Por Lydia Cacho
Hace unos años llegó a nuestro refugio para mujeres maltratadas la esposa del piloto de uno de los narcotraficantes más poderosos de México, nadie había querido ayudarla a salir del infierno de violencia intrafamiliar con sus hijos pequeños. Cuando conoció a quien sería su esposo, este trabajaba en una aerolínea comercial, más tarde encontró un trabajo que lo hizo millonario y cómplice de delitos graves al transportar a narcotraficantes armados y cargamentos de dinero entre México y Estados Unidos.
Ella sólo quería rehacer su vida lejos del peligro de muerte, estaba dispuesta a entregar toda la información y evidencia que había recabado para ayudar a las autoridades a detener a su esposo y por tanto al jefe del Cártel. Años después, ya que ella vivía en otro país con sus pequeños nos reencontramos. Me confesó que no sabía si la había hecho sufrir más la violencia de su esposo o la violencia de las autoridades que durante cinco años la utilizaron sin detener a nadie, hasta que nosotras logramos ayudarla a salir del país. Su marido está prófugo y el Chapo Guzmán está en prisión; en alguna medida gracias a la valentía de esta mujer que estaba abiertamente dispuesta a ayudar a las autoridades y a su país.
Cuando la entrevisté en el refugio, hace seis años, me aseguró que quería que sus hijos pequeños aprendieran a reconocer la diferencia entre el bien y el mal. La violencia de su padre era inaceptable, pero sobre todo era indefendible vivir en condiciones de riqueza a costa de miles de asesinatos y de jóvenes adictos a las drogas que el jefe de su padre y su empresa internacional habían sembrado en el país. Ella sabía que declarar podía costarle la vida, pero estaba dispuesta. En aquél entonces atestigüé cómo ella entregó todas las pruebas al entonces fiscal antidrogas José Luis Santiago Vasconcelos.
Hace unos días hablé con ella nuevamente, su hijo más pequeño (de once años) quería saludarme. Ha adquirido un acento extraño después de tantos años de no hablar español. Frente a la pantalla del ordenador, en una de esas llamadas cibernéticas me pidió que me fuera a vivir con ellos. “El gobierno de México no quiere a las personas que dicen la verdad”, me dijo con esa voz aún aniñada que inspira una gran ternura. Intenté convencerlo de que son algunos individuos en el poder los que no quieren que las cosas cambien, que hay personas comprometidas en todas las instituciones, que somos más quienes deseamos que éste se convierta en un país de leyes y solidaridad, que deje de ser una patria de traidores, de asesinos y políticos miserables. No pude convencerlo. El pequeño insistió en que en el nuevo país en que viven nadie te castiga ni te encierra por decir la verdad. Recuerda el infierno de escondites que tuvieron que pasar en México después de denunciar ante las autoridades contra la delincuencia organizada al clan de narcotraficantes. Su madre quiso darles a sus pequeños una lección de ética y valentía y las autoridades judiciales se encargaron de demostrarles que en México se castiga a los valientes y se protege a los cobardes. Ninguna palabra puede impactarles tanto como las lecciones aprendidas en los hechos.
Como reportera he recabado miles de datos sobre vínculos entre políticos y criminales profesionales; como defensora de los derechos humanos he atestiguado en ocasiones en primera fila, y en otras en carne propia, los procedimientos puntuales que los operadores del crimen hacen desde las instancias de administración y procuración de justicia. Está claro que hay procuradores de justicia, agentes ministeriales y policías judiciales vinculados con el crimen organizado. Lo que es verdaderamente difícil de documentar y contabilizar es el costo social, económico y de salud física y emocional que paga cada víctima y sus redes de apoyo por acudir a las instituciones a pedir apoyo, protección, seguridad y justicia.
Sabemos, gracias a la documentación de Ciam Cancún A.C que para una mujer maltratada el costo de acudir a denunciar, testificar, ratificar, llevar testigos, demostrar los delitos, defenderse y mudarse a un lugar seguro lejos del agresor es de cuatro mil pesos mensuales. Estos incluyen todos los gastos de transportación, llamadas telefónicas, pago de fotocopias de expedientes, acopio de evidencia, horas de trabajo abandonadas por estar en su propia investigación, consumo de alimentos en la calle en espera de ser atendida por las autoridades, y abogadas (tomando en cuenta una defensa muy barata de alguna organización civil). El tiempo promedio en que se resuelve un caso de este tipo es de tres años, por tanto el promedio mínimo de inversión para una mujer maltratada para que se le haga justicia es de nueve mil Euros (el salario mínimo anual en el país es de 1.596 Euros al año). A eso habría que sumarle el costo que cada institución invierte en cada víctima y los costos ocultos generados por la corrupción en compra de autoridades aplicada por los agresores, que podrían triplicar la suma en conjunto. A lo que no podemos ponerle precio es a la emigración por violencia, a la expulsión por corrupción, ni a los ideales de esas miles de mujeres niñas y niños que han aprendido en carne propia que decir la verdad es peligroso para las y los mexicanos, no por denunciar el crimen, sino por confiar en las autoridades.