Por Gonzalo Toca | Ilustración: Luis Moreno
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La complejidad del ‘Brexit’ es mucho más espesa que la sangre. Las emociones, los prejuicios ideológicos y los tópicos no sólo no sirven para entender lo que está ocurriendo, sino que enturbian el análisis y nos llevan a sacar conclusiones erróneas. Es cierto que las emociones, los lugares comunes y la ideología ofrecen certezas que nos relajan, pero no se puede confundir la tranquilidad con la realidad. Vivimos en un mundo real; no en un mundo tranquilo.
En las últimas semanas se ha escuchado que el Reino Unido saldrá con seguridad de la Unión Europea, que es poco menos que inevitable la estampida de muchas de las entidades financieras de la City, que la plataforma a favor del Brexit era un ejemplo clásico de movimiento populista, que el gran culpable de esta crisis no es otro que David Cameron y que la brecha generacional entre viejos y jóvenes y un fuerte brote antiglobalización explican en gran medida el resultado de la votación del 23 de junio. Pero todas estas afirmaciones son mucho menos ciertas de lo que parecen.
Para empezar, es falso que el país vaya a salir con seguridad de la Unión Europea a partir de la caída de Cameron en octubre y de su reemplazo por un conservador que defienda el divorcio con Bruselas como si le fuera la vida en ello. Ésa es sólo la opción más probable y ni siquiera lo es por goleada. Quedan, por lo menos, otras dos.
La primera la dibuja con trazo firme Salvador Llaudes, investigador del Real Instituto Elcano. Según él, no debemos olvidar que “el referéndum no es vinculante, que una iniciativa popular que exige al parlamento que lo repita superó [en la primera semana desde que se anunció el resultado] los tres millones de firmas y que la Cámara de los Comunes, que es mayoritariamente contraria al Brexit, es la que tiene que otorgar el mandato al Gobierno para que inicie el proceso de separación”.
Dicho de otra forma, el Parlamento británico puede negarse perfectamente a acatar el resultado del referéndum y a forzar la convocatoria de elecciones tras el relevo de Cameron. En esas elecciones, para que empezase a concretarse el Brexit, debería salir una mayoría a favor de la ruptura.
El segundo escenario alternativo es que, dado que el proceso de divorcio puede extenderse durante años e incluso décadas, la situación se podría alargar lo suficiente para que el bando del Brexit deje de superar ligeramente el 50%. En pocos meses, la población tendrá motivos para recapacitar: los analistas de UBP, Norman Villamin y Patrice Gautry, creen que Reino Unido va directo “a una recesión técnica en el segundo semestre de 2016 y en 2017 debido a una contracción del consumo y a una caída en la inversión”. El desempleo, según sus cálculos, también aumentará.
Otra gran afirmación que escuchamos sin cesar es que el Brexit vuelve casi inevitable la estampida de buena parte del sector financiero de la City. La realidad es que todo depende, principalmente, del tipo de acuerdo que alcance Londres con Bruselas, porque no es lo mismo adoptar el modelo noruego o el privilegiado modelo suizo, y del tiempo que dure la incertidumbre, una situación que, como recuerda Virginia Pérez Palomino, responsable de renta variable de Tressis, “los mercados aborrecen”.
También depende, por supuesto, de la parte del sector financiero de la que estemos hablando –las grandes compañías de seguros locales y los fondos de inversión globales apenas se ven afectados–, de los incentivos que les ofrezcan hubs rivales como Dublín, París o Ámsterdam y de la posibilidad que tengan las empresas extracomunitarias de conservar los llamados ‘derechos de pasaporte’. Esos derechos son los que les permiten operar en cualquier estado de la UE desde sus oficinas en Londres.
La plataforma a favor del Brexit tampoco es, como se ha dicho, un ejemplo clásico de movimiento populista. Santiago Míguez, profesor titular de Ciencias Políticas en la Universidad de La Coruña, explica así los tres elementos que debe tener todo movimiento populista: “El liderazgo carismático y unánime de una persona, la apelación directa a un pueblo virtuoso, idealizado y que corre peligro por culpa de las élites y la promesa de superar las instituciones de forma radical aunque luego se deje todo como está”.
Es verdad que se han lanzando en tromba contra las llamadas élites y algunos colectivos de inmigrantes, pero también lo es que el Brexit no ha tenido ningún líder carismático ni único, que la apelación al pueblo virtuoso la han compartido los dos bandos que se disputaban el referéndum y que el discurso del miedo, según Nuria González Campañá, una profesora asociada de ESADE que está realizando su tesis en la Universidad de Oxford, ha sido mucho más central en la movilización de los que defendían la permanencia en la UE que en la de sus adversarios. En cuanto al desbordamiento de las instituciones, la situación tampoco está clara: las huestes ‘separatistas’ se oponen justamente a que Bruselas siga desbordando, superando y vaciando de soberanía a las instituciones nacionales.
Tampoco se puede afirmar que el gran culpable de esta crisis sea sobre todo y esencialmente David Cameron. Tony Blair ha reconocido que el Partido Laborista no hizo lo suficiente para persuadir a los simpatizantes y el actual líder de la formación, Jeremy Corbyn, perdió a finales de junio y de forma abrumadora una moción de confianza en parte por su actuación durante la campaña. Xavier Casals, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Ramon Llull, apunta que además “el UKIP [el Partido de la Independencia del Reino Unido que impuso el Brexit en la agenda política] superó el 27% de los votos en las últimas elecciones europeas y fue la cuarta fuerza política en las generales de 2015”. Buena parte de la sociedad, lo quisiera o no Cameron, bullía y chapoteaba en un descontento fuera de su control.
Las sensibilidades, la rabia, el temor y los intereses de los euroescépticos apenas fueron tomados en serio por Bruselas y los líderes de los distintos estados comunitarios hasta que fue demasiado tarde. Bruselas olvidó la dolora lección de 2005: el ‘no’ a la llamada ‘Constitución Europea’ de Francia y Holanda y la forma en la que tuvo que posponerse el referéndum en Reino Unido y cancelarse en Irlanda para evitar una debacle. Cabe preguntarse por qué, en los últimos diez años, cada vez que la población se ha expresado directamente sobre el rumbo de Europa, se ha producido una crisis, y por qué siempre se le ha echado la culpa primero a quien había pedido opinión a la población y después, mucho después, a quien no había sabido entusiasmarla o convencerla.
A los euroescépticos en general y a los del Reino Unido en particular, se les ha tratado en los últimos años como xenófobos, ignorantes, chovinistas o hooligans, y se los ha excluido así del debate público y de las tribunas de los medios de comunicación ‘respetables’. Mientras tanto, sus argumentos extremistas echaron raíces en millones de conciencias sin que se les opusieran otros argumentos; sólo se les oponían el desprecio y la risa.
No se quiso reconocer que había entre ellos también miles de ciudadanos formados y sensatos que veían, como recuerda González Campañá, “que la globalización había dejado a mucha gente atrás y que las prestaciones sociales habían empeorado”. Muchos progresistas también observaban que Bruselas ya no garantizaba como antes el estado del bienestar frente a los ‘ataques’ de Londres, que es lo que había ocurrido con Margaret Thatcher, sino que igual podía ocurrir justo lo contrario. Mientras tanto, los líderes políticos nacionales no dejaban de echar la culpa a Europa de muchas de las decisiones que ellos mismos negociaban y que a veces terminaban perjudicando a la clase media. Esos dirigentes convirtieron durante años a Europa en el problema y a Reino Unido –a ellos mismos– en la solución.
La última afirmación rotunda sobre el Brexit viene a ligar casi directamente el resultado con la brecha generacional entre viejos y jóvenes y la creciente antiglobalización de la sociedad británica.
Hay que recordar que la hipótesis sobre la brecha generacional se basa esencialmente en encuestas, porque el voto es secreto. Incluso si se asume que los datos del sondeo de referencia YouGov (en el que dos tercios de los menores de 34 años dijeron haber votado en contra del Brexit) son concluyentes, queda por explicar, primero, por qué según el sondeo de Sky News votaron menos de la mitad, y segundo, hasta qué punto se puede dar por hecho que los que no votaron habrían actuado en el mismo sentido que los que sí lo hicieron.
Tampoco es obvio que el referéndum sobre el Brexit se haya convertido en una moción fabulosa en contra de la globalización. Para empezar, porque en las filas de los euroescépticos británicos se ha defendido durante décadas el libre comercio internacional, porque ése ha sido el mensaje en una de las principales plataformas de la campaña (según voteleaveandtakecontrol.org, la ruptura les permitiría “negociar nuevos acuerdos con países como India, que representa el futuro del crecimiento global, mucho más rápido de lo que puede o quiere la tortuga de la Unión Europea”) y porque algunos de sus líderes más destacados, como Boris Johnson en su discurso del pasado 9 de mayo, también se han manifestado en ese sentido.
Lo que realmente han defendido muchos de los partidarios del Brexit ha sido recuperar la soberanía que transfirieron a Bruselas para que los tratados comerciales que firmen a partir de ahora se ajusten a sus intereses. Desean globalizarse, pero no a través de la Unión Europea. Quieren formar parte del mundo pero hacerlo a su manera… igual que tantos otros países como Estados Unidos, Japón, China o Suiza, de los que nunca diríamos que son hooligans antiglobalización. Las etiquetas y los mitos son peligrosos.