Existen los hombres que, ignorando de qué manera funcionan las leyes del universo, buscan el poder sin vincularlo de alguna manera al servicio por los demás. Difícil no pensar en los políticos como primer ejemplo de este grupo, pero resulta que estas leyes son de carácter universal y no hay persona ni profesión exentos de sufrirlas en esta vida.
Todo aquel que busca ser inmortalizado en una estatua o monumento, que busca el poder, la satisfacción y la felicidad de una forma ordinaria sin incluir en ello el bien por los demás, debería entonces empaparse de estas leyes y vivir en función a ellas.
Los grandes hombres y mujeres de la historia de los cuales recordamos sus nombres y que han sido elogiados y esculpidos en estatuas y monumentos, en libros y registros, tuvieron en común el servicio que prestaron durante sus vidas. Mentes que permanecieron abiertas y que usaron su poder creativo en función de las necesidades de los demás como parte de estas leyes que han estado vigentes desde el origen de la raza humana, y que no tendrían por qué cambiar para satisfacer a unos ni a otros.
Leyes que deberían de incluirse en el pénsum de la Escuela de Derecho y de recitarse de memoria por toda la humanidad.
Para querer inmortalizar un nombre, habría entonces que aferrarse a la verdad del servicio y vivir acorde con ella. Porque el reloj de la vida no se detiene para nadie y tarde o temprano los hombres alcanzan un nivel de reconocimiento determinado por el mérito honesto y verdadero. Niveles que podrían llegar a ser muy bajos en lo común de la población mundial, cuando tan solo en este año ya habrían fallecido sesenta millones de personas y la pregunta sería ¿de cuántas sabremos su nombre?
Pero aquel que se olvida de sí mismo mientras hace el bien a otra persona y que entiende su vida como parte de una gran totalidad, ese encuentra satisfacción y alegría en las experiencias que le da la vida como parte de esta escuela de almas donde estamos todos sin preferencia. Ese grupo será recordado para siempre en los corazones de aquellos en los que hicieron una diferencia, una marca indeleble como una estrella en el cielo que dura una eternidad. Ellos pertenecen al grupo que luego se ven inmortalizados en estatuas y monumentos, que suman a las páginas de la historia en libros y enciclopedias.
Personas que han vivido bajo la ley del servicio a los demás, y a quienes guardamos honor y solemos recordar en distintas circunstancias de la vida.
Los que solo buscan los elogios y la fortuna, que se desviven por la fama, el poder y la reputación, viviendo en el engaño de que son felices, ignorantes de las leyes que condenan al que vive ensimismado, pensando y viviendo de forma egoísta y deseando un lugar, un honor o un reconocimiento, muestran al mundo su pequeñez y la necesidad de ser aleccionado como un niño.
Por el contrario, el que se olvida de sí mismo, pierde de vista todas esas cosas y está dispuesto a ayudar, y a ser creativo con su libre albedrío, mientras le sirve al todo, que lo entiende como una sola unidad. A estos hombres el universo los recompensa y los mira con grandeza, y conspira a su favor utilizando a sus propios hermanos que terminan alzándolos en sus brazos, inmortalizándolos en estatuas sobre parques y avenidas. Los verdaderos héroes de la historia, cuyo egoísmo se vuelve prácticamente inexistente.
La verdadera fama y el nombre que merece ser recordado lo han llevado aquellos que han servido a la humanidad y han encontrado el sentido de sus vidas en el mismo instante en que la han perdido por los demás. ¿Cuántos estarían realmente dispuestos a esa gran hazaña? Sería la pregunta de rigor que diera paso a una simple respuesta y al asombro de cuántos entonces se equivocan en sus razones a la hora de hacerse un nombre que perdure en la eternidad.