BETINA BARRIOS AYALA | E s t i l o online
Sonríe sin mezquindad y esparce plenitud, ¿gratitud? Luce su pelo cano como si atendiera a su propio statement: una poética del blanco. Liliana Porter vierte sus propuestas sobre un plano ilimitado donde no existen márgenes ni nociones estructurales de espacio y tiempo. Desafía con su sentido de la ironía, luminosidad y discreción. Cultiva el asombro convirtiéndolo en cualidad consistente en su obra.
Con habla pausada ofrece conferencias en universidades, acepta participar en intercambios vía zoom y realiza el montaje de exhibiciones en diálogo con otros. Cuando tenía 23 años viajó a Nueva York por dos semanas, pero nunca se fue. Su expresión híbrida fluye como tomada por el archipiélago, entre soportes y lenguajes. Su imaginario, junto con la forma en que se relaciona con el mundo, es radicalmente plural y libre.
Sin ataduras a medios expresivos, Liliana Porter trabaja el grabado, la pintura, el dibujo, la fotografía, el arte público, la instalación, el video y el teatro. Además, colecciona miniaturas. Los personajes que se dan cita en su obra son hallazgos que permanecen con el mismo carácter que portan. No los modifica. Liliana juega y convierte su propia línea vital en un no-tiempo, su ética es la de observar sin intervenir: prestar atención.
La originalidad y consistencia de su trabajo la ha llevado a formar parte de colecciones tan importantes como la del Museo Reina Sofía de Madrid, el MET de Nueva York, el Rufino Tamayo en México, el Malba de Buenos Aires, la Tate Modern de Londres, la Biblioteca Nacional de París y la Fundación Daros de Suiza.
Cuando Porter está en Estados Unidos, trabaja en su taller de Rhinebeck, en el valle del río Hudson, muy cerca de la ciudad de Nueva York. Su estudio está en un viejo granero de dos pisos, en medio de un jardín rodeado de árboles y visitado por ardillas, venados, pájaros, pavos salvajes y hasta algún zorro. Su casa está en el mismo terreno frente al estudio, atravesando el jardín. Es un espacio que considera la lleva de regreso a su infancia que transcurrió en el barrio bonaerense de Florida al límite del radio que dibuja la capital.
Su padre, Julio Porter, era escritor de cine y teatro, una persona muy divertida e inteligente, que hizo más de cien películas y algunas comedias musicales para la radio. Margarita Galetar, su madre, era una romántica, escribía y trabajó las artes plásticas, especialmente el grabado. Sus abuelos eran rusos y tenían una imprenta, Porter Hermanos, donde entre otras cosas se imprimía la revista Martin Fierro. La naturalidad de hacer arte, vivir de la creación, resulta moneda corriente. En aquella casa caían de visita escritores, docentes, gente del cine y del teatro.
A los doce años, al término del período de la escuela primaria, estudia Bellas Artes en Buenos Aires. Liliana no reconoce haber pensado o decidido ser artista; más si recuerda el momento en que otros comienzan a reconocerla. Al ser interrogada sobre esto, lo entiende como un proceso orgánico. En 1957 la familia se traslada a México y este período deja una marca fundamental en sus formas sensibles, críticas y expresivas. Se matriculó en artes plásticas en la Universidad Iberoamericana, donde conoce a Mathias Goeritz.
La limpidez y la emoción que caracterizan la obra del arquitecto alemán están vinculadas con la poética de Porter, como una transferencia. Trabajó el grabado junto a Guillermo Silva Santa María, práctica en la que persiste y profundiza en su carrera. Al mismo tiempo, asiste a cursos libres en la Facultad de Filosofía y Letras en la Ciudad Universitaria, donde comparte con figuras como José Emilio Pacheco, Juan José Arreola, Octavio Paz, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis.
La literatura influye poderosamente en su trabajo, no solo por lo que es sino por cómo es: la sintaxis. Se confiesa lectora de Jorge Luis Borges, de la precisión y singularidad que lo define, y recupera la máxima de que el placer estético es la inminencia de una revelación.
En 1958 tiene lugar su primera exhibición, donde lleva doce grabados y diez óleos. En ellas aparece el aliento de la ciudad de Buenos Aires, sus calles y formas como hechas de memoria. Tras una estadía de tres años, regresa a su ciudad natal. Retoma la Escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, vive con sus abuelos y frecuenta la Cárcova. Sus profesores eran Ana María Moncalvo y Fernando López Anaya.
Al cabo de un tiempo, viaja de nuevo a México a visitar a su hermano. A la vez, sus profesores le aúpan a que viaje a Europa para visitar museos y demás. Sin embargo, un ex compañero y amigo, Juan Carlos Stekelman, quien vivía en Nueva York, la invita a visitar y la ciudad la impacta ferozmente. Corría 1963, quedarse tan solo una semana parece absurdo y decide cambiar el pasaje. La sola dimensión del MET da cuenta de que precisa meses para recorrerlo.
Comienza a frecuentar el Pratt Graphic Art Center, una galería-taller libre de grabado e impresión asociado al Pratt Institute. Allí se daban cita estudiantes y artistas establecidos. En estos espacios conoce a Luis Camnitzer, uruguayo que en ese momento compartía su departamento con Luis Felipe Noé. Este último es un reconocido artista argentino miembro fundador del grupo de la Nueva Figuración. Este período de aterrizaje resulta muy enriquecedor para ella, recorre estudios, galerías y museos en compañía e intercambia impresiones de gran profundidad.
«Yo diría que pisar Nueva York en ese momento, como joven artista de 22 años, era ideal, lo mejor que podía realmente suceder. Ese año era el mismo en que llegaron los Beatles, en que se gestaba el minimalismo y el Pop Art. Nueva York pasaba a ocupar el lugar de París como centro del arte contemporáneo. Cuando percibí la energía y dinamismo de la ciudad, las maravillas de museos e instituciones abiertas para ser exploradas, la cantidad de artistas de todas partes del mundo que estaban en ese momento convergiendo en Manhattan, atraídos por esas especiales circunstancias, decidí quedarme a vivir esa experiencia»
Durante el opening de una exhibición de Liliana en Van Bovenkamp Gallery en Nueva York, alguien se acercó a presentarse. Era Julian Firestone, dentista y grabador amateur. Él le dijo, “I love your work, I love printmaking, I just got divorced, and I have an electric press in my apartment… I am away all day and no one uses it. I want to give you the key.” (Amo tu trabajo, amo la impresión, acabo de divorciarme y tengo una prensa eléctrica en mi departamento… Estoy fuera casi todo el día y nadie la usa. Quiero darte la llave.).
El penthouse de Firestone estaba sobre la West 3rd Street en el Greenwich Village. Liliana se apresuró a presentarle a Luis Camnitzer, con quien iba a casarse dos semanas después. Julian se mostró complacido de conocerlo, pues ya tenía trabajos impresos de él. De este modo comenzaron a visitar con regularidad ese taller doméstico. Algunos días más tarde, Julian regresó y dijo que tenía una sorpresa: compró una propiedad que había pertenecido a Lucio Calapai. El espacio estaba equipado con todo lo que precisa una imprenta, era perfecto. Allí se dedicaron a hacer sus trabajos y a dar clases. Liliana y Luis invitaron a José Guillermo Castillo, artista venezolano a quien conocieron por mediación de Luis Felipe Noé. De este modo se formó lo que llamaron el New York Graphic Workshop (1964-1970).
Fue un taller de edición y experimentación gráfica que funcionó como centro educativo y donde se practicó impresión profesional por encargo para artistas. Lo que hacían era ejercer la autocrítica y el análisis sesudo de sus producciones. Experimentaban con su propio trabajo con el objetivo de superarse y afinar ideas colectivas e individuales. Liliana reconoce en la experiencia la oportunidad de revelar el sustrato real de su reflexión. El grupo realizaba exhibiciones y estuvo en contacto con otros artistas del grabado.
El taller recibió la visita de Salvador Dalí, Jorge de la Vega, Marta Minujín, León Polk Smith, José Luis Cuevas y Francis Celentano. En algunas entrevistas, Camnitzer alega que el gesto de Dalí de firmar hojas en blanco comenzó con ellos, en su taller. Pasó porque pedían a los artistas que estaban de paso que les dejaran los papeles firmados para proceder en ellos con la impresión de sus trabajos.
El concepto de hacer una edición, escriben en su manifiesto. El Taller se ocupó de proponer aproximaciones innovadoras al arte impreso, sostuvo exhibiciones por correo e imprimió sobre variedad de superficies. También contribuyó a pensar el problema del mercado, la distribución y el valor de la obra.
Entre los tres inventaron un artista, Juan Trepadori. Este nombre incorpora la idea de ‘trepar’, de oportunismo. Trepadori tenía una historia: había sido pianista, dado conciertos, pero tuvo un accidente donde perdió a sus padres y una de sus piernas, por lo que no pudo tocar más. Luego del accidente, estudió impresión por correo en el atelier de Johnny Friedlander, y su silla de ruedas tenía un freno especial, así que podía manejar la prensa sin perder el equilibrio. Vendía muy bien y con lo que ganaron crearon un fondo para artistas latinoamericanos.
Los trabajos de Trepadori los compraba un editor que se obsesionó con él y quiso conocerlo. Allí se vieron en la urgencia de alegar que Juan vivía en Portugal y que de momento no sería posible. Pero el hombre insistió. Quería ir a verle, visitar su taller y precisaba su dirección. Ellos repitieron que el artista no tenía piernas, que lo recordara. Además, tampoco hablaba inglés y debía comunicarse mediante gestos. El comprador terminó declinando de su entusiasmo por viajar.
Juan Trepadori era un mercenario del mercado, un personaje ficticio que pactaba con lo que ellos, el grupo, jamás haría. Era una suerte de antihéroe. Querían que Trepadori ganara premios y publicar un libro sobre él. El último capítulo versaría sobre la mediocridad que la impresión es capaz de generar.
En cuanto al taller como espacio educativo, su propósito fue pensar lo estético más allá de lo técnico. A través de la reflexión sobre el oficio, intentó maximizar las posibilidades de reproducción y masificación. La idea era ahondar en qué hace un artista con eso, de modo que se abrió paso la instalación y otras formas de plantear el recurso. Era un momento encendido en la ciudad, estaba Andy Warhol con sus obras en repetición y estampas. Había reflexión sobre la reproducción, el valor, la venta.
Free
Assemblable
Non-functional
Disposable
Serial
Object[2]
En el Manifiesto Cookie la pregunta esencial gira en torno a la tridimensionalidad de la impresión. Propone pensar dónde está el límite entre lo comercial y el arte impreso, ¿Cómo ven los artistas la impresión? ¿Es la impresión un arte? ¿Qué es arte? ¿Qué significa el arte verdadero? ¿Dónde entraría la galletita en la pregunta sobre de qué se trata el arte?
Produjeron la First Class Mail Exhibition para el MoMa durante el verano de 1970. El trabajo consistió en invitar a los asistentes a escribir en sobres en el museo. El grupo quiso formular una contribución para pensar la idea, el fondo del arte. El interés está en la materialización de la obra, querían crear una capaz de involucrar objetos e ideas. Llegar al público vía correo no conlleva costos de inversión y no hay propiedad.
«Queríamos pensar en el acceso al mercado, en qué significa ser artista extranjero, estar fuera del circuito. Dijimos: Ok, la posibilidad de exhibir no está llegando, así que es tiempo de hacerlo y crear nuestro propio sistema. Deconstruir la impresión, explorar lo que es posible hacer con el papel: doblarlo, arrugarlo, adherirlo a otras superficies. Éramos artistas. Lo importante no es la técnica, aún cuando ésta aporte consistencia a lo que queremos decir».
Durante los años del taller, Liliana prueba toda clase de medios y aparece clara su insistencia en el cuestionamiento sobre el lugar de la representación. Su interés por la poesía fue tutelar para el grupo, su inclinación minimalista e insistencia en crear ausencias, manifestar con las sombras.
En 1969 exhibieron en el Museo de Bellas Artes de Caracas y en Santiago de Chile. Liliana tomó un cuarto entero y lo cubrió de papeles impresos en offset que tenían la textura de un papel arrugado.
«Entendí que en el grabado la parte artesanal resulta ser demasiado predominante. A partir de entonces traté de poner más énfasis en las ideas que la generan y menos en su aspecto formal. Eso me fue llevando a una síntesis, la cual, sin proponérmelo, desembocó en lo que luego se denominó arte conceptual».
A partir del despliegue de su poética, Liliana Porter recuerda a Mallarmé. Escribe Ranciére sobre el poeta francés que éste rechaza el arte de la representación. El poema en Mallarmé no imita ningún modelo, se traza sensiblemente en el movimiento de la idea, la idea como el movimiento de su propio surgimiento[3]. Para Liliana, las cosas no suceden en lugar o tiempo determinado, sino que brotan y habitan un espacio sin tiempo ni geografía. Sobre ese suspenso, la artista diagrama relaciones directas, potentes, suyas, sin contexto.
«Me parece muy importante el sentido, las posibilidades del sentido. A fin de cuentas, el arte es un desplazamiento de sentido»
LILIANA PORTER
La obra de Porter se sostiene en el empleo de recursos, intervenciones e interacciones simples: un clavo, una sombra, una línea, un hilo, un pedazo de madera. Su exploración tiene que ver con la representación, el tiempo y la relación con lo que llamamos realidad. El empleo del recurso de acentuar el espacio vacío intenta eludir el contexto, lo hace intemporal y por ello más apto para conducir la atención al centro: la situación concreta que presenta.
El lugar radical de sus propuestas descansa en su sencillez. No hay barroquismos, sino gestos, mínimos. La transparencia de la obra anida en cómo se sirve de lo dado para revitalizarlo y darle un giro que catapulta diferentes interpretaciones. Es una invitación a la rebeldía: apropiarse del desorden con que se debe ser capaz de convivir, y no permitir que aplaste. La fórmula es poética: consentir la entrada de alternativas al mundo que recibimos y habitamos.
«Todo no es más que una manera de reflexionar sobre la sustancia de la realidad y nuestro rol como creadores de sentido. […] Está en uno, entonces, la responsabilidad de crear el libreto propio».
Una de sus obras más conocidas, Wrinkle (Arruga), está compuesta por una secuencia de fotograbados precedidos por una portada y un texto introductorio. Los datos que releva dan cuenta de que se trata de una edición del New York Graphic Workshop. La obra registra la transformación paulatina del gesto de comprimir una hoja de papel con las manos. Una hoja que fue plegada, doblada y estrujada hasta convertirse en una esfera imperfecta, una vulgar bola de papel.
Una servilleta, el principio fundamental de las bromas en el salón de clases, el gesto de desechar un manuscrito que no convence, una carta que decidimos volver a escribir o declinar de hacerlo, el comprobante de pago o de extracción del cajero automático. Arrugar un trozo de papel es un asunto de todos los días. Sin embargo, el sensible registro de ello, hace ver las heridas que quedan en él, sus derivas impredecibles, la incapacidad que hay de revertir lo hecho. El papel es un elemento básico, simple; más extrañamente delicado. No se puede volver atrás con las marcas que se hacen sobre él. El atractivo entonces de esta obra es que permite trascender lo invisible.
La pieza abre la pregunta sobre el proceso metamórfico del contexto y los elementos. Vivimos sumergidos en una marea irreflexiva y violenta, la celeridad del presente evade la contemplación. La obra de Liliana es una oportunidad para reír frente al caos, una oferta para recalcular lo que asumimos cómo real, una apuesta por abrir una pequeña hendija y escapar hacia el blanco, el principio. En relación a Wrinkle, el artista Emmett Williams de Fluxus, expresó que es posible leer en él una naturaleza muerta de ‘action painting’, terremotos, ondas en el agua, los valles de la luna, las montañas de la Tierra.
La extraordinaria cualidad de la impronta de Porter es cómo atraviesa las posibilidades del arte de forma ilimitada y expansiva. Lo que hace está atado al devenir propio de su vida, no se reserva campos de acción, es acción. Se evidencia el riesgo, la rebelión. Sin embargo, es contundente. No se dispersa del foco. Su objetivo es pensar y recrear formas tangibles de cuestionar las normas. La irreverencia elegante de Liliana es cautivadora, indiscutible, verdadera. Ella quiere sacudir y habitar el terreno de las preguntas esenciales: la libertad, el deseo, la duda, la política, la historia, la soledad, el dolor, los límites.
«… lo que me da el arte es conciencia. Conciencia de este corto plazo que tenemos, por un lado, y por otro, un medio para entenderme con la realidad. Aunque suene un poco cursi o dramático, te diría que para mí el arte es una forma de salvación».
Su universo creador es capaz de combinar elementos de distinta naturaleza y temporalidad. Crea escenas con las que busca alteraciones perceptivas. Descontextualiza y cuestiona, no solo el lugar de los objetos, sino la lectura que se hace de ellos. Construye y maneja un plano desarticulado en el que desafía el orden y las formas cotidianas: un piano puesto en vertical puede reposar inclinado sobre una pared, un reloj puede estar roto, derramado. Aparecen lámparas, muñecos, piedras, astillas, líneas de tren, manchas de pintura, raquetas.
El principio es conectar lo aparentemente inconexo, revelar la posibilidad. Contemplar estas piezas e instalaciones es abrir el gabinete de curiosidades que la artista ha armado: miniaturas, rarezas, símbolos. A partir de ellos genera diálogos imposibles, pero a la vez dotados de ironía, ternura, determinación e inteligencia. Devela su propia lógica: un conjunto de posibilidades radicales que seducen y convencen. Ella quiere preguntar, ¿sentido o sinsentido?
Su taller es terreno de cajitas y estantes plenos de chucherías. Souvenirs, antiguedades, muñecos, estampas, próceres, símbolos; los hay de cartón, de plástico, madera, plomo, cerámica. Su imaginario es capaz de encontrar riqueza en lo que otros desechan, hay un potencial de emociones en esta curiosa y enorme reunión. Es claro que los elige movida por una conexión, una intuición. Se fascina con sus expresiones de perplejidad e incógnita, y se sirve de ello para situarlos en espacios donde cobran vida.
Los convierte en individuos, les construye una historia: son mudos, pero hablan. No dicen, pero entregan pequeños fragmentos de sentido, relatos que son instantes. No los interviene, no pretende falsear identidades (todo es plural). Cada elemento puesto en diálogo con otros trae un aparato de significados que interpela la memoria. La mayoría de los objetos con que trabaja datan de los años cuarenta o cincuenta, quizás se deba a su identificación con ellos desde la infancia.
En uno de los libros que se han hecho sobre Liliana, su autora Inés Katzenstein, formula varias preguntas que pretenden ahondar en el propósito inscrito en su trabajo: ¿A dónde vamos y a dónde pertenecemos? ¿Cómo nos relacionamos con las personas y situaciones que atraviesan nuestras vidas? ¿Es posible lograr una comunicación efectiva, si somos esencialmente individuos, seres distantes? ¿Cómo es posible que funcionemos a nivel social a través de códigos artificiales y violentos sin cuestionarlos? ¿Qué es la sabiduría? ¿Cuál es la relación entre la práctica artística y la felicidad?
Todo esto gira en el aura de estas obras. Elaboran y comparten inquietudes esenciales. Su poética quiere habitar un lenguaje universal, trazar las complejidades del mundo a través de pequeñeces que se burlan discretamente: una curiosa doble identidad, resueltamente cotidiana y silenciosamente dramática.
Ella quiere hacer maniobras que inviten a repensar: ¿Qué es importante?, ¿Qué es posible?, ¿Qué es irremediable? La búsqueda es el diálogo sobre el peso de los opuestos, los binarismos, lo penoso y esperanzador, el deseo y la frustración. Hay un regalo en el tránsito de la obra de Porter, una semilla que ramifica. Su obra quiere asombrar y consolar, enternecer y fabular: hay luz y cadencia, juego, ¿fuego?, en su forma de hacer. El medio expresivo de Liliana Porter está en su espíritu.
«Yo no puedo separar vida y obra o no sé cómo se hace. Lo que hago es consecuencia de lo que soy, de mis ideas y de mi posición ética y política»
LILIANA PORTER
Durante la pandemia que inició en 2020, preparó junto a la artista uruguaya Ana Tiscornia (con quien colabora de manera extensa en una conjunción armónica ejemplar); una obra de teatro digital. La propuesta fue editada y representada por actores argentinos en Buenos Aires, dirigida a distancia y editada en tiempo récord. Un ensayo llamado Teatro de primera mano para tiempos nuevos filmado con teléfonos celulares.
El viaje y la distancia como experiencias también cobran protagonismo en su reflexión. Los ires y venires de un país a otro le permitieron comprender que una misma cosa en distinto lugar cobra múltiples y diferentes significados, ¿Qué implica estar lejos? ¿Qué sucede ahí? Esto es central en su poética: la posibilidad de la fragmentación. La sensibilidad está hecha de pedazos, por lo que cada lente humano es tan propio como la huella digital.
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«Cuando alguien crea una cosa maravillosa,
algo dentro de uno se reconcilia»
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«La única manera de sentir es pensando»
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«Lo fascinante de trabajar con las personas es que pueden aportar
de su cosecha»
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«Es que ese es mi tema, esa cosa escabullidiza de los límites»
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Ahora, ¿Cómo dar cierre a un ensayo sobre la obra de una artista viva, en plena actividad productiva, y que además, propone el desafío de los márgenes? ¿Cómo formular el final de una reflexión que propone borrar los límites?