“Un exceso de infancia es un germen de poesía”… Quizás esta expresión de Gastón Bachelard, en La ensoñación poética, parece escrita para Marcel Proust, y si no lo fue, viene justa para explicar la importancia capital de la infancia en la gran obra del genio francés. Pero igual puede servir para palpar en la obra de cualquier mortal la calidad de la niñez, los niveles de atención, la catadura, la belleza y la ternura del amor materno, sin el cual el alma no sobrevive incólume a las amenazas de los otros seres humanos y a las agresiones del entorno.
Walt Whitman, en Hojas de hierba, cuenta: “Había un niño que salía cada día, y lo primero que miraba, en eso se convertía, y eso formaba parte de él por aquel día, o parte de aquel día o por muchos años o sucesivos ciclos de años”.
“Soñamos —dice Bachelard— mientras recordamos, recordamos mientras soñamos (…) La ensoñación de la infancia nos entrega la belleza de las imágenes primeras (…) La infancia corre de tantas fuentes que sería tan vano trazar su geografía como escribir su historia”.
En la infancia, en el trato que recibimos, la información que se nos da, el amor que se nos brinda y la ternura materna con la que se nos asiste está la fuente de la que extraemos la espada y el poema que llevaremos a la escuela para aprender a socializar y complementar el perfil genético que traemos del cruce del que fuimos concebidos.
Soy uno de los partidarios de que de las huellas que heredamos en ese tramo de la vida dependerán en primer término fortalezas y debilidades de la personalidad que se gesta entre y con los otros y el entorno.
Seguro que nuestras creaciones llevarán los placeres o los estigmas de la infancia, y en el campo del arte, si algunos llegan a ser celebrados creadores, su estética reproducirá la carga positiva o negativa de esa instancia de la vida. Habrá estética en ambas, pero será de una naturaleza distinta.
Tomo por ejemplo el genio de Marcel Proust y Los placeres y los días, modelo por excelencia de cuidado y sobreprotección, y el genio de Poe, El Cuervo, sin cuidado y sin atención por el otro. Dos monstruos de la literatura, dos vidas, dos estéticas.
Siento que la infancia que tan emotivamente he descrito con la misma emoción nostálgica que también evoco, dolorosamente se ha ido sin darnos tiempo ni siquiera a despedirnos. La de la televisión por las tardes de regreso del colegio para mirar las series que en sucesión de edades nos tocaron a cada uno, Lassie, El Llanero Solitario, Mi marciano favorito, El Zorro, Superman y Perdidos en el espacio.
Los celebrados sábados de Walt Disney y los días de feliz inocencia y de ansiosa espera de San Nicolás han perdido su encanto; los niños de ahora se mofan de quien se atreva a nombrarlo.
Las lecturas de nuestra época también se irán temporalmente: los hermanos Grimm, Andersen, Verne, Dumas, Stevenson, Dickens, Twain, Chesterton, Austen y tantos otros ahora forman parte del tiempo perdido, como la pizarra, la tiza y la máquina de escribir, y hasta nuestra amada maestra también tendrá sustituta en una única, llamada Alexa, que tiene una voz robotizada e insípida y respuestas para lo humano y lo divino.
La infancia de la contemplación de los paisajes naturales, de los poemas en papeles arrugados y de los besos furtivos y trémulos en los salones solitarios ya es memoria de tonto.
La revolución digital como un gran tornado arrasa con todo vestigio de humanidad y desentierra de cuajo la tradición infantil y los juegos, acercamientos y aprendizajes naturales que a veces, por frescos y fantásticos, ayudan tanto al buen vivir.
La infancia como fue para nosotros ya no es, y a medida que crece la influencia de la tecnología digital –nuestra madre electrónica, que no sabe nada de ternura–, especialmente Internet y los móviles, arrecia el debate en torno a sus repercusiones sobre la infancia y la adolescencia.
El Fondo Internacional de Emergencia de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), alerta en un estudio titulado Niños en un mundo digital
La tecnología digital ya ha cambiado el mundo y, a medida que aumenta el número de niños que se conectan en línea en todos los países, transforma cada vez más su infancia. Los jóvenes entre 15 y 24 años son el grupo más conectado en todo el mundo. El 71% está en línea.
Los argumentos en contra y a favor son parte de un proceso que intenta clarificar, mediante encuestas y evaluaciones de distintas experiencias con especialistas de diversas disciplinas, cómo llegar a explotar al máximo el uso de las nuevas tecnologías para ayudar a cerrar la brecha de los niños del mundo que han ido quedando rezagados por situaciones de pobreza, raza, origen étnico, género, discapacidad, desplazamiento o aislamiento geográfico, para conectarlos a oportunidades y dotarlos de las habilidades que necesitan para tener éxito en un mundo digital.
Sería lo ideal, el deber ser, pero es una expectativa muy difícil de cumplir en un mundo en que se sigue incrementando la brecha entre países ricos y países pobres, y entre una clase que todo lo controla, que es la propietaria de las grandes empresas tecnológicas, y un mundo en descomposición y sin estrategias comunes para hacerles frente a los grandes problemas de la humanidad, con una democracia debilitada y en pleno proceso de auge del autoritarismo, la anarquía y el quebrantamiento de la autoridad, la propiedad y la ley.
Sin embargo, la UNICEF también advierte: “Si no actuamos para mantenernos al ritmo de los cambios, los riesgos en línea pueden llevar a que los niños vulnerables sean susceptibles a la explotación, al abuso y al tráfico humano”.Todos estos peligros están en desarrollo y son tratados con poca eficacia hasta ahora. El delito y los delincuentes crecen exponencialmente y disminuyen los profesionales con vocación de servicio para contrarrestarlos. Además, Estados Unidos solo no puede combatir los ilícitos a nivel mundial; un día, más temprano que tarde, abandonará selectivamente esa carga.
No soy optimista sobre el uso racional, inteligente y regulado de las nuevas tecnologías. Mi visión es que el mundo será un gran teatro donde todos seremos actores y todos estaremos vigilados. Seremos parte de excelentes filmaciones en vivo donde, para desgracia de los infantes del futuro, se verá correr mucha sangre. El experimento para observar los límites de los umbrales sensoriales y los extremos de todo tipo de violencia inducido y soportado por la condición humana seguirá su marcha indetenible.
Más que adolescentes, nos asombrarán niños –más bien monstruos– que desde la escuela incursionarán en la violencia armada y psicótica, como una actividad novedosa parecida a los juegos electrónicos más sofisticados, y otros donde se puede ver directamente el asesinato más escabroso en salón VIP y el mejor ángulo de la violación de una niña o adolescente a la carta a precios accesibles sin necesidad de ingresar a la zona oscura. Entonces operará una reacción en cadena, pero será muy tarde: las heridas infligidas al alma humana ya la habrán gangrenado y muchos estarán muertos en vida. Zombis.
En el pasado, las tendencias tecnocráticas derrotaron sin problemas y con relativa facilidad las tendencias humanistas que aparecían en el mundo, a pesar de que la contestación se expresaba con fuerza. Filósofos insignes, como Herbert Marcuse y Erich Fromm, e historiadores como Theodore Roszak y movimientos sociales y juveniles respetables, hicieron sentir sus voces y protestas, manifestados con vehemencia en la contracultura. Hoy la revolución tecnológica no tiene contendientes de peso –al menos por ahora– y sí mucho inocente asombrado con el poder corrosivo y antihumano, como el de los conquistadores españoles en su momento, de las nuevas tecnologías.
Las amenazas de las Nuevas Repúblicas Digitales serán dos: las madres, que verán usurpadas su sagrada misión de transmitir asistencia, amor y ternura a sus descendientes por las nuevas madres electrónicas, las Alexas; y la literatura confesional, que según san Agustín sobrevivirá a la desaparición de los otros géneros, porque cada confesión es única y esa será la forma de salvar a la infancia y recuperar la fuerza naciente de su huella para conectarla, en el proceso creativo de cada uno de nosotros, con el ser niño de todos.