Gustave Manet vio a su hermano Édouard Manet dos días antes de su muerte. Tenía flebitis y fue necesario que le cortaran la pierna, aunque no se le dijeron. Cuando su hermano se acercó a su cama Édouard le respondió que querían cortarle la pierna, pero que no lo había permitido y se la había quedado.
Eso fue lo que le informó Gustave a Claude Monet en un telegrama el 29 de abril de 1883. O por lo menos así se lo contó Monet a Florence Gimpel, esposa del marchante de arte parisino René Gimple. Es una historia parecida a la que seis años antes Monet le había contado al crítico de arte y empresario Féliz Fénéon, aunque en esa versión Manet se asustó cuando Monet puso su sombrero en la cama y podía lastimarle el pie.
Manet murió el 30 de abril de 1883, en la noche. Tenía 51 años de edad. Habían transcurrido 10 días desde que le amputaron la pierna izquierda para frenar la gangrena que la infectaba. Monet volvió a recibir un telegrama de Gustave, esta vez fue pidiéndole que sirviera como uno de los seis portadores del féretro con el cuerpo de su hermano.
Al pintor lo enterraron en el Cimetière de Passy el 3 de mayo y a su funeral asistieron unas 1.500 personas. No faltaron Pierre-Auguste Renoir, Edgar Degas, Alfred Sisley, Camile Pisarro ni Berthe Morisot.
Descifrando las afecciones de Manet
Durante los últimos meses de vida del pintor, la prensa había tomado como práctica informar sobre su estado de salud de manera periódica. Algunos de los relatos que hacían públicos indicaban que sufría de «una enfermedad de la médula espinal» y en otros simplemente lo describían como «flebitis».
Pero en la mañana del 20 de abril de 1883, el profesor de cirugía del hospital Beaujon Paul Jules Tillaux operó a Manet en el salón del apartamento familiar en el 30 rue de San Petersburgo. Primero extirpó el pie izquierdo gangrenoso del pintor y en una segundo procedimiento le amputó la pierna justo por debajo de la rodilla.
Bajo la influencia del cloroformo, Manet no sintió dolor y es posible que no haya sido consciente de la pérdida de su miembro. El crítico Philippe Burty, amigo del artista y otro de los portadores del féretro, señaló en su necrológica que Manet murió fue por el mismo trastorno neurológico que padeció su padre. Nunca se mencionó el término «sífilis», pero esta «herencia contaminada», como se conocía, era bien conocida.
Auguste Manet, un magistrado respetado y jefe personal del Ministerio de Justicia, sufrió una parálisis en 1857 y dejó de informar a sus despachos a finales de ese mismo año. Su jubilación oficial se dio en febrero de 1859 y en sus últimos años sufrió de paresia general, una inflamación del cerebro que le causó demencia progresiva y parálisis, síntoma común de la sífilis terciaria.
En 1860 Manet pintó un retrato doble de su padre enfermo vigilado por su esposa Eugénie-Désirée, que expuso en el Salón de 1861. Una obra que también se incluyó en la exposición Retratos del siglo (1783-1883) en la Escuela Nacional de Bellas Artes, que se inauguró cinco días antes de su muerte. Posiblemente este préstamo fue una de las últimas decisiones que tomó el pintor.
La aparición de la enfermedad
Las primeras consecuencias de la sífilis terciaria las sintió Manet entre 1878 y 1879, cuando experimentó aparentemente fuertes dolores punzantes en la pierna. Un dolor crónico que se convirtió en una condición casi permanente después de 1879. Por aquellos días su marcha era inestable y presentaba dificultad para caminar y mantenerse erguido por largos períodos de tiempo.
Además, Manet sufría de tabes dorsalis, la degeneración de los nervios de la columna dorsal, cuyo principal síntoma es la ataxia locomotora. Un trastorno neurológico que dificultaba cada vez más la coordinación de los grupos de los músculos para caminar. Sin embargo, contrario a lo que le ocurrió a su padre, Manet pudo librarse de los efectos debilitantes de la paresia y no experimentó discapacidad visual ni demencia.
Fue poco antes de cumplir los 48 años de edad cuando Manet empezó a tratar su enfermedad a través de hidropatía, fármacos y curas de reposo en Versalles y en Bellevue, a unas ocho millas al suroeste de París. Allí permanecía rodeado de médicos y de lo que hoy se conoce como practicantes de la medicina alternativa.
Durante esa etapa tomó mercurio, cloral, bromuro, morfina y láudano Sydenham, pero se volvió adicto al cornezuelo de centeno, un derivado del hongo del centeno que le habían recetado como vasoconstrictor. En marzo de 1883 Pisarro le escribió a su hijo Lucien sobre sus preocupaciones respecto a Manet. Le aseguró que Manet se encontraba a las puertas de la muerte, que había sido envenenado por la medicina alopática y estaba enfrentando una gangrena ocasionada por tomar grandes dosis de cornezuelo de centeno.
La pérdida sería importante, se iría un gran artista, pero también un hombre encantador.
Curas momentáneas, pero salvadoras
Manet probó sus primeras curas térmicas e hidropáticas entre 1879 y 1880, en clínicas de París y Auteuil. Allí le ofrecieron duchas heladas, balos hidroeléctricos y masajes que podían extenderse hasta por cinco horas. En medio de esas jornadas recibió la atención de el doctor Paul Materne, conocido por la energía que ponía en sus duchas y de varias enfermeras. Sobre ellas le comentó a su amigo de la infancia Antonin Proust. «Cuando me ven bajar los escalones de la piscina con una sonrisa en mi rostro, entonces sé que estaré fuera de peligro y no tardaré en llegar».
Émile Zola quería detalles del tratamiento hidropático y por eso Manet lo presentó en la clínica parisina de Beni-Barde, a donde fueron juntos. Pero Zola no se contentó con recibir una ducha, también tomó notas.
La condición de Manet se deterioró en la primavera de 1880. Le habían aconsejado que evitara subir escaleras siempre que fuera posible, le confesó a Stéphane Mallarmé y a Alexandrine Zola. Continuó con las duchas terapéuticas y los masajes en un centro fundado e1846 en Bellevue y lo hacía acompañado de su esposa, su madre y el grupo de pinturas y dibujos que hizo ese verano.
Ala actriz Méry Laurent le confesó que las duchas en el nuevo sitio eran una tortura. El lugar era mucho menos cómodo que el de Beni-Barde. Pero no claudicó. Contuvo las ganas de regresar a París y siguió con responsabilidad el régimen de Bellevue. Mientras, pintaba En el padre Lathuille, una obra que esperaba vender para seguir costeando el «caro tratamiento».
El verano siguiente Manet no regresó a Bellevue. Se quedó en una villa en Versalles que alquiló en julio de 1881. Planeaba pasear por los jardines de Le Notre y usarlos como escenarios para sus pinturas. No fue lo suficientemente fuerte para lograrlo.
En el verano de 1882 se mudó a otra casa, una alquilada en el pueblo de Rueil, al oeste de París. Allí se quedó haciendo vistas deslumbrantes y soleadas de los jardines hasta volver a París el 30 de septiembre de 1882. Manet aprovechó para redactar su última voluntad y testamento. Le dejó todo a su esposa, Suzanne, e instruyéndola para que asegurara que toda la herencia eventualmente llegara a su hijo Léon Leenhoff.
Creación hasta el final
Algunos de los colegas de Manet estaban al tanto de su precario estado de salud. Caminar era cada vez más difícil y no podía pintar largas jornadas de pie. Fue un período en el que recibió diagnósticos esperanzadores y varios tratamientos. Su familia y amigos cercanos controlaban y cuidaban su salud.
Y si bien no hay registro que avale que los efectos de la enfermedad incidieran en alguna debilidad en sus lienzos, las consecuencias de su sífilis terciaria son relevantes para una comprensión completa de sus últimos logros. Fue el trasfondo de Manet y la belleza moderna: los últimos años del artista, una exposición que se montó en 2019 en el Instituto de Arte de Chicago y en el J. Paul Getty Museum, con casi 90 obras que realizó entre 1878 y 1883. Se incluyó una selección de cartas ilustradas muy poco conocidas.
La ausencia de algunas ambiciosas pinturas de figuras de salón en esta exposición supuso que se le prestaría mayor atención a las obras más íntimas de Manet. Sujetos femeninos modernos de una sola figura, retratos al pastel, naturalezas muertas, paneles decorativos y acuarelas. Una producción más «feminizada» que se asoció discretamente con su mala salud. Pero con la aparición de los síntomas de su sífilis terciaria probablemente sí hubo un cambio en el proceso creativo de Manet.
A medida que se volvía más inmóvil, permanecía cada vez más confinado en su estudio y se veía obligado a pintar sentado. Ya lo recordó Théodore Duret: «Durante sus últimos años Manet estuvo prácticamente clavado a su silla».
Sin embargo, no aminoró la determinación de Manet de seguir trabajando al más alto nivel hacia el final. El trabajo que se recoge en Manet y la belleza moderna así lo confirman. Naturalezas muertas, fondos grises, decoraciones grabadas en jarrones son detalles que califican de inquebrantables. Jarrón de rosas y lilas blancas es una de las más grandes de este período.
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