José Luis Vethencourt
Solo como una concesión a la actual moda intelectual designaré como símbolo en esta nota el suceso de los tres magos prosternándose ante el niño nacido en un establo de la antigua Palestina. Ellos vinieron, según se nos cuenta, del imperio persa, más allá de la Mesopotamia. Eran magos y sabios; compendiaban, por tanto el poder y la sabiduría de aquellos tiempos. Nada menos que la astronomía, la astrología. Los poderes mágicos y quizás también la filosofía helenística.
Llegaron de aquel sitio de la Tierra en donde la tradición antigua se había mantenido intacta, pues por razones político-territoriales vino a ser encrucijada y crisol de muchas corrientes culturales que no es el caso detallar ahora. Regían allí el Avesta, el esoterismo chamánico, y los elementos helénicos incorporados por Persia después de las conquistas de Alejandro Magno. Dice la leyenda que esos tres magos, cada uno en su región, estaban esperando un suceso de gran importancia. Parece que sabían algo de lo que iba a pasar.
Aquí nos topamos con el primer asunto interesante de esta historia simbólica, acerca de la cual se repara muy poco en los tiempos presentes. En efecto, nuestros tres personajes habitaban en esa zona de la realidad constituida por el saber y el poder de lo penúltimo. Su habitáculo mental en el de esos centros de poder y conocimientos intermedios que sustentan, al parecer, muchas manifestaciones cósmicas, pero que, iguales en dignidad, prestigio y fuerza compiten entre sí de manera incansable.
La riqueza de su espíritu, la arrogancia de su conocimiento y la indudable eficacia de sus artefactos equivalían en aquella época a la de los hegelianos, lógico-positivistas, estructuralistas y demás constructores de máquinas de nuestros días.
El primer hecho interesante es, pues, que esos centros de poder y conocimiento estaban en aquel momento en contacto con una realidad más profunda y totalizante, la cual, sin embargo, no se iba a expresar como potencia mundanal. Pero viéndolo bien, no es poca cosa que la magia de la ciencia y la ciencia de la magia se inclinaran ante el hecho simplísimo de un niño pobre, totalmente desconocido.
De esta manera el símbolo nos quiere hacer entender que el súmmum del poder chamánico, teocrático y esotérico, que toda religión infracósmica y todas las potencias intermedias de la luz y la tinieblas reconocieron a ese niño como la manifestación viviente y real del centro trascendente de todos los seres, más allá del conjunto total del universo.
Es como si toda la riqueza de espíritu, todo ese aparataje de conocimientos, imágenes portentosas y poderes extraordinarios; todo ese brillo, belleza y esplendor del que sale, no fuesen nada ante el hecho simplísimo del amor. Como si la potente inmanencia del conocimiento, la riqueza y el poder del mundo se diluyeran ante el más insignificante asomo de lo trascendente.
Pero lo importante, y este es el segundo asunto de la historia simbólica, es que a través de ese niño no se ofrecía una aniquilación nirvánica de los seres, sino, por el contrario, la más perfecta armonía entre la frágil pequeñez del hombre y la impenetrable grandeza de lo eteno. Se nos ofrecía la salvación de nuestra innegable naturaleza. Aquí radica la originalidad de su buena noticia: la armonía y el equilibrio entre lo grande y lo pequeño, entre el tiempo y la eternidad.
La concreta e insignificante historia del más insignificante de los seres humanos adquiere, entonces, su verdadero sentido frente a la aterradora grandeza de lo eterno, transformada ahora en caridad. Se nos propone un amor sin obsesiones ni escrúpulos perfeccionistas que asume lo errático e inconsistente de toda existencia humana, al definirla como radicalmente imperfectible y aceptarla con su carácter inestable, claudicante y contradictorio. Sin mayores exigencias rituales, ese caridad minimiza las monstruosidades del egocentrismo, relativiza hasta lo último el más terrible de los extravíos y, en compensación, absolutiza cualquier incipiente esbozo de buena voluntad, pero no niega al hombre.
Parece fundarse exclusivamente en el amor concebido como un querer del bien del otro solamente por ese otro. Ello se acerca a lo que en breve plazo será llamado en el Evangelio «pobreza de espíritu» frente a la cautivadora riqueza de la ciencia y el conocimiento, propia del esplendoroso mundo de los centros intermedios que compiten entre sí y que hacen que los habitantes de esas potestades se extenúen en su recíproca envidia. El triunfo del uno significa la negación del otro y la perfección del uno niega la perfección del otro. Cada rey quiere, en verdad, reinar solo.
La pobreza de espíritu, característica esencial de la buena voluntad de amar, relativiza y perdona el crimen de todas esas falsas absolutizaciones y, al mismo tiempo, absolutiza de un solo golpe el más miserable de los amores genuinos. Esa pobreza, propuesta por aquel que nació en Palestina en tiempos de Octavio Augusto –quien a su vez fue la cumbre universal del poder logrado– empequeñece caritativamente todos los heroicos esfuerzos de las religiones excesivamente pobladas de dioses intermedios y de conocimientos esotéricos que solo pretenden lograr poder espiritual, prestigio y dominio del mundo.
En igual forma torna innecesaria las divinizaciones del cosmos y coloca en su sitio, como meras posibilidades del mundo psíquico, a las graciosas cuanto caprichosas deidades naturales de la antigüedad clásica, que hoy se traduce bajo el concepto de arquetipos. Se nos propone, pues, un equilibrio entre lo grande y lo pequeño, una armonía entre la fugaz historia de cada ser humano y la apabullante catarata de la vida vivida, ahora sometida atada por el compromiso amoroso, a una voluntaria historicidad. Paradójica historicidad la de lo eterno.
El intelectual contemporáneo encontrará en el símbolo de los tres sabios mago su homólogo. Sin duda, le hará mucho bien comparar la riqueza de su espíritu y la eficaz potestad a quien sirve –mansiones del narcisismo– con el acto purísimo del Dios tornado indefenso por el amor. De esta manera, aquella decoradora y pasional autoidentificación intermedia que tiraniza incesantemente su actividad mental y aniquila su frescura encontrará un instante de reposo en la pura y milagrosa abdicación a favor del eternamente Otro.