Sendoa Ballesteros Peña, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este año se conmemora el 200 aniversario del nacimiento de Florence Nightingale, precursora de la enfermería moderna. En sintonía con la efeméride, la Organización Mundial de la Salud ha designado 2020 como Año Internacional de la Enfermera y de la Matrona.
En la misma línea, una multitud de agencias de salud se ha adherido a la campaña Nursing Now, una iniciativa global orientada a potenciar la visibilidad y puesta en valor de la disciplina enfermera y fortalecer su liderazgo y participación en la toma de decisiones.
Sin embargo, las acciones y actividades programadas a tal efecto pronto se vieron truncadas con la irrupción de la pandemia de COVID-19, trasladando nuevamente a las enfermeras a la primera línea de batalla.
El compromiso de las enfermeras con la sociedad y su capacitación técnica han relucido de forma natural entre quienes han sufrido los efectos de la enfermedad. Pero han permanecido ajenas a los focos y micrófonos de los medios de comunicación.
Con independencia del ámbito de competencia en que se desarrollen, la contribución de las enfermeras a la mejora de la salud de las personas y comunidades ha sido a menudo reconocida, aunque escasamente representada.
Su modesta presencia en periódicos, tertulias y comités puede invisibilizar aspectos tan importantes como la prestación de cuidados. Porque los cuidados, si bien intangibles, contribuyen al bienestar y mejoría de las personas tanto o más que las acciones meramente técnicas dirigidas al plano físico.
Enfermeras detrás de un EPI
De entre los profesionales sanitarios, el equipo de enfermería es el que asume la mayor carga y contacto asistencial con los pacientes. Pero la imagen social de las enfermeras a lo largo de 2020 se ha reducido a una figura con buzo blanco. El equipo de protección individual (EPI) ha sido un requerimiento indispensable (escaso, en ocasiones) en la asistencia clínica a pacientes. Aunque el déficit de medios no ha sido impedimento para asumir el compromiso de curar, cuando se ha podido, o de cuidar, siempre.
Tal vez estas hazañas son las que han propiciado el caldo de cultivo que ha hecho llegar a comparar a los sanitarios con superhéroes, una aproximación poco acertada que obvia que tras un EPI existe una persona que comparte los mismos miedos que cualquier ciudadano.
Miedo a contagiarse o a contagiar a sus seres queridos. Miedo a no estar a la altura de las necesidades de su comunidad. Miedo a agotarse y no poder rendir cuando más se espera de ella. Los EPI han aislado a las enfermeras del virus, pero también a la sociedad de sus lágrimas (y a los pacientes de sus sonrisas).
El Consejo Internacional de Enfermeras ha estimado que a lo largo del mundo han fallecido más de 1 500 enfermeras por covid-19. La pandemia se ha cobrado más vidas de enfermeras que la Primera Guerra Mundial.
Enfermeras detrás del teléfono
El desarrollo de nuevos roles profesionales ha sido uno de los efectos positivos de la pandemia. Las enfermeras comunitarias son las responsables de la gestión de casos de covid-19 (popularmente denominadas “rastreadoras”), como una extensión de la gestión de pacientes crónicos que ya venían desarrollando.
La labor de esta figura está siendo determinante en la evolución de la pandemia. Enfermeras anónimas que a través de un teléfono realizan una tarea a contrarreloj de identificación y seguimiento proactivo de personas infectadas y sus contactos. De la eficiencia de la coordinación multidisciplinar de este proceso se puede derivar el control de los brotes en la comunidad.
Enfermeras detrás de la consulta
Los Centros de Salud también han sufrido una profunda transformación durante la pandemia. Sin menoscabo de continuar con su actividad habitual, las enfermeras comunitarias se hacen cargo del seguimiento y control (telefónico o presencial) de las personas infectadas. Una tarea silenciosa pero clave en la vigilancia, asesoramiento y acompañamiento asistencial de pacientes. Su papel repercute directamente sobre las personas más vulnerables (confinadas o que viven solas), y también en la contención del contagio en la comunidad.
Pero a las enfermeras de atención primaria aún les queda por delante su más importante reto: la gestión de la futura campaña de vacunación contra la covid-19. Nunca antes en la historia de España se había planteado inmunizar al 100 % de su población en menos de un año.
Enfermeras detrás de una mesa de despacho
Las labores de gestión de recursos, docencia e investigación en tiempos de covid-19 no desmerece en importancia a la vertiente asistencial, si bien resulta la menos conocida de todas.
Desde la mesa de un despacho, enfermeras gestoras se enfrentan a la selección de profesionales y provisión de materiales con que dotar los nuevos espacios habilitados con carácter de urgencia para dar respuesta a las necesidades inmediatas.
En paralelo, enfermeras docentes e investigadoras trabajan conjuntamente para desarrollar planes de formación específicos con los que habilitar a profesionales de otras áreas que puedan reforzar o cubrir unidades de críticos. Porque una cama de cuidados intensivos o un respirador no sirven para mucho si no hay una enfermera que los atienda.
Asistencial, gestora, docente o investigadora: esas son las competencias de las enfermeras del siglo XXI. Si son una pieza imprescindible detrás de la resolución de esta pandemia, ¿por qué no lo son también detrás de los micrófonos de los medios de comunicación?
Sendoa Ballesteros Peña, enfermero en Osakidetza- Servicio vasco de salud. Profesor asociado a la Facultad de Medicina y Enfermería, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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