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Cuando en el año 2008 Cecilia Paredes fue la invitada internacional a la XVII Feria Iberoamericana del Arte FIA, en Caracas, no contaba con una galería venezolana que la representara. A través del artista Milton Becerra conoció a la galerista Beatriz Gil, y así, sus obras se mostraron en su stand. Desde entonces, hay entre las ambas una estrecha amistad. Era la primera vez que venía a Venezuela y de inmediato cautivó la atención de público y coleccionistas.
La artista peruana ha estado presente en la Bienal de la Habana (2015), en el Museo Hermitage, en Rusia; en la Bienal de Fotografía en Colombia, Bienal de Arezzo, Italia (todos en 2013). Representó a Estados Unidos en el Festival de Arte Katmandú, Nepal (2012), y a Costa Rica en la Bienal de Venecia (2005). Ahora regresa a suelo venezolano, dieciséis años después, para realizar su primera exposición individual en la Galería Beatriz Gil, “Soy ese río”, título que se inspira en el verso de una de sus obras que reza: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego…”.
Cecilia Paredes tuvo que salir de Perú en los años setenta tras recibir amenazas de una fracción de Sendero Luminoso. Pero esta decisión impulsaría en ella la imaginación de nuevos mundos. Ha vivido en México, en Roma, en Costa Rica por más de dos décadas y actualmente reside en Filadelfia, Estados Unidos, por lo que conoce muy bien el sentido migratorio. De allí que dos de sus instalaciones más recientes, expuestas en 2019, en el Museo de la Universidad de Navarra, España, muestran su manera de abordar la naturaleza del emigrante.
Por una parte, barcos esqueléticos y encallados se refieren a El no retorno. Por la otra, cinco botes elaborados en material muy delgado y hojilla de oro (que interpretan la fragilidad y el sueño dorado de la travesía) planean partir, pero no pueden: Un primer bote tuerce su proa, no se enrumba al horizonte. El siguiente bote le falta el piso, se hundirá en el agua; el tercero ya está lleno de agua; el cuarto, es perfecto, pero sus remos son ramas secas, imposibles de tomar impulso. El último barco es el del primer migrante, Moisés, en forma de hoja.
Con la descripción de la instalación de La Travesía, Cecilia Paredes inició su saludo en suelo venezolano durante un agasajo de bienvenida en la Embajada de Perú en Venezuela, que puso en manifiesto su empatía en torno a un conflicto que afecta a muchas naciones, y también a Venezuela.
“Cuando uno migra, aún en las condiciones favorables que yo tuve, siempre es un desgarro. Ahora, imagínense a los que están forzados a hacerlo. En ese sentido, la humanidad que uno tiene que tener, la conmiseración, la compasividad, la empatía, es algo que tiene que ver con la bondad del ser humano y que creo que todos debemos ejercerla”.
No es este el único tema crítico que ha despertado la reflexión de la artista Cecilia Paredes en sus creaciones. Desde la sutileza ha abordado temas crudos, como el asesinato a indígenas que resguardan la selva; la pedofilia en curas confesos; la crisis de 2008 en Estados Unidos que dio pie al cierre de innumerables fábricas y el abandono como metáfora; la humanidad vista desde las plegarias (todos somos iguales en las esperanzas y los miedos); y lo que más la ha identificado: los derechos de la mujer y la conexión del ser humano con la naturaleza.
Se podría decir que en cada obra de esta artista peruana hay una intención de borrar las diferencias, la mímesis como escenario en donde no existen fronteras entre lo humano y lo animal, o lo humano y vegetal, ni siquiera entre lo natural y artificial, o entre geografías y culturas.
Entre las piezas que se exhiben en Venezuela, Cecilia Paredes muestra su trabajo en tejidos, así como una serie de obras relacionadas con las cartografías y el cosmos. Establece sincretismos culturales y religiosos, con las creencias indúes, la cosmogonía azteca y los mapas antiguos de occidente o detalles de la cultura China (de la cual quedó cautivada tras una invitación que atendió en 2010). Visiones del cielo y de la tierra, de los mares y especies del nuevo mundo imaginados por el viejo mundo. Mapas celestes o cartografías que se conectan con palabras y objetos, en los cuales Cecilia Paredes ensambla mundos que invitan a abrazar lo desconocido.
“El país visto dentro de un mapa interior acompañado de imágenes, con un mapa literario mexicano, turco, con una composición e imagen ampliada. Le bordo una frase al humanismo, a la visión natural de ser seres nobles”.
Durante la inauguración a la exposición, nos detenemos en dos obras que Cecilia Paredes describe para Caresse Lansberg, editora de ESTILO /online. Se trata de El río que fluye dentro, pieza que presentó en Casa de América, cuando ARCOMadrid fue dedicado al Perú (2019), y La Dorsal (2014), que se expuso en el mismo año, en la exposición del Museo de la Universidad de Navarra, El no retorno. Ambas obras tienen la similitud de que ya el paisaje no es un fondo en la composición, sino que la artista se lo apropia, lo lleva en la piel y ella es una con la naturaleza.
“Hay una parte de la Amazonía peruana donde los indígenas se pintan el percurso del río en su piel. Para ellos, el río es tan importante, porque si baja el cauce no llega el agua ni los alimentos, pero si el río sube, están felices. Yo me fui cuatro días a esta región, Madre de Dios (en la comunidad de San Carmen, de la población Shipibo Konibo), persiguiendo a una ceramista que me había contado que iba a construir un horno con un grupo de ceramistas locales, ella tenía el ‘know how’, y además, había un señor que hacía palo de lluvia (con el cual la artista realizó posteriormente una instalación de palos de lluvia suspendidos con motores para provocar el sonido del agua).
« Ahí descubrí que el río es su alfa y omega, se lo pintan en la piel, en todos sus bordados (arte Kené). Todos los discursos y todas las historias giran alrededor del río. Hay un cetáceo en unas pequeñas lagunas, que cuando se le seca el barro en el lomo adquiere un color tornasol rosado, y lo consideran sagrado. Entonces, yo estaba inmersa en un mundo maravilloso. Tiempo después, cuando descubro la tela y la doblo, encuentro que en los pliegues puedo ver cada recodo del río”.
Cecilia Paredes en referencia a la obra El río que fluye dentro
Cuando la invitaron a una feria de arte en Perú que se realizaba en la Escuela Militar (donde prevalece la memoria de la Guerra con Chile de 1879), asistía por representación de una galería chilena. Pensó en hacer la obra La Dorsal, como alusión al punto de encuentro entre Chile y Perú a través de la cordillera submarina en el Pacífico. Es justamente una representación simbólica de la falla sísmica entre la Isla de Pascua y la Placa de Nazca, que es conocida por ese nombre, y que es un elemento común entre ambas naciones; eligió lo que las une, en lugar de la herida que las separa.
La otredad animal
A Cecilia Paredes se le considera una pionera en la mímesis con su cuerpo en performances que luego lleva a la fotografía. En el año 2000 comenzó a interpretar a los animales, con varias libélulas a lo largo de su columna vertebral. Venía trabajando en su interés por las alas como símbolo emancipador, y entonces, realiza el icónico papagayo y en el mismo proceso crea un manto con plumas de papagayo que presenta en la Bienal de Venecia, bajo el título Canto ceremonial a la vida.
“El papagayo es un ave que está muy amenazada. Por encuentros fortuitos supe que había una persona que estaba rescatando estas aves que habían sido robadas de los nidos y creó un santuario de aves en Costa Rica llamado “Piedras gordas”. Lo contacté. Así fue que logré encontrar las plumas, a través de esta maravillosa persona. Durante nueve meses, justo los meses que dura un embarazo, recogí las plumas que se les caían a los papagayos. Conseguí cantidades ingentes de plumas que me permitieron hacer esa obra”.
¿De todos los animales que has representado en tus creaciones, con cuál te identificas más?
Nunca me he hecho esa pregunta. Cuando yo empecé a hacer performances efectivamente lo hice imitando a los animales. Yo viví en Costa Rica, donde la naturaleza era muy cercana. Cuando uno va a la playa, ves cangrejos, monos, culebras, constantemente; si vas al bosque te encuentras a, b, c. Lo que si te puedo decir es que el animal que yo siempre he representado es un animal marginal. No es ni el perrito ni el gatito bonito, sino el que va a su propio aire: el zorrillo, el armadillo que va solo por el bosque.
A la serpiente le temía mucho y quise exorcizar ese miedo. Qué mejor manera para entenderlos si no es poniéndote en los zapatos del otro. Entonces, me metí debajo de tres toneladas de arena para entender cómo es vivir debajo de la tierra y emerger, para encontrarme con el punto de vista de ella, en lugar del mío.
Por ejemplo, pensé en el pez con una especie que era tan grande que mi cabeza entraba en la suya. Yo quería sentir lo que el pez experimentaba al ser capturado y esa sensación de que le corten la cabeza. Era un pez enorme. El vendedor me puso la condición de que debía comprar el pescado entero. Hice una obra con la cabeza y luego hice otra obra con el espinazo encima de mi cuerpo, que era de mi tamaño.
Es un performance fue bien duro, porque pesaba mucho. Cuando mis asistentes lo alinearon, era un peso muerto encima de la espalda, y las espinas herían. Recuerdo que no fueron más de 25 minutos que yo tuve ese peso sobre mí, pero el olor me quedó impregnado como por tres días, a pesar de que me duchaba y me duchaba, sentía al animal encima de mí, como un fantasma, y las heridas…, eso fue bien fuerte, porque no se quería ir de mí.
Fue un período muy querido, y la verdad, muy intuitivo, porque nunca he sabido hacia donde estoy yendo con claridad. Siempre he tenido muchísimas dudas. Y de la noche a la mañana me mudo a Filadelfia y abandono mi naturaleza costarricense maravillosa que me había arropado todos estos años. Pero la mudanza fue totalmente voluntaria, y además por una razón feliz, porque me fui a casar con quien es actualmente mi marido.
Se muda y usted pierde el escenario que la inspira…
Estando en Filadelfia, que además es una ciudad muy amable, me pregunto ¿Qué voy a hacer ahora? Voy a tratar de insertarme en esta mi nueva geografía, pero, la verdad es que yo llegué madura, a los 40, y uno recibe las cosas con mucho más calma. Mi bosque ya no está, pero hay representaciones gráficas de bosques. Decido hacer un híbrido con los nuevos entornos que me rodeaban. Esa obra que está allá (muestra un cuadro de la colección de Beatriz Gil), se llama Naturaleza urbana, donde es solamente un gráfico, no son mis hojas verdes, frescas; y la de abajo se llama El Paraíso inalcanzable, porque en realidad el paraíso que uno se imagina con flores y vegetación, no existe, solo existe en nuestra mente y a veces lo alcanza uno y a veces no, y es muy furtivo.
Luego de un tiempo de hacer estas interpretaciones interiores, llegó un momento que me sentí completamente cómoda y en casa. Paso a una pequeña etapa donde el personaje que siempre soy yo tenía el fondo negro. O sea, yo ya no formo parte del paisaje, sino que yo soy el paisaje. Trabajo con mi propio lenguaje en el cuerpo.
Y luego el escenario se hace más amplio.
Vino la etapa cuando decido buscar lugares donde ha habido vida, pero que ahora están abandonados. Me gusta saber qué pasó ahí, no tanto por el pasado, sino por lo que estoy viendo en el ahora. Me empapo de lo que estoy viendo.
Por ejemplo, fuimos a un edificio donde estaba la fábrica Dixie Cop, que producía tazas de papel encerado, desde conos para servir agua de un bidón como también tazas para el cafecito que se consume en las calles de los Estados Unidos. Sucede que esta fábrica que tenía cuatro pisos, un día la cerraron. Se acabó. Años de años nadie entra ahí. Tengo una persona que es mi nexo, su trabajo es tocar la puerta, descubrir y fotografiar. Cuando vi su material, le pedí hacer mis propias fotos. El accedió. Comienzo a hacer mi propia historia.
En el último piso de esa fábrica había una gotera, que formó con el tiempo un pequeño oasis en el suelo. En medio de una cosa totalmente industrial, encuentro una suerte de cosmos, orgánico, con el musgo que es algo que a mí me fascina, y un pozo de agua con plantitas que estaban comenzando a germinar. Me propuse que le mostraría a este mundo, que estaba allí solito, otro mundo de otro lado. Unirlos. Me fui a un río y le tomé foto al musgo de los alrededores, imprimí la foto en una tela y me hice un vestido. Como dos semanas más tarde las plantitas habían crecido, estaban más altas, crecieron casi dos centímetros. Me tomé la foto como si le estuviera diciendo al musgo: “tú estás aquí, pero fíjate que hay otro que está afuera, aquí te lo presento”. Fue encontrarme un universo.
En otra de las obras, tuvimos una sesión bastante intensa, porque nos habían dado solamente 45 minutos de permiso para entrar, por temas de seguros y son muy reacios a dar permisos. No había luz, íbamos mi asistente, mi camarógrafo y yo. A medida que avanzaba, me encontraba retazos de tul triangulares. Yo calculo que esa fábrica producía manteles redondos, porque lo que yo encontraba en el suelo eran triángulos, como si uno recorta un círculo en una tela y quedan las cuatro esquinas como resto. Yo los iba recogiendo sin tener muy claro el objetivo final, hasta que encontramos la madre máquina, enorme, llena de hilos, y una plantita que se acercaba por la ventana. Entonces, otra vez la naturaleza me estaba diciendo, “aquí es”.
Hay una barbarie en la naturaleza que se sobrepone al concreto cuando ya el ser humano ha abandonado el espacio. Pero realmente es la naturaleza la que está recuperando un espacio que le fue invadido. Los bárbaros somos nosotros. ¿Esa es tu manera de honrar a la naturaleza?
Si, claro, cuando me encuentro estas escenas, yo las tomo como un rayito de luz. ¡Qué suerte, encontrarte! En ese sentido, sí.
En una entrevista te referías a tu condición de migrante y que finalmente, la naturaleza es tu patria.
Exactamente, finalmente todos venimos de ella. Yo tenía mucho conflicto de saber qué artista soy: si soy costarricense, si soy peruana, a quién represento. Me ha tocado ir la Bienal de Nepal representando a Estados Unidos, porque así me seleccionaron. Me ha tocado ir a la Bienal de Venecia a través de Costa Rica, pero siempre me ha suscitado una suerte de duda. Fue a través del consejo de un pintor que me decía: “mira más allá del suelo patrio, mira más atrás”, que comprendí que soy producto de la naturaleza y me sentí muy cómoda al descubrir eso, porque ya no siento conflicto. ¡Qué es uno, sino un mosaico, al final!
Y lo que viene a futuro. ¿Va a continuar trabajando con la naturaleza, como leiv motiv?
La verdad es que no lo sé, lo que si sé es que siempre regreso. Hay un tema que he abordado en los últimos años, que es terrible, que es el sistemático asesinato de los guardianes de los bosques y de las aguas en la Amazonia peruana, brasilera, en Filipinas, en México; narcos que quieren hacer sus aeropuertos, y si alguien se les cruza en el bosque, lo matan. Son historias tan desgarradoras que no quiero entrar en detalles. Personas que quieren apropiarse del terreno y le valen los linderos, o quieren apropiarse del agua y no entienden que ese río suministra agua para tal poblado y este otro, pero como son indígenas, les pasan por encima.
Bordado de cristales Swarovski y perlas falsas sobre lino.
Es parte de lo que vemos en la Galería Beatriz Gil, ¿y ya habías presentado antes ese trabajo?
Sí, en México, en MACO (2022), presenté unos dibujos a mano sobre seda, donde pongo las imágenes de las semillas al estilo de las enciclopedias antiguas y abajo están los nombres en latín, pero cada semilla tiene es el nombre de uno de los cauteladores. Luego he hecho algo similar, pero en otras superficies como manteles, delantales industriales y esas las presenté en París, en junio del año pasado.
Ahora, estoy presentando un mapa del cielo con unas perlitas que simbolizan estrellas y la obra se llama Los guardianes del bosque yéndose al cielo. La saña con la cual matan a esa gente me remite a hacer un vínculo terrible con lo que está pasando en el mundo, con las guerras. Esta violencia ya había pasado, estábamos viviendo ya en paz. Y ves que de nuevo el fantasma del racismo está dando vueltas y el fantasma de Stanlin también, es sorprendente. Algo que me llama mucho la atención es que nunca, nadie jamás de los humanos vimos venir algo que unificó el mundo entero, como el COVID, porque no hubo humano que no estuviera bajo el confinamiento. Terminó la pandemia y es como si no hubiéramos aprendido nada.
Me decías antes que el tema femenino, de la mujer, es algo integral en tí. ¿Qué es lo que te impulsa en ese sentido?
Antes de hacer los performances yo pintaba. Y mis pinturas eran alrededor de la mujer, en términos de la necesidad de extender las alas, ese “necesito volar hacia donde yo quiero”. Porque yo vengo de una familia materna donde había muchas artistas, pero que no concretaron su trayectoria artística, porque eran presas de sus circunstancias de ser mujer ama de casa. Entonces, tengo una foto familiar con todas mis primas y mis tías, a quienes les puse alas, a todas. Ese recurso de extender las alas se refleja en la primera performance que yo hago (2000), con una foto donde tengo libélulas pegadas a lo largo de mi columna vertebral, expresando que estoy extendiendo mis alas.
La independencia femenina es un tema que me acompaña siempre. Para poder perseguir tu sueño, tu identidad, la mujer necesita primero liberarse y emprender el vuelo. También hice unos vestidos de plumas como de 45 cm, pero que son imposibles de usar. Son como símbolos. La obra se llama El vuelo, pues ese vestido es parte de la idea que tengo de la historia del Perú cuando los españoles llegan con la imaginería de la religión católica y llegan con la estatua de la Virgen y el niño Dios, y los santos. Los antiguos peruanos se dan cuenta de que hay un ranking, y que el niño Dios es el número uno.
Entonces se lo apropian y le comienzan a poner penachitos de plumas en la frente y en los pies; y a los curas eso no les hace gracia alguna, porque ellos están vendiendo la religión católica y no el sincretismo. Así que prohíben el uso de la pluma en la indumentaria religiosa, cuando es solamente la nobleza la que utiliza plumas en el antiguo Perú.
Luego la pluma, en el imaginario popular, pasa a ser el símbolo de la rebelión. De allí que Túpac Amaru la use y yo me agarro de la historia y se la pongo al vestido femenino más increíble, como un símbolo de fuerza. La pluma también tiene una feliz contradicción, porque el peso de una pluma no es nada y sin embargo, mira tú, la fuerza que tiene. Entonces esa es otra manera de traer la preocupación femenina hacia un objeto. Porque no me interesa la contundencia, sino la sutileza del lenguaje. La primera vez que yo presento esto, es en el Centro de Arte Costarricense con un título que decía “Frágil como una pluma, flexible como el bambú”.
Es curioso que hay una conexión simbólica entre la pluma y los animales salvajes que has representado.
Que van a su aire.
Hay una experiencia que ojalá puedas algún día experimentar que es el bosque tropical seco. Porque conocemos el bosque tropical húmedo, pero el seco es alucinante. Yo entré a uno, camino a Nicaragua, nunca ha llovido ahí, el calor es fenomenal y está lleno de polvo, y todo es tierra, hasta la telaraña tiene pequeñas marcas del polvo. El bosque suena, pero no estás viendo nada, y de pronto, el tronco abre y cierra los ojos, y es una salamandra, que está perfectamente mimetizada en el árbol. Es un universo que uno nunca en su vida piensa que existe.
Ese misterio es lo que a mí me fascina realmente, porque están a su propio aire, en su propio hábitat y es uno el que no tiene nada que ver, es uno el que viene a perturbar. Si tú quieres que se mantenga, no puedes perturbar, tienes que guardar respeto.
¿Esa experiencia te sirvió para inspirar tus fotografías donde te mimetizas?
No, eso lo vi mucho después. Más bien me convalida.