- El poder del caos
El caos es mayor que el cosmos. El cosmos es espacio pequeño, el caos un gran espacio…
Carl Schmitt1
En su breve e incisivo análisis sobre el Macbeth de Shakespeare, Sigmund Freud sostuvo que el vértigo de la acción en el drama no permite un cabal desarrollo de los personajes principales y del sentido de su conducta. Por ello, Freud pone de manifiesto cierta frustración en cuanto a las posibilidades de articular una adecuada explicación de la obra, aunque adelanta al respecto reflexiones de mucho interés.
A fin de cuentas, Freud se detiene ante los enigmas que encierra Macbeth, y declara que resulta imposible alcanzar una conclusión convincente respecto a las motivaciones de sus protagonistas. Sus conjeturas proponen que las acciones de Macbeth y Lady Macbeth se vinculan a su esterilidad como pareja, a la ausencia de hijos, que defrauda sus esperanzas de prolongarse en una dinastía. Sugiere igualmente que, así como ocurre en otros dramas de Shakespeare, Macbeth y su esposa son tal vez aspectos de una sola personalidad, y funcionan “como dos partes desunidas de una única individualidad psíquica y quizá copias de un solo modelo”(2).
Macbeth es una obra muy compleja; sus laberintos en ocasiones parecen inabarcables e inagotables, y si bien los planteamientos de Freud, entre otros, contribuyen a arrojar luz, se trata de una luz limitada. Siempre es posible ir más allá y descubrir una clave interpretativa adicional, o un énfasis distinto sobre asuntos ya señalados, que sea capaz de orientarnos con otra perspectiva, revelándonos el sentido global del drama y del comportamiento de sus personajes centrales.
La clave que propondré en estas páginas se encuentra condensada en los famosos versos de la escena 5 del acto V, que aseveran que “La vida…es un cuento / relatado por un idiota, llena de ruido y furia / que nada significa”(3). Esta consideración de Shakespeare, a mi modo de ver, debe ser tomada totalmente en serio como la clave esencial del drama, y asumida como punto culminante de una argumentación acerca de la condición humana en su plena y desnuda existencia terrena, la única que nos es dado experimentar.
El relato de un idiota puede ser incoherente y absurdo, pero no es ese el caso siempre; el relato de un idiota, como los sueños, puede exhibir un sentido y expresarlo con inimitable intensidad, si profundizamos en sus vericuetos, veredas, atajos, deslices y abismos. Un idiota, como en la impactante novela El idiota de Dostoievski, puede ser instrumento de la verdad, y en este terreno, el de la exploración de nuestra condición humana, Macbeth nos transmite este mensaje: dicha condición es la de un ser “arrojado”, según el término usado por Heidegger, en medio de un contexto caótico que con mayor o menor suerte podemos intentar evadir, mas nunca apartar por completo de nuestra experiencia.
Desde el propio inicio de la obra, Shakespeare se asegura de dar al contexto, al entorno de los personajes, al “clima” del drama, un papel protagónico, abriendo la acción con una escena en la que unas brujas, unas hechiceras, unos seres extraídos de una pesadilla, encarnada no obstante de alguna forma y en alguna parte del mundo tangible, crean las bases de lo que vendrá. En Macbeth, repito, el clima del drama es el corazón del drama, y el desarrollo aparentemente insuficiente, como caracteres centrales, de Macbeth y Lady Macbeth no es tal, pues el sentido de su conducta se integra en un marco en sí mismo significativo.
El papel del contexto es fundamental, complementa la acción de los personajes y circunscribe su fatídico destino. Con impresionante maestría Shakespeare construye un ámbito de pesadilla, en el que transcurre la acción de individuos gradualmente asfixiados por el caos. Las brujas representan el caos y a su vez lo abonan en las mentes, donde ya está sembrado, y sus primeras palabras lo advierten, pues en el contexto de la obra: “Lo bello es feo (sucio, infame) y feo lo que es bello”, idea luego reforzada por Shakespeare así: “Todo es como un juguete”, ya que vivimos sumidos en “un delirio que no cesa” (4).
Caos quiere decir trastocamiento de valores, confusión y ausencia de asidero, y el Macbeth como drama se explaya en una incesante y ansiosa exhibición simbólica del caos, traducido en zozobra, alucinación y miedo. Si bien todo esto se hace bastante patente al espectador en un escenario teatral, así como al lector que acomete la obra, son las versiones cinematográficas de nuestros tiempos las que, haciendo uso de sus superiores recursos técnicos, con mayor vigor transmiten ese marco caótico, mezcla de enigmáticas modulaciones, fantasmagorías y seres sombríos, que conforman una dinámica de inequívoca maldad y permiten explicar la acción.
Pueden mencionarse, en el orden en que según creo muestran los más convincentes efectos, los filmes sobre Macbeth del director japonés Akira Kurosawa (Trono de sangre, 1957), de Orson Wells (1948), de Román Polanski (1971) y del australiano Justin Kurzel (2015). Lo que aportan estas películas, que todo estudioso de Macbeth debería tratar de ver como anexos al estudio del drama, es una más apta percepción imaginativa de una obra cuya atmósfera, repito, constituye por sí misma y en gran medida, su médula espinal.
A partir de allí es viable explicar más persuasivamente el tema del mal y su función en el drama, la evolución personal de los principales protagonistas, y lo que discutiré más adelante como el devenir nihilista, convertido en pasión autodestructiva y voluntad volcada hacia la nada, de parte de Macbeth y Lady Macbeth.
Los símbolos del caos se suceden incesantemente en el mundo de Macbeth, un mundo en el que “nada existe más real que la nada” y en el que la tierra, escribe Shakespeare, tiene “fiebre”. Esta cadena de eventos misteriosos y horripilantes arriba a su punto culminante en la escena 1 del acto IV, cuando las brujas preparan su caldero de ruindades, infamias y espantos, desplegando una verdadera colección de monstruosidades arrojadas al fuego de su cocción.
Shakespeare se asegura de que los signos del caos en el entorno, se conjuguen con las del desorden en “mentes infectas”, situación que Macbeth delata a su esposa confesándole que “¡Mi mente está llena de escorpiones, amor mío!”. La tensión generada a través de estos episodios y otros permite esclarecer un propósito que presenta a los protagonistas como seres “arrojados” a un universo espiritual carente de orientaciones firmes en el plano moral, un universo en el que nunca sabemos cierto o falso. Si “Las cosas de que hablamos, ¿estuvieron aquí / o hemos comido las malignas raíces / que vuelven prisionera la razón?” (5).
Referirse a un propósito es hablar de una posible intención del autor de Macbeth, lo cual choca con tendencias críticas que se afanan en deslegitimar las especulaciones acerca del tema. Pienso que tales líneas de análisis andan descaminadas, y que es perfectamente legítimo teorizar sobre las posibles intenciones de un autor, siempre que tales conjeturas encuentren razonable respaldo en el texto y puedan sustentarse con argumentos sólidos.
En casos como el de Shakespeare, en general, y con relación a Macbeth en particular, el derrotero que sigue el drama me convence del propósito del autor, extrapolándolo desde luego, de explicar la naturaleza humana en términos análogos, no iguales en todos los aspectos, pero sí análogos, a los que filósofos modernos como Heidegger y escritores como Camus, Sartre, Samuel Beckett y Louis Ferdinand Céline, en su obra Viaje al fin de la noche, han elaborado en sus empeños por elucidar nuestra situación existencial.
Somos capaces de apreciar Macbeth y de aventurar interpretaciones del drama, así como de tantas otras obras literarias del pasado, ya que, al igual que la épica homérica o las tragedias de Sófocles, Esquilo y Eurípides, la pieza de Shakespeare transmite mensajes que podemos captar con nuestros medios conceptuales presentes, ideas y sensaciones que estamos en capacidad de asimilar y comparar con otras que nos son familiares, y que nuestra experiencia nos ha hecho conocer directa o indirectamente.
No es cierto que “lo que llamamos ideas eternas acerca del destino, el alma, el espíritu y la muerte sean tan efímeras, que una época posterior ya no tiene verdadero acceso a ellas” (6). Semejante visión de las cosas, de atenernos a ella, cerraría las puertas a la apreciación del pasado. Me parece en cambio adecuada la reflexión de Hegel, según la cual “…el espíritu humano ha sido en todo tiempo, en general, el mismo, solo que su desarrollo se ha modificado de maneras distintas a tenor de lo diferente de las circunstancias” (7).
Lo que las obras de otras épocas nos exigen es que intentemos hallar en nuestra propia experiencia analogías, con referencia a los conflictos, angustias y aspiraciones que esas obras de otros tiempos expresan. En tal sentido, una obra como Macbeth evidencia un territorio de experiencias de lo humano que resuenan con impactante fuerza más allá de su tiempo, pues articulan dilemas que nos son familiares. De allí que haya mencionado a autores modernos y los paralelismos que se patentizan entre sus obras y el drama shakesperiano, a objeto de fortalecer la que considero una interpretación acertada de Macbeth.
Por lo ya dicho, hago ahora mías las siguientes palabras de Bernard Williams, con las que este notable pensador se refiere a los autores griegos clásicos, pero que ahora modifico aplicándolas a Shakespeare: “Cuando Shakespeare habla no lo hace meramente sobre y para sí mismo, sino que habla sobre y para nosotros” (8). Shakespeare se encuentra mucho más cercano a nosotros de lo que no pocas veces imaginamos, y a buen número de sus personajes, con especial énfasis en Macbeth y Lady Macbeth, pueden aplicarse ideas que pretendemos solo tienen vigencia en condiciones contemporáneas.
Pienso en conceptos como el de alienación, por ejemplo, que tiene que ver, en uno de sus diversos matices, con ese estado de ineliminable desamparo de tantos individuos en nuestro propio tiempo, de extrañamiento con relación a la naturaleza, a la sociedad y a sí mismos, a la sensación de encontrarse en un entorno al que no han solicitado ni consentido pertenecer y que no obstante les abruma por su sinsentido. Son conceptos elaborados en la modernidad que sin embargo contribuyen a iluminar el pasado.
La existencia experimentada como un caos proporciona el tono y constituye la sustancia de Macbeth. La fórmula que he usado para singularizar y simbolizar esta realidad humana de la obra, la fórmula que mira la existencia como “estado de arrojado”, la he tomado de Heidegger, aunque no pretendo que mi uso de la frase en este ensayo refleje a plenitud el significado que el término tiene en su gran obra Ser y tiempo.
Tomo, sin embargo, como punto central que calificar al ser del hombre como “arrojado” sugiere que nos encontramos en un mundo en el que impera una radical incertidumbre, un mundo que no existe a partir ni por medio de nosotros mismos, un mundo del que no podemos esperar obtener información convincente sobre su “de-dónde” (9).
Nuestro existir, por tanto, esa condición de “arrojados”, está desde mi óptica condicionada por los siguientes elementos principales:
En primer término, la perplejidad y la angustia ante un entorno de valores confusos o invertidos, en este mundo donde, como lo expresa otro personaje (Lady MacDuff) en la escena 2 del acto IV de Macbeth, “hacer el mal / es loable a menudo, y hacer el bien quizá se considera / como locura peligrosa”.
En segundo lugar, un miedo que acosa y no da tregua, alimentado por amenazas que se renuevan en un contexto humano y natural impredecible, pues, en palabras de Banquo, “a veces, para llevarnos seducidos a la perdición / los instrumentos de lo oscuro dicen la verdad / nos cautivan con juegos inocentes para traicionarnos”.
Y tercero, el constante reto de distinguir entre lo real y lo imaginario, entre lo que parece imponerse empujado por fuerzas inasibles, por una parte, y por otra lo que pretendemos responde a nuestras decisiones y libre albedrío.
Hablamos de una mezcla de realidades y fantasías, de turbación y desconcierto que lleva a Macbeth a decir, poco antes de toparse con las brujas en el acto I: “Jamás he visto un día tan hermoso e infame”, una frase enmarañada y desconcertante que sintetiza la percepción del caos (10).
Estar “arrojados” es entonces la sensación predominante de los personajes centrales de Macbeth, y Shakespeare se empeña en dejar claro que el tema del mal, que ocupa lugar primordial en la obra, sea vislumbrado desde la perspectiva tanto de un entorno turbio, hostil y peligroso, como del alma crecientemente turbada de los protagonistas.
Shakespeare fue un hombre del Renacimiento, con todo lo que esa época significó en términos de ruptura con la cosmovisión medieval y la apertura a un horizonte innovador, que abarcó un misceláneo acerbo de concepciones sobre el ser humano y el universo. Como señalé con específica relación a Macbeth, la modernidad de la obra impacta a través de los asuntos que trata y del modo en que los articula.
No obstante, si bien es importante resaltar el paralelismo de los temas abordados y de la evolución de los caracteres, con cuestiones análogas planteadas en obras literarias modernas, es indispensable de igual manera preservar un equilibrio y no sacar fuera de proporción las afinidades. La condición de “arrojado”, tal y como es descrita literariamente en las obras de Samuel Beckett, Sartre, Camus y Céline, por ejemplo, nos presenta una condición humana que experimenta la existencia como desamparo vital, incapaz de hallar un acomodo inteligible y un objetivo claro, en medio de la fragmentación de un entorno arbitrario.
El absurdo básico de un universo que calla y de un Dios ausente, a pesar de que a veces nos empeñemos en rehuir la dura realidad de su retirada y abandono, genera personajes como Meursault, en la estupenda novela El extranjero de Camus, deportado en el mundo, sintiéndose en el fondo inocente y en lo fundamental ajeno, frente a lo que a medias palpa como un abusivo empeño de los demás para que se justifique. ¿Por qué, ante quién, qué poder superior y legítimo otorga su derecho a juzgar a aquellos que pretenden ser moralmente superiores?
A la fragmentación y arbitrariedad del entorno se suma a la condición moderna un aburrimiento existencial, “la constatación, primero difusa y como animal, y al fin, lúcida y racional, de saber que todo el mundo se reduce a una excrecencia sobrante, sin ninguna justificación”, como lo retrató Sartre en su conocida novela La náusea (11).
Esta impresión de desvalimiento, tan característica de lo moderno, va acompañada de la desaparición de una idea de orden de valores seguro y firme, desaparición que acrecienta la condición de “arrojados” de los seres humanos, al descartar o alejar hasta lo inaprensible un asidero salvador.
¿Responde Macbeth a esta pintura de crisis existencial? Mi respuesta es que efectivamente lo hace, pero solo en parte, pues la orfandad que procuran evidenciar las obras antes mencionadas –en buena medida definitorias de la modernidad– encuentra particularidades en Macbeth, que se afincan en cierta ambigüedad, en un punto intermedio entre un orden de valores que apenas se atisba, de un lado, y del otro un caos que se abalanza como una vorágine sobre los individuos.
Como con acierto escribe René Girard, “El desorden es un concepto carente de sentido salvo si se destaca sobre el telón de fondo de un orden todavía inteligible” (12), y Shakespeare desglosa el tema del mal en Macbeth con estudiados rodeos y equívocos, en un escenario de sinuosa indeterminación. El poder del caos luce a veces avasallante, y sus efectos son fusionados con los vestigios de un orden espiritual evanescente.