Los invisibles nublan la mirada. Avergüenzan. Oscuros, con la piel pegada al hueso y los ojos opacos, enrojecidos y desconfiados. Apenas levantan la vista o la sostienen desafiantes. Están indocumentados y cansados. Son braceros, recogedores de frutas y sembradores de hortalizas. Peones del campo. Vienen del sur, de África, y ningún transporte les es ajeno. Tampoco ningún peligro. Su vida es un riesgo visible y desatendido.
Lo llaman “invisibles”. No aparecen en las cuentas fiscales ni en los registros de la seguridad social, mucho menos en el renglón pensiones. Pero con la pandemia de la COVID-19 fueron declarados “trabajadores esenciales”. Sin ellos no hay pan en la mesa, ni sumo de frutas, ni tortilla de patatas ni alioli. Sin embargo, los ojos del mundo, en especial la civilizada Europa, terminan de verlos y aceptarlos. El Estado de Bienestar es una gran burbuja de sueños.
Las pateras, las embarcaciones al garete en el Mediterráneo y en el Atlántico, los salvamentos y rescates son apenas un fragmento reiterativo en los informativos. Ocasional, politizado y descaradamente manipulados. La compasión, la solidaridad, el amor al prójimo son las banderas, pero los objetivos finales no son tan claros y transparentes. Son migrantes, de todas las edades, pero especialmente jóvenes y varones. Dispuestos a salir adelante, a encontrar un mínimo de bienestar, de salir de la pobreza siempre asociada a la violencia y a la enfermedad.
Son negros y negras. Huyen del hambre y Europa les tiende la mano. Llegan por todos los caminos. Algunos llegan con su boleto de vuelta. Son temporeros. Inmigrantes con un olor fuerte a trabajo y a desdicha, mal pagados y maltratados. Son los otros que tampoco queremos ver, los que repiten en peores condiciones las bajas remuneraciones, la temporalidad, la precariedad y la explotación del hombre por el hombre, que muchos piensan que se quedó atrás con las carretas y las yuntas de bueyes.
No son distintos, solo invisibles
Aunque solo el 8% de los españoles se reconozca como obrero y más del 54% se considere de clase media-media, en este rincón del viejo mundo el desempleo supera el 14,5%. Y la gran mayoría del empleo contratado es precario: 52% son temporales, a tiempo parcial o la combinación de ambas limitaciones. En consecuencia, son trabajos mal pagados y de mucha exigencia por parte de los patrones. Si no aceptas, no hay renovación ni nada que llevar a la casa.
En los campos de Huelva –uno entre tantos– la situación empeora. Los temporales pasan el día bajo un sol abrasador o inclementes aguaceros, con poco o nada con qué protegerse, sin agua y escasas raciones de alimentos. Y no te quejes, negro, que no te vuelvo a traer. Sus derechos laborales, ¿humanos?, han sido pasados por alto por décadas. Las condiciones de trabajo de los recogedores de verduras y frutas –de fresas, el oro rojo– no figuran en los libelos que la democracia redacta para establecer como se deben distribuir los 60.000.000.000 de euros con que la Política Agrícola Común de la Unión Europea subvenciona a los propietarios de explotaciones agrícolas. Se protege más a los becerros y a los cabritos que a los inmigrantes que los cuidan.
Lo que ocurre en España se repite en todo el continente. Todas las naciones del bloque los han hecho invisibles, casi inexistentes. Es un trato inhumano, desprotegido. No les pagan todas las horas trabajadas, no los atienden cuando caen exhaustos, las condiciones del alojamiento son calamitosas y no le es ajeno el abuso verbal, físico y hasta sexual.
El Dorado se puso rojo de sangre y fresas
En 2018 y también en 2019, Huelva tuvo magníficas cosechas de fresas. Vendió al extranjero –Alemania, Francia y el Reino Unido– más de 1.000 millones de euros. Recogieron entre 360.000 toneladas y 400.000 toneladas. Los precios por kilo pueden llegar a 5 euros, pero nunca bajan a menos de un euro. Huelva produce el 99,7% del total de fresas de Andalucía y el 97% del total de España. Hay más de 1.000 productores cerca de 100 comercializadoras.
El empleo que genera depende de las hectáreas cultivadas. Generalmente unas 40.000 personas para las fresas, 30.000 para el arándano y otros 30.000 para la frambuesa y la mora. Aunque la superficie cultivada ocupa solo el 3% del total de la superficie de cultivo en la provincia, aporta más del 50% de la producción total agrícola. El sector fresero representa el 27% de la industria agroalimentaria de Huelva por número de establecimientos.
Genera unos 12.000 puestos de trabajo de empleo directo, que suponen el 17,5% de la población total provincial. Además, acoge entre octubre y junio a casi 80.000 jornaleros entre nacionales y extranjeros. De los extranjeros, 32.000 son contratados en origen y, en un alto porcentaje, mujeres. Temporeras marroquíes: 17.000. Unos 10.400 son nuevos contratos y el resto repetidores que llevan años viniendo.
Todas estas contrataciones están reguladas y sujetas “a un estricto marco legal”. Pero en los requisitos de los empresarios y preferencia del Gobierno aparecen las grietas por las que se cuelan los abusos y maltratos. Las prefieren jóvenes, menores de 45 años de edad, porque son más delicadas al recoger los frutos. Aunque a la vista no hay ninguna preferencia por las mujeres con cargas familiares, sería discriminatorio, llegan más mujeres con cargas familiares, supuestamente más vulnerables y sumisas al capataz. El Gobierno, de su lado, prioriza este perfil para asegurarse que regresarán al país de origen.
En Andalucía la tasa de paro era de 21,2%, casi 7 puntos por encima de la media nacional. El salario por la recogida de fresas es de 900 euros, pero es una jornada dura, bajo un plástico. Uno de los orgullos de los productores es que la mujer tiene “un papel protagónico” en la actividad fresera, casi el 46% de la mano de obra empleada. El periódico digital alemán Corrective.org publicó que 28 mujeres de 100 entrevistadas dijeron que fueron víctimas de violaciones. Las braceras españolas denunciaron en un juzgado al capataz por abuso sexual.
Los invisibles nublan la mirada
Cuando son contratados en el país de origen tienen garantizado el boleto de regreso sobre el papel. Si un empresario da por rescindido un contrato está obligado a devolverlo. Nacionales y extranjeros cobran 42,02 euros por jornadas de 6 horas. La media que una persona podría ganar por una jornada de 8 horas estaría en unos 1.100 al mes, según los días que se trabaje, porque todo depende de las condiciones climáticas. La fresa no se puede recoger cuando llueve intensamente. El contrato de los de fuera habla de alojamientos en condiciones dignas, pero las chabolas en que los asientan cerca de los pueblos con mayor producción de fresa –Lepe, Almonte, Moguer, Palos de la Frontera— visiblemente dicen lo contrario.
Ver dentro, en los invernaderos, no es tan fácil. No hay inspectores de Trabajo que garantice que se cumpla la ley ni mediadores sociales que ayuden a las braceras que en la mayoría de los casos no saben español y están en una situación de gran vulnerabilidad. El Instituto Andaluz de la Mujer puede ayudar a denunciar abusos laborales y sexuales, pero sería una acción heroica. La propuesta ha sido dar cursillos de formación de género a los capataces y manijeros de las fincas agrícolas.
Invisibles, indocumentados, nublan la vista
No todos los temporeros vuelven a su sitio de origen. Muchos se quedan. Traban amistad con otros que ya saben desenvolverse y van construyendo la red de amistades, de conexiones. Lo primero es la casa. Al finalizar el contrato en la finca, no hay vivienda. Solo el finiquito y la intemperie. Construyen chozas con palés desechados, trozos de cartón y resto de plástico de los invernaderos. Sin electricidad, sin agua ni agua potable. Y ahora, con la pandemia de la COVID-19 sin guantes ni mascarillas. Todos se quejan de las duras condiciones de trabajo y de la presión para recoger grandes volúmenes de fruta. “Es medieval, si no se recoge la cantidad solicitada, los dejan dos o tres días en casa sin paga, pero los empresarios si cobran completos sus subsidios millonarios”, dijo un representante sindical de SAT.
En Italia y Francia la situación de los invisibles no es distinta. Son copias al carbón que se repiten frontera tras frontera. Los mayores productores de oleaginosas y cereales de la Unión Europea son los franceses. Reciben más de 7.000 millones de euros al año en subvenciones agrícolas.
En el suroeste de Francia operan las granjas Larrere, que son productoras de zanahorias orgánicas con ventas anuales por 50 millones de euros y subvenciones por 300.000 euros, pero no le suministran sábanas ni papel de baño a su fuerza de trabajo.
El 18 de junio el Parlamento Europeo reconoció los “retos” de los trabajadores estacionales y migrantes. Actuó. Aprobó una resolución en la que pide la adopción de medidas urgentes para salvaguardar la salud y seguridad. Pero, en palabras fue mucho más lejos, declaró que “la pandemia había expuesto y exacerbado el dumping social y la precariedad existente” para muchos de ellos. La Comisión Europea escuchó. Trabaja en la elaboración de directrices para que los Estados miembros protejan mejor la salud y los derechos sociales de los trabajadores de temporada. Es un modelo de negocios que se basa en la explotación de trabajadores extranjeros. ¿Trabajadores esenciales?
Hacer visible la oscuridad
En Italia los invisibles son más de medio millón. Son inmigrantes sin papeles que trabajan como jornaleros o en el servicio doméstico y que no tienen derecho alguno al Estado de Bienestar. Solo migajas. En mayo la ministra de Agricultura, Teresa Bellanova, que fue jornalera desde los 14 años de edad, declaró que desde ese día los “invisibles” serían menos. Fue legalizada su situación migratoria. Lo que es, sin duda, un nuevo comienzo, y no solo para “los invisibles”.
La región de Calabria es un ejemplo muy visible en Italia de la explotación en el campo. En sus campos de jornaleros, controlados por la organización mafiosa ‘Ndrangheta, viven hacinadas en tiendas de plástico y hojalata unas 3.000 personas que podrán obtener su documento de identidad y trabajar, pagar impuestos y recibir los beneficios de la seguridad social. También los de Apulia y Campania. En el sur de Italia la mayoría de los temporeros en los campos de tomate y frutas son tercerizados, a través del caporalato, una forma moderna de explotación – trabajan sin contrato, sin derechos ni prestaciones, sin límites de horario– en la que los intermediarios se llevan la mayor parte de los magros jornales que perciben.
Las regularizaciones masivas no son una novedad en Italia ni son de la izquierda. Las comenzó Silvio Berlusconi y han seguido por una acción de justicia a hombres y mujeres que trabajan la agricultura en condiciones casi de esclavitud. Invisibles, vergonzosamente invisibles. “Reconocer la dignidad de los seres humanos es la primera obligación de la política”, confió Bellanova.
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