Mi restaurante favorito ya no existe.
Es -al igual que muchas de las cosas que amamos- una mezcla de realidad con sueño, del recuerdo con la añoranza de un futuro.
La Market Salad es una ensalada ordinaria. Mis muelas muerden el garbanzo semiduro con un toque de zanahoria rallada y la suavidad húmeda pero firme de los dulces betabeles que se mastican en el mismo bocado. El aroma de mostaza y vinagre baila con el sonido de la lechuga en proceso de trituración y las conversaciones que la metabolizan.
El restaurante en cuestión estaba localizado sobre un ático que tenía un horno de más de 100 años de antigüedad. Lo utilizaban para hornear su propio pan que yo combinaba con la mantequilla semisalada francesa que nos servían en rollos de aluminio y que mi cuchillo aplanaba al final para desuntar hasta el último gramo.
Se ubicaba en la calle Bedford. Tal vez el nombre de la primera calle que me aprendí de esta ciudad, después de La Quinta Avenida, cuyo nombre aprendí mucho antes de haberla pisado por primera vez. La contraesquina era Downing St. Esta apenas la recordé cuando escribí Bedford hace 43 palabras. Como si Bedford siempre viniera acompañada de Downing. Jaime mi amigo las pronunció y en mi memoria se quedaron las dos juntas. Como Norfolk y Rivington, la contraesquina que también albergaba otro de mis favoritos y que se quedó en algún lugar de un mapa que ya no existe.
Amaba tanto ese lugar que más de una vez fui solo a cenar. Cuando estaba separado de mi esposa y contemplábamos la posibilidad del divorcio, cuando unos años antes ahí fue donde sentimos la certeza de que estábamos enamorados, y cuando unos años después allí le anunciamos a mi suegra que se convertiría en abuela.
Ella lloró. Y yo saboreé esas lágrimas que se mezclaban con la mantequilla de ajo que se derretía encima del filet mignon, el plato fuerte que más pedía. Esa hija nació y la llevamos a cenar para celebrar el año nuevo apenas con un mes de edad en medio del invierno nevado que decoraba los ventanales en escuadra que la arquitectura del lugar siempre lucía.
Yo no soy alguien de relaciones públicas. Pero en este lugar algunos me conocían. A fuerza de verme en mis ocasiones especiales vistiendo mi abrigo favorito, el host me guiñaba el ojo como anunciando que se iba a apurar para conseguirme mesa, pero también porque sabía que no me importaba esperar en la barra con mi copa de vino.
Tomar una copa en un bar de la gran manzana tiene algo mágico. Como si pudieras ver los engranajes engranarse dentro de un reloj y escuchar las sutilezas que se producen entre los roces de tuerca y tuerca. Siempre con algo de tensión, pero también lubricación. Es mágico porque estás ahí a propósito y porque te das el tiempo de esperar a que te den mesa, o a que te mueras, sin prisa por sentarte en ella. La espera es el fin. Un bartender sabe que la vida sucede mientras lava el vaso y escucha de reojo a la mujer que le cuenta a su amiga la falta de lubricación en sus engranes.
No sé si mi memoria me engaña -la memoria es engaño en tanto que es una realidad en sí misma- pero creo recordar comer ahí hígados encebollados. Un platillo que muchos no entienden, yo tampoco, pero que funciona a la perfección. Es barato, feo y desordenado, literalmente el órgano de una vaca que descompone grasa extendido sobre tu plato, pero yo lo serviría en cualquier restaurante que aspira a las estrellas.
El restaurante tenía un hijo más pequeño a menos de una cuadra de distancia. Le llamaban The Market y fungía de tiendita para llevarte a casa los ingredientes básicos con los que en el restaurante cocinaban. Algunos quesos, el humus, los encurtidos. Y por supuesto el pan.
Había una barra donde te preparaban al momento unos toasts que costaban 10 dólares cada uno, 14 si agregabas salmón como yo, pero cada mordida valía algo que el dinero no puede comprar. Hoy pagaría $100 o $200 por esa pieza de siete centímetros cuadrados donde se contenía el universo. Saboreo la sal gruesa que Lloyd esparcía sobre mi salmón, la muerdo con mis incisivos, mis ojos se humedecen y mis células se relajan de tan solo saber lo afortunado que soy y que he sido. ¿Cuántas fotos no le mandé a Jaime cada vez que pedía el toast que él inventó? Le mandé más fotos de ese pan que de mis hijas. Con Jaime siempre hemos jugado a ser adultos que son niños. El mejor juego del mundo.
Años después vi que John Mayer grabó ahí su vídeo de Who Says. Una canción que compuso después de hacer el amor sentado desnudo al borde de su cama. Yo no sabía que ese lugar era visitado por él. Pero no me sorprende. Me da la impresión que a él también le gusta hacerse el tiempo de esperar en la barra. Él lee los acordes de sus canciones en el vaso que está en proceso de lavarse, mientras yo escucho las palabras que algún día escribiré. La música y la literatura son tensión y lubricación. Como la cocina. Y el amor. Y la memoria.
El postre llegaba siempre a su tiempo. Sin excepción pedíamos el bread pudding. Mitad nuez con plátano, mitad chocolate chip. Ni la memoria ni las palabras pueden recrear el momento en el que mi cuchara rompía el azúcar caramelizada y escarbaba lo duro y suave del pan ablandado por el helado derretido que se metía en sus comisuras. Mis papilas gustativas no solo predecían el sabor, sino que gustaban de la compañía de tantas personas que llevamos ahí para que probaran la joya de nuestra corona. Amigos, padres, nuevos conocidos. El pan ablandado hace comunión. Hace amigos a los extraños y con un poco de atención, también hace extraños a los amigos de siempre. La única forma de que la amistad evolucione.
Nadie es el mismo después de un postre, que, por no querer apantallar, te sorprende cada vez que lo repites y repites. Yo soy más de comida salada que de dulce. Pero eso es porque sé que el dulce siempre estará ahí. El postre siempre llega a su tiempo. Rememorar el bread pudding me hace confiar en mi futuro.
Cerraron primero el Market y unos años después el restaurante. Fueron las fuerzas del capitalismo que les triplicaron el precio de renta, y las fuerzas de la urbe que cambia como cambian las personas que me servían el vino, me guiñaban el ojo y me untaban el humus sobre la rebanada de pan grueso y tostado. Siete centímetros cuadrados atestiguaron los procesos que soy.
Me pregunto si fui ahí con mi cuñado antes de que muriera, si iré con mis hijas ahora que ese lugar está y no está entre Bedford y Downing. Me pregunto si iré solo y si me sentaré en el booth de la entrada que no tenía cojín y que ahora que lo pienso queda mucho mejor para uno que para dos. No así nuestra mesa favorita de la esquina que le daba a cada quien una vista directa a ambos lados de las entrecalles del mundo y de la persona que tenía enfrente.
Tenemos en casa el recetario de este lugar. Lo llevo conmigo cada vez que me mudo, aunque más para leer las recetas y despertar mis recuerdos, que para leer los ingredientes y que no se me pase ninguno el día que decida intentarlo. Me contenta evocar a los muertos.
En el libro están las fotos de nuestros platillos favoritos. Pero solo funcionan cuando cierro los ojos y siento con todo el cuerpo lo que sentía cuando de niño me acostaba en la cama de mis padres y mi mejilla reposaba en las comisuras de sus sábanas y me llegaba el aroma de sus pieles vivas. Si viera la foto de esas sábanas nada de esto sucedería.
Hojeo mis recuerdos y cual recetario quiero preservarlos. Pero un espárrago fresco se debe de consumir ese mismo día. Esa es la vida de la vida.
Al ver estas recetas, veo que sigo cultivando los ingredientes para cocinar mis platillos favoritos: amor, paciencia, soltura, expectativa, ligereza, risa. Vestir mi abrigo y sentirme privilegiado.
Estos son los ingredientes, que además de recuerdos, son los ingredientes de las entrecalles de mi presente y mi futuro.
Mi restaurante favorito existe.