Aser G. Rada /SINC
Si ha sido fiel a sí mismo y, como reconoce, prefiere hacer senderismo a escribir, el periodista y ensayista Richard Louv (1949, Nueva York, EE UU, ) ha recorrido muchos bosques porque a los 73 años ha publicado 10 libros en 24 países para promover un movimiento internacional que reconecte a las personas con la naturaleza. En el libro Los últimos niños en el bosque —publicado por primera vez en 2005 y editado en España por Capitán Swing (2018)—, lanza la idea de que para salvar el ecologismo y la naturaleza se debe salvar una especie en peligro: “el niño en la naturaleza”.
Cofundador y presidente emérito de Children & Nature Network, organización sin ánimo de lucro que persigue ese objetivo, Louv acuña en el ensayo —con afán didáctico, más que diagnóstico— el concepto de “trastorno por déficit de naturaleza”. Espera llamar la atención sobre los problemas de salud a los que contribuye la creciente desconexión con el mundo natural. Entre otros, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad, la obesidad infantil, la disminución de la creatividad o la depresión.
Originario de Brooklyn, pasó su infancia en los suburbios de Kansas City. “Detrás de mi casa había un enorme maizal y más allá el bosque, donde pasaba la mayoría del tiempo con mi perro Banner”, relata por videoconferencia desde su actual residencia en un bosque cerca de Julian, un pequeño pueblo en las montañas de San Diego (California). “A 4.200 pies, así que tenemos nieve y pumas”, añade.
Louv, que quiere involucrar a familias, urbanistas, políticos o pediatras en un urbanismo verde que desarrolle “ciudades ricas en naturaleza”, se pregunta cómo serán los ecologistas que crecen bajo la amenaza de la emergencia climática. “Al faltarles experiencia directa de naturaleza, los niños empiezan a asociarla con el miedo y el apocalipsis, no con la alegría y el asombro”, afirma. Invoca una “esperanza imaginativa” que ayude a “encontrar o redescubrir el sentido de la alegría, el entusiasmo y el misterio”.
¿Niñas y niños tienen menos contacto con la naturaleza que nunca?
Podría ser. En lo más profundo de nuestra especie hay algo que necesita tanto ese contacto que al final lo conseguirá. Nunca es tarde para empezar, está en nosotros. Edward O. Wilson, un gran biólogo de Harvard recientemente fallecido [considerado «el padre de la biodiversidad y de la sociobiología»], habla de la biofilia. La hipótesis de que estamos programados para necesitar la naturaleza. Está en nuestros genes y si no la tenemos, no nos va tan bien. Forma parte de nuestra humanidad.
¿Qué es la naturaleza en la época del Antropoceno?
Mi amigo y gran ecofilósofo Glenn Albrecht [profesor de sostenibilidad en la Universidad Murdoch, en Australia] dice, y lo comparto, que nos saltemos el Antropoceno y vayamos directamente a lo que llama el Simbioceno. A vivir en armonía con el resto de la naturaleza. Darnos cuenta de que nuestras vidas dependen de otros animales y plantas y de que sus vidas dependen de nosotros. No pensar que somos el centro y tenemos el control total de todo. Podemos mejorar las cosas para todas las criaturas porque somos muy poderosos y las demás criaturas mejorarán las cosas para nosotros en reciprocidad.
¿Cómo ha evolucionado la investigación sobre el “trastorno por déficit de naturaleza”?
Siempre procuro decir que no es un diagnóstico médico. En 2005 muy poca gente hablaba de la desconexión de los niños con la naturaleza y para generar debate debía utilizar un término que no gustase a todos. Cuando escribí Los últimos niños solo pude encontrar unos 60 estudios que me parecieron fiables sobre esa desconexión y sus efectos, y sobre los beneficios del contacto con la naturaleza. ¿Cómo es posible que haya tan poca investigación sobre algo tan fundamental como nuestra relación con la naturaleza? El mundo académico lo había ignorado. Hoy, la página web de Children and Nature Network, tiene una base de datos de las investigaciones que hemos encontrado, más de 1.200. Debo resaltar que los 60 primeros estudios eran acertados y que la tesis del trastorno por déficit de naturaleza es real. Por ejemplo, un estudio realizado en 400 colegios de Massachusetts que introdujo la naturaleza en la escuela o sacaron a los niños a la naturaleza, demuestra una gran mejora en el funcionamiento cognitivo.
¿Cómo se introduce la naturaleza en los colegios?
Creando espacios de juego naturales, teniendo animales en el aula cuando la gente esté de acuerdo, recuperando las excursiones a la montaña que desaparecen en los últimos cursos, sacando a los niños fuera para enseñarles allí… Durante la pandemia se descubrió el aula al aire libre debido a la necesidad del distanciamiento social.
Llevar a los niños fuera para estudiar geografía resultó una buena idea. Nos preocupa que ahora se les vuelva a poner en sus pupitres frente a los ordenadores durante todo el día, a pesar de que por lo que sabemos sobre el funcionamiento cognitivo, el aprendizaje y la creatividad. Posiblemente lo mejor que podemos hacer es sacar a los niños y enseñarles al aire libre.
Cada vez hay estudios más detallados y todos apuntar en la misma dirección. Una de las preguntas que se hacen es cuál es la dosis correcta de Vitamina N [naturaleza]. Un profesor de la universidad de Exeter, en el Reino Unido, estima que estar 20 minutos al aire libre en un entorno natural restablece tu bienestar psicológico y empiezan a tener un impacto en el funcionamiento cognitivo. Sin embargo, soy muy prudente. Lo que sugiero es que algo es mejor que nada y más es mejor que algo.
El 55 % de la población mundial vive en áreas urbanas y se estima que para 2050 lo hará el 68 %, ¿no es utópico pensar que podremos mejorar nuestro contacto con la naturaleza?
Ahora está tan de moda ser cínico, hay muchas razones para serlo. Desde 2008, hay más gente viviendo en ciudades que en el campo y eso, en efecto, va a aumentar. Significa una de dos cosas: perdemos como especie cualquier conexión que tengamos con el mundo natural o creamos un nuevo modelo urbano de “ciudades ricas en naturaleza”. Urbanistas, paisajistas, arquitectos trabajan en el diseño biofílico, que se basa fundamentalmente en la naturaleza.
Hace años se empezaron a construir lugares de trabajo con mucha naturaleza integrada en su diseño, incluso dentro del edificio, a veces simbólica, a veces real. En esos edificios aumentaban la productividad y la creatividad, y disminuían las bajas por enfermedad. Lo mismo ocurre cuando se construyen escuelas biofílicas. En lugar de ir al jardín botánico, convirtamos la ciudad en un jardín botánico. No será la naturaleza que hemos conocido, pero será naturaleza.
En algunas ciudades españolas han proliferado amplias plazas de hormigón, sin apenas árboles o espacios verdes,
Muchos países europeos van por delante de Estados Unidos, donde las ciudades crecieron tan rápido que nadie le prestó atención a los árboles. A principios del siglo pasado se comenzó a hacer cuando Frederick Law Olmsted [1822-1903, considerado el padre de la arquitectura paisajista estadounidense] diseñó Central Park en Nueva York y se fueron creando parques similares por todo el país.
La idea era que las ciudades tuvieran parques distribuidos de forma que todo el mundo pudiera ir andando a uno de ellos. Los industriales de Nueva York querían trabajadores sanos. No necesitaron un montón de estudios para entenderlo, comprendieron el diseño biofílico mucho antes de que existiera el concepto y estudios que lo apoyaran. Hoy, parte del argumento sigue siendo la salud, incluida la salud mental. Por ejemplo, una de las pocas defensas contra los virus zoonóticos es una mayor biodiversidad y eso incluye las ciudades. La naturaleza nos ayuda a estar cuerdos.
¿Qué opinan los y las profesionales de la salud?
En 2010 me invitaron a dar una conferencia a 7.000 pediatras y enfermeras pediátricas. Estaba preocupado, ¿hablar del trastorno por déficit de naturaleza a miles de pediatras? Antes de viajar, mi mujer, que es enfermera, me dijo: «Rich, los pediatras son diferentes de otros médicos, son gente muy maja». Les di la charla y les sugerí que empezaran a ‘recetar’ naturaleza. Muchos cambiaron su práctica.
Por ejemplo, Robert L. Zarr, pediatra en Washington DC, empezó literalmente a prescribir naturaleza y organizó a muchos otros en DC para que hicieran lo mismo. Incluso, crearon una base de datos de todos los parques y espacios abiertos de la ciudad. Después se creó una red nacional y ahora también lo están haciendo en Canadá implicando al sistema nacional de salud.
¿Cómo logramos que los niños salgan y dediquen a la naturaleza la creciente cantidad de tiempo que pasan ante una pantalla?
Las pantallas son parte del problema. Yo también tengo la adicción a la alta tecnología. No podemos volver a mediados del siglo XX. Es la inseguridad lo que obliga a que los niños pasen más tiempo en casa. Además de la cantidad de aparatos electrónicos que tengan los niños, los padres tienen que llevarlos al aire libre. Hay que ponerlo en el calendario y compartir planes familiares de naturaleza. También tenemos que lograr barrios más seguros y hay pruebas de que el urbanismo verde contribuye. Es nuestro derecho conectar con el resto de la naturaleza.
Hay un movimiento de pensamiento, especialmente en Europa, para conseguir que la ONU lo reconozca como otro derecho humano. El Congreso Mundial de la Naturaleza de 2012 de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza aprobó una resolución en este sentido. Además, hace años que propongo una conferencia internacional sobre infancia, naturaleza y derecho que reúna a juristas y defensores de los derechos humanos para abordarlo y conseguir que, si alguien pisa el césped, no se lo lleve la policía.
Mientras los ecologistas adultos crecieron amando la naturaleza, las nuevas generaciones conviven con la ecoansiedad…
David Sobel, académico en la Universidad de Antioquía, Nueva Inglaterra, habla de la ecofobia. Los niños conocen la destrucción de la naturaleza antes de aprender que es divertido jugar en ella. Si eso sigue así, seguiremos teniendo ecologistas, pero llevarán la naturaleza en el maletín, no en su corazón. En 2019 ardió Australia y muchas de las imágenes fueron bastante conmovedoras. Vimos a gente que acababa de perder su propia casa corriendo hacia el fuego para llevar agua a los animales salvajes que iban a morir. Hablaba bien de la raza humana, pero últimamente no muchas cosas lo hacen.
Glenn Albrecht y yo estamos de acuerdo en que los datos no bastan. Son importantes, pero en última instancia no generan el cambio necesario. Lo que cambia a la gente es el amor. El ecologismo en las últimas décadas cada vez se basa más en los datos. Lo que cambia a la gente es el amor. El ecologismo ha perdido el amor en las últimas décadas y se basa más en los datos.
¿Cómo podremos recuperar el amor por la naturaleza?
Hay una segunda cosa que llamo esperanza imaginativa. No es esperanza ciega, es la magia de la esperanza. Desde hace una década le pregunto a la gente qué imágenes le vienen a la mente al pensar en un futuro lejano. Casi siempre se parecen mucho a Blade Runner o Mad Max. Imágenes posapocalípticas. En Estados Unidos nos hemos enamorado de la desesperación. Y hay razones, pero ¿qué le ocurre a una cultura que no puede imaginar un futuro hermoso?
Martin Luther King decía que cualquier movimiento, cualquier cultura, fracasará si no es capaz de dibujar un mundo al que queramos ir. Su famoso discurso no fue «tengo una pesadilla». Debemos empezar a pensar en términos de esperanza imaginativa.
Fuente: SINC Derechos: Creative Commons