Por Beatriz Becerra, vicepresidenta de la Subcomisión de Derechos Humanos en el Parlamento Europeo y eurodiputada del Grupo de la Alianza de Liberales y Demócratas por Europa (ALDE).
Los fantasmas nacionales y tribales vuelven a agitarse, por lo que es el momento de levantarse de nuevo en defensa del universalismo. Los valores que defendemos los liberales no son culturales, ni locales, ni construcciones sociales. No los vemos como oapcionales o accidentales. (…) La idea de que la dignidad humana reside en una naturaleza comaún y que de ella se deriva un conjunto de derechos indivisibles e inalienables es quizás la idea más respetable que hay, la más digna de consideración. Esta idea nos enfrenta con una realidad política en la que todavía las leyes que más afectan a la gente son nacionales, en la que es difícil detener los abusos que tienen lugar en muchos lugares del mundo. Por eso conviene, como siempre, volver la vista atrás y ver de dónde venimos y adónde hemos llegado
Me disculpo por esta autocita de apertura,que procede de mi libro Eres liberal y no lo sabes (Deusto). Pero me parece que está justificada, ya que considero que la defensa de un orden internacional y unas instituciones globales basadas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos es la cuestión política crucial de nuestro tiempo. Y que solo puede llevarse a cabo desde un liberalismo amplio y libre de dogmatismos.
Volvamos la vista atrás: llevémosla hasta Filadelfia, Estados Unidos, el 4 de julio de 1776. Allí se firmó la declaración de independencia de los Estados Unidos de América, que incluye estas bellas palabras:
«Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».
Los autores de la declaración eran hombres de gran educación y cultura, hijos de su tiempo y por tanto liberales. Ninguna palabra fue dejada al azar. Y lo primero que afirman es la igualdad esencial de la humanidad. Solo después viene la libertad, entre el derecho a la vida y la búsqueda de la felicidad. La igualdad era el principal valor, aquello sobre lo que se sostendría el modelo político que estaba a punto de nacer. Esta igualdad, además, era consustancial a todos los hombres. No estaba en manos de nadie rechazarla, negarla ni desvirtuarla.
Vayamos ahora un poco más adelante, hasta París, el 26 de agosto de 1789. La Asamblea Nacional Constituyente francesa aprobó entonces la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de la que habría una nueva versión en 1793. Así comenzaba su proclamación: «Los Representantes del Pueblo Francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos, han resuelto exponer en una Declaración solemne los derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre (…)».
Se reconocía así una igual dignidad a toda la humanidad. Una vez más, la igualdad era lo primero. Sin embargo, tanto lo que sucedió en Filadelfia como lo que sucedió en París dio lugar a dos paradojas que no siempre supimos resolver.
Por una parte, algunos entendieron mal el sentido de la igualdad liberal y democrática. Creyeron que aquellas proclamaciones solemnes se convertían en papel mojado cuando las circunstancias diversas de las personas las llevaban a ocupar estratos sociales muy diferentes. Los socialismos creyeron que el verdadero objetivo era la igualdad absoluta de resultados, y no la igualdad de origen. Empezaron a desconfiar de la libertad hasta el punto de suprimirla en los regímenes comunistas. Se limitaron los derechos individuales. Al tergiversar el sentido de la igualdad, la democracia liberal perdió el sentido y solo quedó autocracia y tiranía.
La segunda paradoja es que, al mismo tiempo que se proclamaban los derechos como universales, se estaban creando Estados nacionales que se dotarían de sus propios sistemas jurídicos. En el caso de los Estados Unidos, la nueva democracia se iría ampliando para que en el término “hombres” se incluyeran también las mujeres y las minorías étnicas. Sin embargo, los derechos y libertades solo se aplicaban a los nacionales. Y lo mismo ocurriría en el resto de países del mundo.
Esto es algo que aprovecharon los dirigentes totalitarios. Hitler no creía que todos los hombres hubieran sido creados iguales. Creía que los judíos eran inferiores, como lo eran los eslavos, los gitanos o los homosexuales. El Holocausto fue posible porque el nazismo privó a sus víctimas de la nacionalidad alemana y los convirtió en apátridas. El Reich sabía que las declaraciones universales de derechos no servían de nada mientras se aceptara que cualquier Estado soberano podía hacer con sus súbditos lo que le viniera en gana y que cualquier intervención sería considerada injerencia.
La idea liberal de igualdad
Tras la II Guerra Mundial, un mundo aturdido trató de buscar en el pasado las respuestas para las tragedias del presente. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, de la que el 10 de diciembre se cumplen 70 años, fue más allá que sus precedentes francés y estadounidense, definiendo y proclamando nuevos derechos inalienables. Pero en esencia respondía al mismo impulso: el de proteger lo que hay de sagrado en cada persona que viene al mundo, lo haga en el lugar que lo haga. Regresaba, por tanto, a la idea liberal de igualdad, que debía permitir a cada individuo hacerse responsable de su propia vida, tomar libremente sus decisiones y sentirse protegido frente a los abusos de los poderosos, en especial de los que intentan imponerle el yugo de la tiranía.
Pero esta vez nadie podía engañarse: los Derechos Humanos solo tendrían sentido si podían protegerse y hacerse valer allí donde fueran vulnerados. Les recomiendo que lean la Declaración completa y que se detengan a considerar el artículo 28: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos».
Lo que está diciendo este artículo es que existe un derecho humano a que se respeten y protejan los derechos humanos. Es una especie de magia jurídica, capaz de crear orden de la nada. No bastaba con un papel y unas palabras: se necesitaba un orden internacional, un conjunto de normas e instituciones, con capacidad para hacer efectivos los derechos universales.
Esto es lo que se construyó a lo largo de la posguerra y lo que facilitó que, con el tiempo, la paz y la prosperidad se abrieran camino. Hoy es fácil burlarse de la escasa eficacia de la ONU o lamentar la vulneración de los Derechos Humanos en tantas ocasiones y lugares. Pero solo desde el cinismo se puede hablar de fracaso. Si se acude a los datos reales, se observa que la paz se ha ido abriendo camino mientras la violencia declinaba; que cientos de millones de personas han salido de la pobreza; que se ha disparado el acceso a la educación, muy especialmente entre las niñas; que hay más democracias y menos dictaduras que nunca antes. Como defiende el psicólogo y pensador Steven Pinker, el progreso existe, lleva mucho tiempo sucediendo entre nosotros, pero no terminamos de ser conscientes porque ningún diario lleva nunca a portada un titular como “Ayer salieron de la pobreza más de cien mil personas en todo el mundo”. Y, sin embargo, esto es lo que está ocurriendo desde hace décadas.
Nada de esto habría sido posible sin el respaldo de una legislación y unas instituciones mundiales que han creado los incentivos necesarios. El comercio internacional, principal responsable del aumento de la prosperidad, se ha incrementado de forma muy notable gracias a los tratados y a la Organización Mundial del Comercio. La Organización Mundial de la Salud ha contribuido a acabar con enfermedades que hoy forman parte del pasado incluso en países pobres. La Corte Penal Internacional ha investigado y juzgado causas de crímenes contra la humanidad y de genocidio. La ONU, con todas sus debilidades, ha sido un freno a intervenciones militares unilaterales. Caso aparte es la Unión Europea, de la que hablaremos más adelante.
Es cierto que este orden multilateral ha ofrecido sus mejores frutos tras la caída del comunismo en Europa y la desintegración de la Unión Soviética, lo que terminó con la Guerra Fría y su larga lista de tensiones y conflictos. El periodista John Müller llama al periodo que media entre la caída del muro de Berlín en 1989 y la gran crisis de 2008 “el pequeño siglo XXI”, como explicó en la presentación de Eres liberal y no lo sabes. En efecto, la crisis ha dejado unas consecuencias políticas que son las que ahora afrontamos, de las cuales la más preocupante es el auge del nacionalismo populista.
Nacionalismo, populismo y DDHH
Donald Trump no cree en el orden multilateral emanado de la posguerra. Tampoco creen en él los nacional-populistas europeos como Matteo Salvini, Geert Wilders o Víktor Orbán. Todos estos hombres actúan como si la política, el comercio o cualquier relación internacional fueran un juego de suma cero, en el que uno gana lo que otro pierda. Impulsan un repliegue nacional envuelto en una retórica xenófoba mientras culpan de todos los males a instituciones multilaterales como las de la Unión Europea. Quieren volver al mundo anterior al desastre bélico, en el que cada Estado-nación era plenamente autónomo, no se sujetaba a norma internacional alguna y podía hacer lo que le pareciera con sus súbditos o ciudadanos.
Llegados a este punto, no es difícil comprender la hostilidad de los nacionalistas hacia los Derechos Humanos. Ni el más cínico de ellos se atrevería a repudiarlos oficialmente, porque tendría demasiada mala prensa. Pero tampoco lo necesitan: basta con socavar los principios liberales que hicieron posible su proclamación y con deslegitimar a las instituciones que, en la medida de sus posibilidades, los protegen. Es suficiente con extender la sospecha contra todos los inmigrantes, por ejemplo, con caricaturizarlos como criminales o bárbaros. Para ello siempre pueden contar con la ayuda inestimable de la izquierda más miope y relativista, que prefiere idealizar al inmigrante, ignorando que alimenta el victimismo de los xenófobos.
El auge del nacionalismo se explica en buena medida por el triunfo de la visión identitaria que la izquierda ha extendido en todo el mundo. Se han defendido los derechos de los grupos en lugar de los individuos. Por supuesto, los movimientos feminista, LGBTI o antirracista han contribuido a mejorar las vidas de muchas personas. Pero hace ya tiempo que se quedaron encerrados en su propia retórica grupal, fragmentando a la ciudadanía, clasificando a las personas y olvidando, de forma paradójica, a amplios grupos sociales que ahora se han sentido ninguneados y han prestado atención a los cantos de sirena de los nuevos populistas. Trump, Orbán o Salvini no combaten las políticas identitarias: en realidad las utilizan sin cesar para agitar a los suyos.
Trump simboliza con más contundencia que nadie este auge del nacional-populismo, pero no es en Estados Unidos donde se disputa la batalla que más nos interesa, ni siquiera diría que la más importante. Es en Europa. La Unión es el mejor, más avanzado y más asombroso proyecto político surgido de la posguerra mundial. Nació sobre todo para evitar que los europeos intentáramos destruirnos de nuevo, pero fue mucho más allá. En el momento actual, convivimos con dos tendencias opuestas: la que quiere seguir avanzando hacia una mayor integración y la que aboga por desvirtuarla.
Los nacional-populistas ya no hablan de desmantelar la Unión, ni siquiera de sacar a sus países de ella (el brexit, el gran triunfo antiliberal en Europa, les ha quitado las ganas). Pero si en las elecciones europeas del próximo mes de mayo logran un gran resultado, pueden paralizar las reformas que necesita Europa. Unas reformas que defienden tanto el presidente francés, Emmanuel Macron, como la canciller alemana, Angela Merkel. Unas reformas que no persiguen solo ir tirando, que no son fruto de ninguna inercia, sino que responden a un interés evidente: ahora que los Estados Unidos no parecen interesados en liderar el orden mundial, ahora que cuestionan las viejas alianzas e incluso se muestran amenazantes, es el momento de que este territorio de 500 millones de habitantes tome el protagonismo que le corresponde y ofrezca al planeta una alternativa liberal en todos los ámbitos.
Esto es lo que está actualmente en juego. Tendremos que elegir entre diferentes modelos de orden mundial. Y solo uno de ellos es verdaderamente compatible con los Derechos Humanos. Se trata del orden liberal, que reconoce la igualdad esencial de todos los seres humanos.
Para terminar, permítanme que comparta otro fragmento de Eres liberal y no lo sabes, que resume mi punto de vista: «Como liberal, no necesito ser judía para oponerme al antisemitismo, ni musulmana para defender la libertad de culto, ni negra para luchar contra el racismo, ni yazidí para exigir la protección de las minorías. No necesito ser mujer para defender los derechos de las mujeres, ni discapacitada para defender los derechos de las personas discapacitadas, ni LGBTI para defender los derechos de las personas LGBTI. Todos estamos llamados a defender nuestros derechos, los de todos».
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