 kilómetros de extensión del Malecón habanero, construido entre 1901 y 1952 -es decir, antes de que Fidel Castro se hiciera con el poder-. No verá las edificaciones ruinosas o abandonadas, la basura ya incorporada como un elemento fijo del paisaje urbano, la oscuridad como la condición irremediable en la capital de un país que carece de servicio eléctrico regular.
Tampoco verá al prometido, tantísimas veces, hombre nuevo, anunciado por Ernesto «Che» Guevara y manoseado hasta la saciedad por Fidel Castro. Recordará el lector que el hombre común se convertiría en nuevo tras el cumplimiento de ciertas condiciones, la principal de ellas, que alcanzaría a liberarse del imperialismo, condición necesaria para conquistar una vida libre y autónoma.
El único hombre nuevo en La Habana es un astuto represor
Tras seis décadas de revolución, el único hombre nuevo del que se tiene noticia es un astuto represor que, una vez que acabó con las industrias productivas de su país -la liquidación de la que era una potencia azucarera de categoría mundial, es un caso de estudio de aberración y estupidez-, se las arregló para vivir, primero, de la Unión Soviética y los países comunistas de Europa del Este, especialmente cuando se sumó, en 1971, al Consejo de Ayuda Mutua Económica -CAME- parapeto ideado por Alekséi Kosygin, entonces presidente de la URSS, para asegurar el control político de los países bajo su dominio.
Esta dependencia duró hasta los tiempos de la perestroika: entonces Cuba dejó de recibir aquellos subsidios y recursos. Tras una década de padecimientos todavía mayores, en 1999 apareció Chávez en la escena venezolana. A partir de ese momento, y hasta ahora, el hombre nuevo pasó a depender de la renta petrolera venezolana. El hombre nuevo resultó entonces un especialista en recibir subsidios y recursos producidos por otros, hacer diligencias para que les condonen sus deudas y, más recientemente, en un beneficiario de la corporación de corruptelas que es el Foro de Sao Paulo.
A diferencia de tantísimos otros visitantes, a los que Fidel Castro camelaba con los grandes logros que la revolución estaba siempre por acometer –“la zafra de los 10 millones”, “la creación del gran emporio ganadero”, “la Cuba potencia médica del mundo”, la isla que “será referencia mundial en biotecnología”-, esta es una Cuba menos vociferante, con menos recursos para sus ardides propagandísticos y con menos auditorio. Las evidencias del fracaso de la Revolución cubana son ya imposibles de ocultar.
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