El prestigio cosechado a lo largo de su vida por los grandes creadores en las ciencias y en las artes, cuando se hace público, también es patrimonio de quien los aprueba, los admira o los utiliza para aprender. Por eso, quien encarna acopio de méritos que dan buena fama, cuando se trata de literatura, tiene una alta responsabilidad con sus lectores presentes y a futuro.
Lo que haga con esos reconocimientos confirma o desdice en el tiempo la calidad humana y espiritual, que en mi opinión cuenta mucho, al evaluar integralmente a un artista.
Mario Vargas Llosa, autor de Medio siglo con Borges, (colección de artículos, conversaciones, reseñas y notas) y de una obra rica y diversa, así como Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Juan Rulfo y Jorge Luis Borges, por citar a algunos, forma parte de esa generación de artistas que con su vocación y talento único se ganaron un puesto en el alma de la cultura latinoamericana y mundial. Son parte de una pléyade, cada uno con las especificidades de su obra, que supo dejar una huella inmarcesible en el mundo del arte.
Muchos de sus seguidores tienen opiniones divergentes sobre sus trabajos y sobre algunas facetas de su vida. En el caso de García Márquez, su cerrada amistad con Castro; en el de Borges, su nacionalismo militarista en sus comienzos y su visita y almuerzo con el general Augusto Pinochet. Son críticas más bien asociadas al mundo político ideológico, que nada tiene que ver en el caso de ambos con la calidad de su obra literaria. Pero son lícitas. Cada bando político se acerca o se aleja de sus vidas cuando se tocan esos tópicos.
Cuando a algún escritor le ha tocado opinar, y más allá, hacer juicio de la obra de alguno de ellos, como ha ocurrido con la de Borges, las han hecho con un desprendimiento prístino.
Es el caso de Carlos Fuentes: Mi primer libro de Borges lo compré en la librería Ateneo, en la calle Florida… Mi vida cambió. Aquí estaba al fin la conjunción perfecta de mi imaginación y mi lengua, excluyente de cualquier otra lengua, pero incluyente de todas las imaginaciones posibles; o la de Ítalo Calvino: Si tuviera que decir quién ha realizado a la perfección, en la narrativa, el ideal estético de Valery en cuanto a exactitud de imaginación y de lenguaje, construyendo obras que responden a la rigurosa geometría del cristal y a la abstracción de un razonamiento deductivo, diría sin vacilar Jorge Luis Borges.
Ningún escritor que actúa de crítico de algún colega puede utilizar para evaluarlo su propia obra y establecer comparaciones, como lo hace Vargas Llosa en su libro sobre Borges, por la misma razón que la ética de un profesional de la medicina le impide, si es cirujano, operar a un hijo o a su esposa, o a un comandante de batallón tener bajo su mando a alguno de sus hijos. La primera condición de un crítico es marcar distancia con sus inclinaciones personales para intentar limpieza y justicia.
Acontece igual con el reconocimiento obtenido por la acumulación de premios como el Nobel de Literatura, el Premio Cervantes, el Príncipe de Asturias, el Planeta, el Premio Alfaguara y muchos otros. Desde que se crearon han estado en entredicho. No hay premiación ecuánime: todas adolecen parcialmente de fallas que de alguna manera las desacreditan. En el caso del Nobel, el más prestigiado, entregado por la academia sueca, el libro Los premios Nobel de literatura de Laura Vaccaro, además de riguroso y muy bien escrito, resulta indispensable para conocer incoherencias, vicisitudes e injusticias de este galardón.
No es la premiación lo que legitima a un escritor, aunque esta ayuda refuerza, es la calidad de su literatura en el presente, cuyo veredicto definitivo pertenece al tiempo y a los lectores, que son quienes siempre tienen la última palabra. No es la letra de la música que suena hoy la que hará bailar a los devotos del mañana. Sobrevivirá solo la excepcional, la que pueda ser disfrutada a gusto por las generaciones que vendrán, por el amplio espectro de su temática, la calidad indiscutible de su prosa y la grandeza de estilo y estructura, para lo cual no cuentan premios ni doctorados.
Cuando se cree la cátedra de Meritología, los nuevos especialistas podrán ayudar a elaborar una normativa lo más integral y coherente posible que evite dislates, entre muchos otros, como los de Enrique Echegaray, en 1904; Carl Spitteler, en 1919; Gracia Deledda, en 1926; Pearl S. Buck, en 1938, y, más recientemente, el de Bob Dylan, en 2016.
Pero especialmente el primero, entregado en 1901, a René Prudhomme, entrega que todos los entendidos daban por un hecho que le correspondía al más idealista escritor y mejor pluma de su tiempo, el ruso León Tolstoi.
Es sabido que ni Homero, ni Ovidio, ni Shakespeare, ni Cervantes, ni Dante Alighieri ni Goethe recibieron reconocimientos de ninguna academia ni de editorial alguna en vida que los aclamara como clásicos en las letras. Hay nobeles bien concedidos y hay nobeles discutidos y hay nobeles que no se justifican, y son más los grandes que nunca lo recibieron que los mediocres a quienes se les ha concedido.
Digo esto porque Vargas Llosa, con todas las acreditaciones, galardones y premios, en su caso bien merecidos, que pueda tener en el campo de las letras, sustentados en una buena, prolífica y voluntariosa obra que se pasea por varios géneros literarios que incluyen con primacía la novela y el ensayo, no tiene patente de corso para cometer dislates de la naturaleza de los cometidos. En primer lugar, al enjuiciar mezquinamente la obra del escritor argentino, en un libro que debería llamarse Medio Siglo al acecho de Jorge Luis Borges en lugar de Medio siglo con Jorge Luis Borges.
En segundo lugar, el ininteligente error que comete un hombre de su talla al decir que él hubiese aconsejado a Gallimard, igual que Gide, no publicar En busca del tiempo perdido; en tercer lugar, sentirse propietario con sus apoyos del juicio político de los demócratas de América Latina y en cuarto lugar permitirse saltos de avestruz en la vida pública que rompen y desdicen de la sensatez de su vida personal y que afianzan el hombre espectáculo que de manera impecable desmanteló en su juicioso ensayo La civilización del espectáculo.
El maestro Vargas Llosa, con su buen arte de escribir y habilidad siniestra, trae a la literatura la obra de Borges para evaluarla, siempre guiado por su pertinaz petulancia, el método de la alabanza mordazmente crítica y demoledora, te reconozco y te exalto, y a su vez te denuesto para que desciendas a donde yo estoy porque no te puedo alcanzar, te abrazo y tengo el puño levantado para pegarte, te beso y luego te cacheteo para que me sientas igual, te elevo y te disminuyo para que tus virtudes desaparezcan y si lo hago con fino estilo y lo puedo hacer alternamente, combinando caricias con cachetones, mucho mejor porque salgo ileso.
¿Por qué al acecho? Por la simple razón de que, desde que lo descubrió en Francia, a principios de los sesenta, le impresionó la forma estrepitosamente solícita en que la élite francesa recibía con aplausos a aquel anciano que nada tenía que ver con la escritura comprometida que pregonaba un referente para la inteligencia de aquel tiempo: Jean Paul Sartre. Lo observaba y aguardaba cuidadosamente como el cazador a su presa para iniciar su sigiloso intento de desconstrucción del genio y la literatura borgiana. Vargas llosa ya tenía que saber de quién se trataba.
Desde el inicio es clara su intención. De entrada le declara con un pretendido poema: De la equivocación ultraísta/de su juventud/pasó a poeta criollista/porteño, cursi, patriotero/y sentimental. Documentando infamias ajenas/para una revista de señoras/se volvió clásico/ (genial e inmortal)/
A nadie que tenga la más mínima sensibilidad le es posible aceptar que la expresión anterior pudo ser escrita desde la admiración. Así después enmiende el capote para afirmar: Lo más importante que le ocurrió a la lengua española moderna y uno de los artistas contemporáneos más memorables.
En lo sucesivo, las exaltaciones vendrán acompañadas de ácidos comentarios que desvirtúan o deslucen el halago, o lo contrario, crítica encubierta que, como un edema, desinfla con hielo puesto a manera de alabanza: Narrador perfecto, de cuentos circulares, fríos y cerrados. Ensalza su cosmopolitismo y luego le da la vuelta y lo acusa de provinciano.
Cuando celebra la primera entrevista que Borges le concede en París, su dibujo del personaje, de parte del autor de La Tía Julia y el escribidor, es abrumadoramente patético: Aquel Borges que en aquella visita a París se resignó a ofrecer una entrevista al oscuro periodista de la radio y televisión francesa que era este escriba no era aún ese Borges público, esa persona de gestos, dichos y desplantes algo estereotipados en que luego se convirtió, obligado por la fama y para defenderse de sus estragos. Era todavía —óigase bien— un sencillo y tímido intelectual porteño pegado a las faldas de su madre.
¿Puede hacerse desde la admiración semejante descripción de una atención concedida por un maestro a un anónimo principiante que debió ser gentil con su agradecimiento a un escritor que ya se perfilaba como una estrella sin igual en el cosmos de las letras?
Es tal el acoso y la acritud del autor de La fiesta del Chivo con el comentario de las goteras, y la insistencia en la modesta vivienda en la que habita, en la segunda entrevista de 1981, que Borges se vio obligado a actuar en defensa propia cuando le preguntaron cómo le había ido en la segunda entrevista: Más que un periodista, me ha dado la impresión de que es un agente inmobiliario que quería venderme un apartamento más grande.
Uno de los errores más evidentes lo comete el autor de Cartas a un novelista —excelente ensayo que mucho ha ayudado a académicos y autodidactas que aspiran a escribir— cuando se vuelve juez y parte, y necesariamente concreta el acecho que mantuvo a lo largo de su vida y en el invierno de esta, cuando busca asociar por oposición su obra a la del gran maestro:
Es muy claro que el mundo de Borges no es mi mundo. Reconociendo que es una obra muy lejana, distante de mi propia obra literaria que es más realista, un realismo que no es costumbrista, sino un realismo que acepta todas las dimensiones de la realidad, incluyendo —presten atención— la fantástica de Borges. Yo soy distinto —pero me vendo con él—, pero eso no me impide admirarlo y reconocer en él un escritor extraordinario, fuera de serie y que ha hecho por la lengua, el español, una revolución sin precedente.
Y finalmente, lo que más irrita al autor y del autor de El pez en el agua es que el maestro Borges no quiera cambiar el mundo y sienta desdén por la política. Borges en un primer momento y siempre le resultó incómodo: Era una persona a la que no le interesaba la política, no tenía interés en cambiar la sociedad y más bien hacia literatura fantástica, sus preocupaciones eran el tiempo, la metafísica, las ficciones…
Igual, no tarda en otro pasaje en arremeter contra él: Agasajado y aclamado, era un hombre solitario y con miedo a los afectos. Su obra es un milagro estético del siglo, pero por exceso de razón e ideas, hay en ella algo inhumano.
Para en síntesis levantar el dedo acusador y echarlo a la jauría de su populosa audiencia: Él tuvo héroes militares en sus ascendientes; entonces, tiene simpatía hacia el mundo militar, que aparece en sus cuentos, pero también en su vida, y es algo inevitable de criticarle, porque si uno puede respetar el hecho del golpe contra el peronismo, es muy difícil respetar el hecho que aceptara la invitación de Pinochet y ser condecorado por él.
Borges se había desembarazado de la acusación de nacionalista y militarista de sus primeros años, cuando con su elegante y fina ironía había informado en una entrevista y después reiterado en muchas otras: En el mundo hay actualmente un error al que propendemos todos. Un error del que yo también he sido culpable; ese error se llama nacionalismo y es el causante de muchos males… Yo hasta hace poco me sentía orgulloso de mis ancestros militares; ahora no. Ahora ya no me siento orgulloso. Cuando yo empecé a escribir se me conocía como el nieto del coronel Borges. Felizmente, hoy, el coronel Borges es mi abuelo.
Al igual que usted, maestro, marcó distancia del castro-comunismo, luego de haber afirmado con ardorosa pasión —ni tan juvenil a los 31 años, para ese entonces—, en su discurso de aceptación del Premio Rómulo Gallegos, por La casa verde, el 10 de agosto de 1967: Dentro de diez o veinte o cincuenta años habrá llegado a todos nuestros países como ahora en Cuba, la hora de la justicia social…
Y agregaba con mucho entusiasmo: Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes (…), que el socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nuestro horror.
Todos hemos tenido alguna vez goteras en nuestra casa; todo techo se deteriora y nos percatamos de que hay que repararlo solo cuando sentimos las gotas. Lo vital es que ese cambio se lleve a cabo cuando nos percatemos como humanos del olvido, pues al final, la vida de un hombre es la vida de todos los hombres, dijo alguna vez con su modesta sabiduría el autor de El Aleph.
Todo lo que es compendio de novedad, gracia y genio sorprende, molesta, desconcierta y entierra más a la elite convencional de una época. Proust no cambia nada, pero lo remueve todo, dice uno de sus más calificados biógrafos, George D. Painter, y siguiendo a un prestigioso y conservador escritor inglés, sin darse cuenta, innovó con el suficiente ingenio como para que la gente de su tiempo no lo percibiera. T.S. Eliot decía que siempre había que tratar de introducir cambios, pero no tan grandes que la gente lo note.
El mismo Proust lo intuía cuando escribió en A la sombra de las muchachas en flor:
El motivo real de que una obra genial rara vez conquiste la admiración inmediata es que su autor es extraordinario y pocas personas se le parecen. Ha de ser su obra misma la que, fecundando los pocos espíritus capaces de comprenderla, la vaya haciendo crecer y multiplicarse… Las obras escritas para la posteridad solo la posteridad debería leerlas, igual que ciertas pinturas, mal juzgadas cuando se les mira muy de cerca.
Por eso no es de extrañar que en su tiempo Anatole France (1844-1924), a quien Proust admiraba, diría con ironía cuando le preguntaron si había leído a Proust: La vida es muy corta, Proust demasiado largo para leer. Y uno de los pacifistas de alma bella, Romain Rolland (1866-1944), autor de una de las grandes obras literarias de su tiempo, Juan Cristóbal, cometerá el exabrupto de afirmar de la prosa proustiana, para dolor de sus seguidores: El esnobismo neurasténico del andrógino en el estilo del terciopelo franco-semítico.
André Gide (1869-1951) sería el más severo de los verdugos al rechazar, siendo lector de originales para la editorial Gallimard, el manuscrito de Por el camino de Swann. También sería el más arrepentido y pagaría con muchas genuflexiones una ligereza imperdonable en un escritor de su dimensión.
Esto es lo que más molesta del dislate de un hombre de la jerarquía literaria de Mario Vargas Llosa, que se arriesga a quedar en ridículo ante la posteridad, al hacer de manera ligera y casi que con desparpajo una afirmación tan desafortunada que ha hecho temblar el templo de los clásicos de la gran literatura:
Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo (que a mí me gustan tanto).
Vale la confesión de que le haya costado terminarla, que no le guste su prosa; Milton cuesta mucho también con su Paraíso Perdido. Es lícito, son opiniones y todos las tenemos encontradas sobre muchos autores y sus obras, pero que acuse con esa petulancia muy suya al autor de frívolo, egoísta y amante del silencio solo para compararse y afirmar que el ama el mundanal ruido realmente es una payasada que lo deja mal parado.
Comprendo que hay una manifiesta diferencia de sentires, de percepciones, de visiones del mundo. El origen de ambos marca mundos radicalmente opuestos, que pudieran ayudar a explicarnos la naturaleza de su acerba y tardía crítica, como le aconteció con el maestro Borges, solo para podar mucho del brillo de estos dos grandes. La vida no explica la obra, pero sí ayuda en buena proporción a aproximarnos a su interpretación.
Quien haya leído El pez en el agua y En busca del tiempo perdido podrá percatarse fácilmente de cómo se manifiesta la calidad de vida, el calor familiar en cada uno, el rol que ocupan las mujeres en uno y otro caso y las repercusiones que esa vida tendrá en la obra de cada cual. Solo aproximaciones, pero soy un creyente en la máxima de que ternura, verdad y belleza corren en paralelo a la buena infancia que cada quien tenga.
Además, lo que sorprende de esta inesperada reacción de Vargas es que, en el año 2012, había declarado, con motivo de la presentación del comic II de A las sombras de las muchachas en flor, en el tono propio de su conocimiento y madurez: Proust trabajó por la libertad, ya que su lectura proporciona una mayor sensibilidad al ser humano y eleva el vacío espiritual. Proust lo que hizo fue crear un tipo de sensibilidad que enriqueció a muchos y generó conciencia de que existen los derechos humanos.
Por eso resulta incomprensible la arremetida verdaderamente irracional de sus afirmaciones cuando nadie las pedía y negando de una manera insólita la declaración anterior. No solo negándola, sino adoptando el papel de censor totalmente opuesto a su condición de liberal, celoso defensor de las libertades públicas y del Estado de derecho, además de presidir una de las fundaciones más emblemáticas del pensamiento liberal.
Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó su manuscrito, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide. Semejante dislate con una de las novelas de más repercusiones no solo en las disciplinas ligadas a la literatura, sino también en otros campos, nos deja anonadados. Y que de paso se apoye en el escritor André Gide, ignorando todas las antesalas, cartas y mensajes dirigidos por este a Proust en busca de perdón, para reconocer el error más grande de su vida en asuntos de apreciación literaria.
Aquí una de esas cartas dirigidas a Marcel Proust en 1914, intentando corregir su gran desatino:
Mi querido Proust. Desde hace varios días no abandono su libro; me lleno de él con deleite, me sumerjo en sus páginas. ¡Ay de mí! ¿Por qué me resulta tan doloroso amarlo tanto?
Haber rechazado este libro quedará para siempre como el más grave error de la Nouvelle Revue Francaise; y (como tengo la vergüenza de ser en gran parte el responsable de esto) una de las tristezas, de los remordimientos más dolorosos de mi vida… Lo creía —¿se lo debo confesar?— uno del grupo de los Verdurin: un snob, un mundano diletante, lo más molesto que pudiera haber para nuestra revista… Y ahora no me basta con amar este libro; percibo que siento por él y por usted mismo una especie de afecto, de admiración, de predilección singulares.
No puedo seguir… Tengo demasiado remordimiento, demasiados dolores… No me lo perdonaré jamás, y es solo para aliviar en algo mi dolor que me confieso ante usted esta mañana suplicándole que sea indulgente conmigo, más indulgente de lo que yo consigo ser. André Gide.
Testimonio escrito con mayor sinceridad y arrepentimiento difícil encontrar en la historia de las letras. No sé qué fenómeno dilatador de grandeza de alma operó en el maestro Vargas para intentar el deslave de este par genial de escritores consagrados, ya no solo en el arte de las letras, sino también referencias de utilidad para la ciencia.
Perla Sasson-Henry, profesora de la Academia Naval de los Estados Unidos y miembro del grupo Hermeneia, asociación internacional de investigación de estudios literarios y tecnológicos digitales, ha escrito un libro, titulado Borges 2.0: Del texto a los mundos virtuales, que explora las relaciones entre la Internet descentralizada de YouTube, los blogs, Wikipedia y los cuentos de Borges, que hacen del lector un participante activo —entre ellos Funes el memorioso, La biblioteca de Babel y Tlön, Uqbar, Orbis Tertius—.
En lo que se refiere a Marcel Proust, lo sorprendente de su obra —y de allí la relevancia que ha adquirido para los especialistas de los estudios de género y la Teoría Queer— es que se ha insistido en revisar y redescubrir la historia del homoerotismo femenino en libros escritos por varones que incluyen a En busca del tiempo perdido. De allí que los libros —según la profesora Luján Ferrari— Proust’s Lesbianism de Elisabeth Ladenson, Epistemología del armario de Eve K Sedgwick, el clásico ensayo de Mónica Wittig, Caballo de Troya, y Escapar del Psicoanálisis de Didier Eribon, son ejemplos de esa nueva investigación.
Todos ellos coinciden en que el retrato del homoerotismo femenino que encontramos a lo largo de En Busca del tiempo perdido es uno de los más notorios y complejos en la literatura modernista y ha cumplido un rol determinante en la formación del canon de imágenes lésbicas de la literatura.
Por otro lado, el aval de la obra de Proust se distingue altamente por la categoría críticamente severa y no convencional y exigente de quienes lo elevan. Marcel Proust ha sido estudiado desde infinidad de ángulos por incontables especialistas, investigadores y críticos literarios en sus distintas vertientes, pero también por estudiosos de otras disciplinas diferentes de la literatura. Son incontables y llenarían un espacio útil a otros fines. Entre los más emblemáticos tomaré a dos: Samuel Beckett y Roland Barthes.
Samuel Beckett, dramaturgo, crítico y poeta irlandés, premio Nobel 1969, dijo en alguna ocasión con su desazonado escepticismo: La lectura de Proust produce la fatiga del corazón, de la sangre, no de la cabeza; después de una hora, uno estará exhausto y de mal humor, pero no aturdido.
Su libro titulado Proust, escrito a los veinticinco años, fue una de sus primeras publicaciones, en una pasantía que hizo por Londres. Su tesis fundamental: el artista no crea, no inventa, no descubre la obra de arte; ella preexiste en él, y su misión principal es hacer de traductor. Nunca permitió que se editara en francés con el argumento de que sería un insulto para Proust.
El francés Roland Barthes, uno de los grandes filósofos y semiólogos del siglo XX, dirá en su ensayo El placer del texto:
Comprendo que para mí la obra de Proust es la obra de referencia, la mathesis general, el mandala de toda la cosmogonía literaria, como lo eran las cartas de madame de Sevigne para la abuela del narrador y las novelas de caballería para don Quijote; esto no quiere decir que sea un «especialista» en Proust; Proust es lo que me llega, no lo que yo llamo; no es una autoridad, es un recuerdo circular.
Hay una frase, o más bien un consejo, que nunca olvidó Proust, según sus biógrafos, la pronunció su maestro de filosofía en el liceo Condorcet, y Borges la aprendió por sí solo en el apacible silencio de la biblioteca de su padre: Para que una obra de arte tenga grandeza no basta que sea poética y moral, es indispensable que sea también metafísica.
Es aquí, en la metafísica, donde yo localizo la diferencia esencial entre la literatura de Borges y Proust y la suya, maestro. En Borges y Proust, su obra es una veta, un manantial, una caverna de donde manan interminables impresiones, prolongaciones, continuaciones, deducciones e infinitas interpretaciones para volver a empezar; da la sensación que todo el mundo tuviera velas en esos entierros.
En el tiempo ambas obras, cada una con su estructura, su prosa y su estilo, crecen, mutan y se transfiguran, como si estuvieran hechas para la eternidad, para eso que llamaba Borges la veneración de las generaciones posteriores, que se muestran unánimes a una obra con previo fervor y una misteriosa lealtad. Dele tiempo a la suya, maestro; uno no puede adivinar qué gustos y cualidades tendrán los lectores a futuro con lo poco o mucho que deja cada uno.
Borges, con su serenidad y sosiego de sabio, realizará uno de sus más bellos elogios a ningún otro escritor de la modernidad: En Marcel Proust, siempre hay sol, siempre hay luz, siempre hay matices, siempre hay estética y siempre hay alegría de vivir.
Usted, maestro Vargas, como escritor, es un equivalente a uno de los grandes maestros de la tauromaquia: Juan Belmonte. Ha tenido el arte de su primera época, capacidad para doblarse con los toros sin descomponer la figura ni alterar radicalmente la posición de sus pies. A estas alturas, cuando sus convocatorias para celebrarse son escuálidas y sin emoción, no pretenda reproducir aquellas imágenes del pasado descomponiendo su figura. Sus admiradores cobran caro los petardos en estos atardeceres donde el futuro de la fiesta está en riesgo.
La verdadera diferencia entre la política y el arte radica en que en la política se puede simular para ganar seguidores, mientras que, en el arte, el creador no está interesado en actuar para ser aceptado: todo está dentro de él y no le interesa para nada convocar o persuadir para que lo valoren. Los asuntos de la política nos atañen a todos, son temas de vida, tocan la cotidianidad y la sobrevivencia; los asuntos del arte son asuntos del alma, corresponden a la valoración estética y a las animaciones del espíritu.
“Hay quienes sienten que la política se presta a todo cuando se empieza a ejercer a la libre lejos de los celosos parámetros del servicio abnegado y escrupulosamente transparente y de los principios éticos y estéticos que deben moldear la conducta de todo hombre público”
El político necesita, tanto como del aire, del público para que lo elija y lo quiera. El artista puede prescindir de la gente; toda la aprobación de su obra es inmanente a su condición, a su sentir y a su cosmovisión. Por eso, en el arte la mayoría de quienes trabajan para gustar son folclóricos, temporales o efímeros. Las grandes obras generalmente, en un principio, no necesitan la aprobación del gran público.
En mi sentir, maestro Vargas, la mayor parte de los desacuerdos o de las irritaciones que le provocan Borges y Proust —si me lo permite, y le ruego disculpe el atrevimiento— nacen de sus impresiones políticas, de su cargada visión erótica y de cierto tufillo homofóbico que se le ha desatado en el invierno de su vida, que no declara para proteger sus ideas liberales, pero que se siente en el aliento de sus letras.
A usted, maestro, le molesta que Borges no se interese en cambiar el mundo y que Proust escriba intensamente frivolidades de su pequeño mundo en plena guerra, que las bombas incendien París y miles y miles de muertos se vayan hacinando en los campos mientras él desde su cama por las noches —soportando los asfixiantes ataques de asma— continúe escribiendo inmutable su monumental obra, En busca del tiempo perdido.
Tengo entendido que el tema del escritor comprometido, al igual que el del arte comprometido con las revoluciones, los cambios o las reformas sociales, es un asunto cancelado hace bastante tiempo, pues no existe fuerza moral ni ética que obligue a un creador a comprometerse con una doctrina que no sea la de su arte, y el arte por antonomasia es libre, es subversivo y es amoral.
No se puede hacer desde la política un juicio sobre la escritura a quienes nunca tuvieron interés en esa ciencia. Usted, que ha compartido el arte de escribir con la praxis política, sabe que el político debe tener piel de lagarto y que debe aprender a pelear en el chiquero y en la solemnidad, y no todos los escritores tienen la condición humana que demanda tal dualidad. Usted probó lo que es hacer política y salió derrotado cuando midió fuerzas con un opositor mediocre, Alberto Fujimori, sin mucha talla intelectual ni prestigio académico en el Perú de los noventa.
Debe saber entonces que, teniendo autoridad para enjuiciar los hechos políticos, sus opiniones tienen destacado peso porque sus análisis son ensayos impecables que ayudan a comprender mejor la realidad y a explicar tantos fenómenos extraños y novedosos, pero no son legados, como sí lo es la literatura que lo ha consagrado, como Ficciones a Borges y En busca del tiempo perdido a Proust. La política divide; las coincidencias en el arte casi son consensos.
Dejo constancia de que, desde que se declaró liberal, he sentido empatía con la visión política que muestra sobre la democracia y mantengo ciertas reservas con su ciego y desbocado espíritu liberal en materia económica, pero lo respeto sólidamente porque siento que en su condición liberal no hay dobleces, solo convicciones de un intelectual íntegro que se pretende útil a la causa de la libertad. Trato de ser ecuánime con las reservas intelectuales vivas que merecen ser consideradas valiosos activos humanos del gentilicio literario y artístico, en una fase de su vida en que, para beneficio de sus detractores, lamentablemente luce extraviado.
Por eso saludo declaraciones afortunadas como estas últimas: La democracia está muy de paso y el enconamiento político muy presente. El odio… es una limitante para establecer un sistema de convivencia que ayude al progreso. Pero siento y lamento que su engreimiento político vaya en progreso cuando se pretende juez de todo el acontecer político latinoamericano, pues en cada elección opina como si sintiera que la población de este continente solo esperara su juicio para acudir a las urnas a que se cumpla su santa voluntad.
Cuando se hace depositario de la última palabra del pueblo peruano, manifiesta un desprecio por la opinión de las mayorías. Cuando pide el voto para Keiko Fujimori, defenestrada en el pasado por usted como emblema de la ignorancia y la corrupción, ahora resulta que no vamos a elegir una persona sino un sistema. ¿Podría alguien explicarme cuál es la diferencia entre el sistema propuesto por la señora Fujimori, si es que tiene alguno, y el propuesto por el señor Castillo? Entiendo que su intención era sana y noble cuando se pronunció por la señora Fujimori en Perú como el mal menor. Pero eso no lo autorizaba a hacer negociaciones con una aspirante en nombre del pueblo peruano.
Su manejo político comienza a crear cierta suspicacia entre sus lectores por la facilidad con la que le es otorgado el ingreso a la Academia de la Lengua Francesa y, por oposición, las muchas trabas que encontró, por solo mencionar a una, la excelente escritora en lengua francesa Marguerite Yourcenar, por el solo hecho de ser mujer. Hay quienes sienten que la política se presta a todo cuando se empieza a ejercer a la libre, lejos de los celosos parámetros del servicio abnegado y escrupulosamente transparente, y de los principios éticos y estéticos que deben moldear la conducta de todo hombre público.
Lamento profundamente, maestro, que después de lucirse de manera brillante desmontando la Civilización del espectáculo haya caído postrado a sus pies como un emblema sofisticado de tan deplorable fiesta. ¿Qué quiere decir la civilización del espectáculo?, se pregunta usted, para inmediatamente responderse: La de un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal; este ideal de vida es perfectamente legítimo, sin duda… pero convertir esa natural propensión a pasarla bien en un valor supremo tiene consecuencias inesperadas: la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo.
Esa misma civilización del espectáculo la ha puesto en escena usted con bombos y platillos cuando ha saltado de la sobriedad del mundo del arte y de las letras a ser fiel animador cultural de la expresión más decadente de la aristocracia europea, la española, y a pretenderse galán en el frivolísimo y afectado mundo de las socialites. Insoportable y patético mundo donde se anuncia la paella que ha de comer con su pareja los sábados, las lentejas de los martes y los huevos fritos que come el galán, bien singular a los 85, que penosamente se exhibe siempre de moda y muy aplaudido en los altos círculos sociales españoles, donde no se cansa de pregonar los éxitos literarios de su vida.
Siempre he defendido el respeto a la privacidad de los hombres públicos, pero esa misma vida privada deja de ser tal cuando es exhibida explícitamente como el hermoso compromiso con una mujer con quien ha convivido a lo largo de cincuenta años en una feliz relación que guarda como legado una digna descendencia.
Inolvidable, para los amantes de la literatura y el arte, fue el día en que usted recibió el Premio Nobel de Literatura 2010. Brillante su discurso de aceptación, titulado Elogio de la lectura y la ficción, al que el diario El País de España dio una muy buena acogida, dedicándose a reseñar la parte emotiva:
El Nobel fue el primero que lloró, y ya en el folio décimo de su discurso, el auditorio le siguió… Lloró toda su familia, especialmente su esposa; lloraron sus hijos; su compañero de pupitre, el también escritor José Oviedo; su traductor al sueco, Peter Landelius; lloró por supuesto su agente editorial de toda la vida, Carmen Balcells; y lloró también parte del auditorio cuando, con voz entrecortada, recitó como un poema:
El Perú es Patricia, la prima de nariz respingada y carácter indomable… Ella hace todo y todo lo hace bien, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: Mario, lo único para lo que tú sirves es para escribir.
Es aquí donde no sientan bien los saltos de avestruz en un personaje comprometido con los valores del matrimonio y la familia, fiel expresión del ideario liberal que con tanta vehemencia ha defendido de por vida el político y aspirante a presidente del Perú.
Un líder que persuade al mundo en un escenario majestuoso a sus 75 años de que a esa edad continúa enamorado del gran amor de su vida no puede saltar, como si fuera Picasso o Hemingway, en el ocaso de su vida, de los brazos de Patricia a los brazos de Isabel. En un artista son normales esos grandes saltos; a nadie le preocupan, porque el artista no necesita ser un paradigma. Mientras que el político, por infinidad de razones, está obligado a serlo.
Una conducta amoral de un escritor pasa inadvertida, pues el escritor no vive de seguidores, no pauta la orientación de las comunicaciones, de la buena educación desde la familia y el preescolar hasta la universitaria, no legisla, no traza lineamientos de políticas culturales y orienta todas las políticas públicas.