Pablo Ros Arlanzón, Universidad Miguel Hernández
¿Se ha preguntado alguna vez por qué está aquí, en este preciso momento, leyendo estas palabras? ¿Por qué puede hacerlo y, a la vez, ser consciente de ello? ¿Cómo es posible que nosotros, hechos de la misma materia que todo lo demás, tengamos conciencia? ¿Cómo puede un conjunto de partículas tan diminutas generar tantas preguntas?
Estos interrogantes han fascinado a la humanidad durante siglos. Filósofos, líderes religiosos y científicos de todas las épocas han dedicado incontables horas a desentrañar estos misterios de nuestra existencia. Hoy, el estudio de la conciencia está más vivo que nunca, con científicos desarrollando teorías y modelos para explorar el enigma. Pero aquí surge una pregunta clave: ¿cómo definimos la conciencia? Aunque pueda parecer sencillo, supone un verdadero desafío.
Una experiencia dífícil de transmitir
Por ejemplo, puedo entender lo que significa estar consciente porque lo vivo, pero explicárselo a alguien o algo sin conciencia puede ser imposible.
En este momento, estoy percibiendo un sinfín de sensaciones y estímulos. Podría describir qué veo en mi ordenador, qué estoy respirando o que tengo un objeto de color verde enfrente, pero ¿cómo explicar el sonido de un teclado a alguien que nunca lo ha oído? ¿Cómo narrar la experiencia de ver a alguien que siempre ha sido ciego, o la sensación de respirar a alguien que no tiene esa capacidad? Estas son cualidades subjetivas de mi experiencia, difíciles de transmitir a quien no las comparte.
Los expertos han establecido una distinción clave entre dos tipos de conciencia: la fenomenológica y la funcional. La primera se refiere a “lo que se siente” al experimentar algo. La primera nos sumerge en el mundo de las experiencias subjetivas, llevándonos a hacernos preguntas del tipo “¿cómo percibes el color rojo?” o explorar pensamientos como los del famoso ensayo ¿Cómo se siente ser un murciélago?.
En esencia, la conciencia fenomenológica se centra en el aspecto experiencial y nuestra subjetividad, adentrándose profundamente en cómo vivimos y entendemos nuestras propias sensaciones y percepciones.
En contraposición, la conciencia funcional se ocupa de su papel dentro de los procesos cognitivos y los comportamientos de un organismo. Analiza cómo nuestras experiencias subjetivas influyen en nuestra forma de pensar, en la toma de decisiones y en nuestras acciones cotidianas. Esta dimensión es esencialmente pragmática y explora cómo nuestras percepciones y pensamientos interactúan y afectan a nuestro comportamiento diario, facilitando nuestra navegación por el mundo.
Es una diferenciación que no está exenta de debate. Algunos argumentan que ambas facetas de la conciencia están intrínsecamente entrelazadas y no pueden separarse fácilmente, mientras que otros creen que pueden existir de manera independiente.
El experimento del zombi filosófico
Un ejemplo fascinante que ilustra esta discusión es el experimento mental del zombi filosófico: imagine a un humano que parece, actúa y habla como un ser consciente, pero que carece de cualquier forma de conciencia. Este ser no tiene experiencias subjetivas y, a pesar de su apariencia externa, no posee un “mundo interior”. Aunque para algunos es un escenario poco probable, sirve para demostrar que, al menos en la imaginación, se pueden separar las propiedades funcionales y fenomenológicas de la conciencia.
Este debate se alinea directamente con los grandes desafíos en el estudio de la conciencia, conocidos como el problema fácil y el problema difícil. El primero implica entender los aspectos funcionales del cerebro que posibilitan la conciencia, como la percepción y la cognición, mientras que el problema difícil implica elucidar por qué y cómo tenemos experiencias subjetivas y cualitativas.
A pesar de los avances en el estudio de la conciencia, el segundo continúa siendo uno de los misterios más persistentes. Algunos teóricos lo consideran como un rompecabezas insoluble, sugiriendo que quizás nunca seamos capaces de comprender completamente por qué tenemos experiencias subjetivas. Otros van aún más allá, proponiendo que el problema difícil, o incluso la conciencia misma, no son más que ilusiones.
No obstante, desentrañar este misterio, o al menos intentarlo, no disminuye la maravilla de la conciencia. De hecho, la comprensión de sus complejidades puede hacer que la experiencia de la conciencia sea aún más fascinante.
Es una reflexión que resuena con la curiosidad innata del ser humano sobre preguntas fundamentales: ¿por qué estamos vivos? ¿Por qué existe algo en lugar de nada? ¿Por qué existe el universo? Estos interrogantes, que pueden no tener respuestas definitivas, son esenciales para nuestra existencia y reflejan un profundo deseo de entender nuestro lugar en el cosmos.
¿Y si es una pregunta sin respuesta?
En su Crítica de la Razón Pura (1781), Immanuel Kant capturó este dilema al señalar que la razón humana está destinada a afrontar preguntas que no puede ignorar, pero que también están más allá de su capacidad de responder.
Este aspecto de la condición humana inicialmente me causaba temor, la idea de que el problema de la conciencia podría permanecer sin resolver. Sin embargo, con el tiempo, he aprendido a valorar y maravillarme ante estos misterios.
En una era dominada por la inteligencia artificial, donde cada vez más secretos son desvelados, los enigmas que siguen sin resolverse añaden un encanto especial a nuestra experiencia y motivan nuestra curiosidad.
En última instancia, esto representa la frontera final de la ciencia: la búsqueda de respuestas a preguntas que parecen imposibles de resolver. Estos misterios no solo desafían nuestro entendimiento, sino que también enriquecen nuestra experiencia del mundo, manteniendo viva la llama de la exploración y el asombro.
Artículo fue finalista en la IV edición del certamen de divulgación joven organizado por la Fundación Lilly y The Conversation España.
Pablo Ros Arlanzón, doctorando, Instituto de Neurociencias de Alicante, Universidad Miguel Hernández
Publicado en The Conversation. Lea el original.