Santiago Sevilla-Vallejo, Universidad de Salamanca
Cada sociedad desarrolla unos valores que establecen el funcionamiento normativo dentro de ella, el funcionamiento que está fuera de lo esperado y de qué manera se reacciona frente a la desviación respecto de la norma.
La enfermedad mental es una desviación que a lo largo de la historia ha recibido consideraciones muy diferentes. Michel Foucault señaló que en el mundo clásico de Grecia y Roma la locura se asociaba con revelaciones de los dioses. Esta interpretación se transformó en la Edad Media, se atribuyó a las faltas cometidas por el sujeto. En el Renacimiento, la locura pasa a ser una experiencia que sirve de entrada a lo sobrenatural e irracional y se convierte en espejo deformante de la razón.
La salud mental en la Transición
Desde entonces se ha tenido una visión muy negativa de las personas con trastornos mentales. Solo de forma reciente y parcial está cambiando. Los renglones torcidos de Dios, la novela de Torcuato Luca de Tena, se publicó en 1979. Las prácticas sanitarias estaban siendo muy cuestionadas a nivel internacional y esto estaba muy presente en la España de la Transición. Al ser un momento de grandes transformaciones políticas y sociales, se produjeron reformas asistenciales y, lo más importante, se reflexionó sobre la actitud social hacia la locura en un país que durante varias décadas asumió un papel conservador y estigmatizador de la enfermedad.
Luca de Tena simuló tener un trastorno para ser internado y conocer de primera mano cómo era el trato a los pacientes. En la novela, Alicia, su protagonista, simula también tener un trastorno mental para investigar un crimen que se ha cometido en el psiquiátrico y, sin pretenderlo, descubre la deshumanización en la que viven los pacientes.
El texto ponía de manifiesto las diferencias de poder entre las autoridades médicas y los pacientes psiquiátricos. Esta asimetría hacía que los pacientes pudiesen ser internados contra su voluntad si un familiar lo solicitaba y estaba autorizado por un médico. En el caso de Alicia, su marido y un médico de confianza consiguen su internamiento y ella no puede hacer nada para salir. No importa para nada su criterio como paciente.
A lo largo de la narración, asistimos a distintos abusos que convierten a los pacientes en objetos dominados por la ciencia más que en sujetos con una historia propia. Por ejemplo, La Duquesa de Pitiminí sufre de episodios de manía delirante en los que tiene una fuerte personalidad y mucho que contar. Cuando la tratan con psicofármacos, desaparecen sus delirios pero también sus iniciativas y su capacidad para hablar. Es un ejemplo claro de una paciente a la que el sistema dominante reduce a la pasividad física y discursiva.
En los casos en los que los medicamentos no funcionan, los médicos pasan a aplicar terapias por electrochoque o de choque con insulina inmediatamente. El tratamiento se enfoca como si el problema fuera enteramente fisiológico. Solo se considera cómo se siente y piensa el prototipo del trastorno diagnosticado y no cómo se siente y piensa el sujeto concreto que lo sufre.
El sujeto y la enfermedad mental
En el texto, muchos de los diagnósticos estereotipan a quienes los sufren porque los médicos no ven pacientes, solo trastornos. Así, Alicia señala que los sanitarios tratan de hacer una “geometría del estudio del alma”, simplificando “lo que es tan variado, tan complejo, tan interesante y tan grande… como… como el espíritu”.
Teodoro Ruipérez, el médico que recibe a Alicia, se refiera a ella como reclusa y no le permite expresarse. Y Manuel Alvar, un joven director que trata de tomar medidas para que el manicomio se transforme en centro de rehabilitación, oponiéndose a la despersonalización, se debe enfrentar a la mayor parte del equipo sanitario.
Parafraseando a Foucault, el psiquiátrico era una institución más de dominio sobre la población, que perdía cualquier capacidad de defenderse frente a sus facultativos. Esto podía ser utilizado para aislar y controlar a personas que no respondían al ideal social. El resultado era la imposición de una identidad socialmente establecida frente al rechazo de otras identidades expulsadas a los márgenes o destrozadas para garantizar la cohesión social.
En la actualidad, esa relación asimétrica se ha reducido de distintas maneras. El psiquiátrico ha dejado de ser un lugar de reclusión para convertirse en un lugar de tratamiento e interacción social en el que los pacientes tienen cierta autonomía. No obstante, la idea de base de que el trastorno mental es algo que ha de ser apartado no ha variado.
Con el desarrollo de los psicofármacos y su difusión como tratamiento, muchos investigadores señalan que su empleo es excesivo y no está bien justificado. En ocasiones, la medicación puede ser muy beneficiosa, pero no debe impedir que el médico conozca la identidad de su paciente o que este se conozca a sí mismo. El exceso sucede, por lo tanto, en aquellos casos donde se administra (o autoadministra) un psicofármaco para no experimentar malestar y no se permite llegar a la raíz del problema.
Narradores de sus vidas
En Los renglones torcidos de Dios se presenta a los enfermos como “tristes desechos de la humanidad”, personas menos valiosas que los que no están enfermos. Hoy en día no se dice tan abiertamente, pero es frecuente que se considere a quienes tienen trastornos mentales como más agresivos que el ciudadano medio, lo cual no responde a los estudios empíricos que se han realizado.
Paul Ricoeur, en el artículo “La vida: un relato en busca de narrador”, señala que tanto los personajes como las personas empleamos la narración para definir nuestra identidad, es decir, cuál es nuestro relato y qué relaciones tenemos con otras personas dentro de una trama real. Por ello, una persona rica psicológicamente es aquella que se hace preguntas y toma las riendas como narradora de su vida.
Los renglones torcidos de Dios expone los prejuicios que afectan a quienes tienen trastornos mentales y que nos impiden escuchar la narración que hacen de sus vidas.
Santiago Sevilla-Vallejo, profesor ayudante doctor en Didáctica de la Lengua y la Literatura, Universidad de Salamanca
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.