José María Buil Gómez, Universidad Miguel Hernández
Una mañana de invierno en la fría Rusia de 1891, el químico Aleksander Dianin experimentó condensando dos ingredientes: acetona y unas sustancias orgánicas llamadas fenoles. Uno de los productos que obtuvo fue el bisfenol A (BPA), que para ser exactos, combina dos moléculas de fenol y una de acetona.
Rápidamente, grandes multinacionales como Bayer o General Electrics empezaron a fabricar con él desde bolsas hasta carrocerías para coches. A partir de los años 30 del siglo XX, el BPA ha sido el componente del plástico más usado en los productos de consumo humano. Los incorporan las botellas de agua y bebida reutilizable, los recipientes para almacenar alimentos, los recubrimientos internos de las latas de bebida, etc.
Su versatilidad se explica, entre otras cosas, porque mezclar BPA con epóxidos (moléculas de un átomo de oxígeno y dos de carbono, que reaccionan uniéndose a otros grupos para formar polímeros) genera nuevos materiales altamente maleables, duros y termorresistentes, de fácil fabricación y bajo costo de producción.
El consumo de bisfenoles y su salud
Pero al mismo tiempo que se generalizaba el uso de los bisfenoles, empezaban a desvelarse sus efectos nocivos sobre la salud humana. Así, entre 1930 y 1936, el científico E. C. Dodds y sus colaboradores publicaron cuatro artículos de investigación donde concluían que estos compuestos actúan como estrógenos, alterando el ciclo estral (intervalo entre ovulaciones) de las ratas de laboratorio. Eso modificaba su fertilidad y capacidad reproductiva.
En 1936, ellos mismos indicaban que se debía seguir investigando los bisfenoles. Pese a ello, 30 años más tarde, en 1957, Walt Disney construyó una casa fabricada por completo con plástico como principal atracción turística en su parque. Era el apogeo de un material que entonces gozaba del máximo prestigio.
Siguiendo el trabajo de Dodds, hoy sabemos que las moléculas de BPA actúan efectivamente sobre los receptores de estrógenos, dada su similitud con dichas hormonas. Alteran el ciclo menstrual y tienen efectos sobre el páncreas endocrino y otros órganos.
Y en los últimos años también se analiza sus efectos en el sistema nervioso de numerosas especies, desde la mosca de la fruta hasta el ser humano.
Asalto a la barrera que protege nuestro cerebro
Estudios recientes revelan un hecho preocupante: las partículas de los plásticos, con o sin BPA, atraviesan la barrera hematoencefálica de los mamíferos. La capa de células que actúa como “puerta” al cerebro, permitiendo el paso del agua y nutrientes (glucosa, aminoácidos…) y evitando la entrada de agentes nocivos.
Algunas de las moléculas de plástico que llegan a la barrera quedan imbuidas en la membrana, alterando su fisiología, mientras que otras logran cruzarla. Estas últimas alcanzan el cerebro y penetran las neuronas, con graves consecuencias patológicas.
Uno de los efectos más preocupantes atañe al desarrollo prenatal: utilizando ratones, se ha descubierto que el BPA provoca un descenso en los receptores del neurotransmisor oxitocina en los embriones. Esto provoca alteraciones en la sociabilidad durante la vida de los animales.
Investigaciones con topillos de la pradera muestran que el BPA también afecta negativamente a las neuronas que expresan la hormona vasopresina, produciendo hiperactividad, ansiedad e inhibición en la búsqueda de pareja.
En ciudadanos estadounidenses, se observó además que la exposición a microplásticos durante el embarazo tiene efectos negativos en la conducta y regulación emocional en niñas y provoca un aumento de ansiedad y depresión en niños.
Y, por último, los microplásticos se han relacionado en Europa con una reducción de hasta cinco puntos en el cociente intelectual, lo que deriva en problemas como déficit de atención e hiperactividad.
Microplásticos en el menú
¿Y cómo llegan estos compuestos a nuestro organismo? El ciclo de destrucción del plástico comienza al desecharlo. En el mejor de los casos acaba en un contenedor de basura que después llegará a un vertedero. Los que vivimos en la costa tenemos presente la imagen de gaviotas comiendo restos en el vertedero del puerto. La mayoría de su dieta consiste en fragmentos de plástico.
Los plásticos también acaban en los ríos o en el mar. Aquí se erosionan, fragmentándose en partículas microscópicas: los microplásticos, con tamaños de 0,1 micrómetros (millonésima parte de un metro) a 5 milímetros; y los nanoplásticos, por debajo de los 100 nanómetros (mil millonésimas partes de un metro). Todos estos diminutos fragmentos son ingeridos por especies marinas: desde filtradores en la base de la cadena trófica hasta grandes peces en la cúspide alimentaria.
Además de ingerirlos, se adhieren a las branquias, invadiendo sus sistemas respiratorio, digestivo, filtrador y reproductivo, e incluso el cerebro. Finalmente, estos peces acaban en nuestro plato, alegremente condimentados con microplásticos invisibles a nuestros ojos.
En el último lustro, las instituciones oficiales han tratado de frente a esta problemática. La Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) acaba de llegar a la preocupante conclusión de que el BPA en los alimentos humanos constituye un riesgo para la salud: todos los ciudadanos europeos ingerimos más cantidad de BPA diaria de la tolerable.
Límites menguantes
Con el fin de remediarlo, desde 2015 la EFSA y la Unión Europea legislan para restringir su consumo en forma de microplásticos. A principios de 2015 se estableció un límite de ingesta diaria de 4 microgramos por kilo (µg/kg) de masa corporal, y ya entonces se comenzó a limitar la cantidad de BPA presente en el plástico europeo. Los últimos datos apuntan a que gracias a esas primeras medidas se consiguió reducir la ingesta en la población.
Además, la EFSA puso en marcha entre 2017 y 2018 un protocolo de evaluación de los peligros asociados al BPA, ayudándose de un panel de expertos. La conclusión de estos trabajos es que con una cantidad de BPA de sólo 8,2 nanogramos por kilo (ng/kg) de masa corporal, el sistema inmune presenta alteraciones en la respuesta inflamatoria, autoinmunidad e inflamación pulmonar.
Por tanto, y gracias los estudios llevados a cabo desde 2015, ese primer límite de ingesta diaria de 4 µg por kg de masa corporal se ha reducido: en 2023, la EFSA ha establecido como nuevo tope la cantidad de 0,2 ng/Kg. Sin embargo, aún estamos muy por encima de ese límite. Los microplásticos siguen demasiado presentes en lo que nos llevamos diariamente a la boca.
Publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.