Llevar una dieta a base de alimentos ecológicos implica consumir únicamente productos que se hayan producido de manera natural. Es decir, evitando el uso de componentes químicos como pesticidas, hormonas, antibióticos o abonos elaborados con ingredientes sintéticos que alteren el ecosistema. Consumir productos orgánicos se relaciona constantemente con una alimentación más saludable y que protege el medio ambiente. Sin embargo, muchos expertos en nutrición y tecnología de los alimentos discrepan.
La agricultura es la segunda fuente más grande de emisiones de gases de efecto invernadero en todo el mundo. Está justo detrás de la calefacción y la electricidad. Reducir las emisiones de electricidad es posible gracias a la energía solar, pero reducir las emisiones de la agricultura no es tan sencillo.
Solemos pensar que comprar alimentos orgánicos, sinónimos de «bio» o «eco», ayudará a salvar al planeta, al mismo tiempo que cuidamos nuestro bienestar. Para empezar, adquirirlos no está ayudando a la vida silvestre, pues para producir en las granjas orgánicas se requiere más tierra, lo que en los trópicos a menudo significa talar más selvas tropicales. Los alimentos ecológicos también generan mayores emisiones de gases de efecto invernadero que la agricultura convencional.
Orgánico no es sinónimo de sostenible
En la Unión Europea las denominaciones «eco», «bio» y orgánico, para los productos agrícolas y ganaderos destinados a la alimentación humana o animal se consideran sinónimos. Su uso está protegido y regulado por los Reglamentos Comunitarios 834/2007 y 889/2008. No obstante, estos productos no se cultivan de una manera completamente sostenible, por lo que no se puede decir que los tomates, pimientos y otros son ecológicos. La realidad es que están muy lejos de serlo.
Dichos cultivos son fertilizados habitualmente con sustancias de origen ecológico. Entre los métodos agrícolas tradicionalmente utilizados están el sistema de terrazas o de barreras naturales para evitar la erosión de los suelos, rotación de cultivos o plantado de leguminosas.
Los expertos coinciden en que no es muy ecológico que un tomate viaje 3.000 km en un camión. Tampoco puede serlo un cultivo que es propio del verano y que, entre otras cosas, se produce en cualquier época del año excepto justamente en el verano. Los tomates suelen plantarse en septiembre y se arrancan en junio. Es imposible encontrar un tomate en verano en un invernadero del sureste español.
Hay muchos estudios sobre las supuestas bondades para la salud de estos alimentos, pero las evidencias científicas aún escasean. Por su parte, el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (USDA) nunca ha afirmado que los alimentos ecológicos son más seguros o más nutritivos que los que se producen siguiendo métodos convencionales. Aunque sí afirma que pueden ser una parte de una dieta equilibrada.
La realidad de la producción de alimentos ecológicos
Para los investigadores del tema, hay tres factores clave que alejan la idea de que la producción en invernaderos es color de rosa. Lo primero y más crítico, insisten, es que las más de 30.000 hectáreas de invernadero de la provincia de Almería, desde donde sale buena parte de los cultivos, se basan en la sobreexplotación de acuíferos costeros que se han ido salinizando debido a las bestiales extracciones de agua de las últimas décadas. Que el principal cultivo sea el tomate no es una tradición histórica ni una querencia especial, es que este cultivo es el que mejor soporta aguas con alto contenido en sal.
Lo segundo es que el modelo productivo necesita mucha energía para mantenerse. Constantemente se requiere de un bombeo de agua a profundidades cada vez mayores. Se necesitan más de 2000 camiones como transporte para abastecer los mercados europeos cada día. También se necesita mantener unas condiciones de humedad y temperatura estables en el invernadero, que suponen un gran gasto energético.
El tercer problema es que los invernaderos han pasado de ser negocios familiares a pertenecer a grandes multinacionales que, entre sus objetivos, necesitan satisfacer a sus inversores. Para ello se necesitan cuentas de resultados suculentas, que se consiguen disminuyendo costes, como por ejemplo en los salarios. Al final terminan incentivando la mano de obra ilegal.
Problema con la publicidad y el etiquetado
Otro problema frecuente en los productos «eco» es que se basan casi completamente en el etiquetado y la publicidad. Ambos factores logran sostener la idea de que un alimento es mejor que otro.
Lo que realmente se necesitan son etiquetas climáticas en los alimentos. Así, los consumidores pueden ver si los alimentos modificados genéticamente son mucho mejor en términos climáticos que los «ecológicos». Pero no es una tarea fácil, pues medir todas las emisiones asociadas con la producción de alimentos y llevarlos a los estantes de un supermercado es extremadamente complejo y costoso.
Sin contar con que casi ningún consumidor sabe leer el etiquetado. Se suele creer que un producto es más sano que otro porque lo dice, pero no se profundiza en su producción. Bastaría con describir las emisiones de efecto invernadero asociadas con determinados alimentos en términos de qué porcentaje de la huella de carbono diaria típica de una persona representan.
Hasta la fecha, los expertos coinciden en que de todas formas, el etiquetado climático vale la pena debido a que sería la única alternativa para evitar que los consumidores sigan siendo engañados por la publicidad y unas etiquetas que prometen hacerte sentir bien, está en juego todo un planeta.
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