Hace más de cuatro siglos, Miguel de Cervantes puso en boca del Quijote que “la libertad es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos”. Pero la magia y la fuerza de atracción de la idea de la libertad, en sus diversas manifestaciones, hacen de ella un concepto ambiguo y misterioso, en el que tienen cabida muchas interpretaciones, a veces tan artificiosas y truculentas que pueden llegar a negar a los demás precisamente aquello que reclamamos para nosotros.
Con su propia teoría de la libertad, el fanatismo suele dar lecciones sobre qué debemos leer, con quién podemos reunirnos o asociarnos para compartir proyectos comunes, en qué dioses podemos (o debemos) creer, cómo podemos disfrutar nuestro tiempo libre, o a quién querer. Eso es lo que acaba de hacer la Corte Suprema de Estados Unidos, con su sentencia sobre el aborto.
Cada percepción de la libertad es expresión de las grandes esperanzas, angustias y preocupaciones de un sector de la sociedad, en un momento determinado. La libertad significa muchas cosas y, por eso, lleva aparejadas libertades muy dispares. Para los estoicos, lo que cuenta es la libertad interior; para otros, es la libertad del cautiverio.
Unos luchan por la libertad individual y otros por la libertad colectiva. La libertad política y las libertades del espíritu son la esencia del liberalismo clásico. Liberales son los que defienden la libertad en su sentido más puro, como el derecho de irse o de quedarse, el derecho a criticar al gobierno cada vez que consideremos que lo ha hecho mal, sin temor a represalias, y sin que de ello dependa el acceso a una bolsa de comida.
Liberales son los que defienden el derecho a adorar a los dioses en los que creemos, o a no creer en ninguno. Desde luego, no todas estas visiones de la libertad tienen la misma carga emotiva, ni despiertan las mismas pasiones. No es necesario recordar que (con absoluta indiferencia por quienes están privados de su libertad personal, o de quienes tienen que guardar silencio ante un régimen represor), hay quienes afirman que el paradigma de la libertad es la libertad del mercado, y que es ésta la que (según ellos) encarna el verdadero liberalismo.
Ser liberal no es defender una cuota del mercado, mientras millares de personas permanecen encarceladas por razones políticas. Ser liberal no es guardar un silencio cómplice ante los atropellos del Estado, a cambio de poder hacer negocios con una tiranía; eso es la banalización de la libertad.
Cada vez que se reclama nuestra libertad, se está pensando en la libertad del cautiverio, en las libertades del espíritu, y en la libertad política. No en el mercado, por muy importante que pueda ser en nuestra sociedad.
Pero una de las dimensiones más nobles de la libertad es la de nuestras vidas privadas, convertida en el espacio a donde el Estado no puede entrar. Eso ha sido ignorado por la Corte Suprema de Estados Unidos en su reciente sentencia sobre el aborto, en el caso de Dobbs contra Jackson Women’s Health Organization, con la cual se está recortando una libertad fundamental, y se está dando licencia a los estados de la Unión –y al propio gobierno federal– para interferir en un asunto que está en el corazón de la vida privada de las personas.
Todos los días se conquista un poco más de libertad; pero también hay que defenderla todos los días para que no se nos escape como el agua, y para no retroceder a épocas superadas. En Estados Unidos se habían logrado grandes avances en la protección de la vida privada como un espacio de libertad.
En 1965, en su sentencia en el caso Griswold contra el estado de Connecticut, la Corte Suprema estadounidense señaló que ningún estado podía tipificar como delito el uso de anticonceptivos. Según ese alto Tribunal, tales regulaciones constituían una invasión de las libertades protegidas, que incluían una zona de privacidad creada por varias garantías constitucionales, y que, por lo menos, se extendía a la intimidad de la vida marital, que involucraba elecciones personales muy íntimas acerca de procrear o no.
Con un sentimiento de indignación, los jueces de la Corte se preguntaban si permitirían que la policía ingresara al sagrado recinto del dormitorio matrimonial en busca de algún signo que indicara el uso de anticonceptivos. Muy pocos años después, el juez Brennan, escribiendo por la mayoría de la Corte, observó que, si el derecho a la privacidad significaba algo, era el derecho de todo individuo -casado o soltero- a estar libre de regulaciones gubernamentales no deseadas en asuntos que afectaran tan fundamentalmente a una persona, como la decisión de engendrar a un niño. Así, la Corte comenzó a articular, como parte del derecho a la privacidad, la autonomía y libertad que tenemos en materia reproductiva.
El siguiente paso tendría que ver con la libertad de abortar, inmediatamente después de la concepción. Difícilmente se puede asumir que, para una mujer, la decisión de abortar sea fácil de tomar; además, seguramente, detrás de esa determinación hay muchas circunstancias dolorosas, que no tienen por qué ser compartidas con las autoridades del Estado, o con el resto de los ciudadanos.
Sin duda, en muchos países habrá inmensos sectores sociales llevados por un fundamentalismo religioso o por otro tipo de convicciones, que no compartirán esa decisión. Pero la libertad de la mujer para decidir si su cuerpo va a ser o no la fuente de una nueva vida es una decisión que le corresponde a ella, y únicamente a ella.
En 1973, en el caso Roe contra Wade, la Corte Suprema de Estados Unidos sostuvo que el derecho a la privacidad era suficientemente amplio como para incluir la decisión de una mujer de poner fin o no a su embarazo. Para la Corte, este era un derecho fundamental, que solo podía ser regulado (no abolido) por el Estado en caso de existir un interés apremiante.
A juicio del Tribunal, durante el primer trimestre del embarazo, cuando el aborto es menos peligroso para la vida de la mujer, el Estado solo podía requerir que el aborto fuera practicado por un médico. Nada más. Después del primer trimestre, el interés del Estado en proteger la salud de la madre justificaría regulaciones razonables, diseñadas para promover abortos seguros.
Sin embargo, según dicha sentencia, una vez que el feto es viable –en el sentido de que es capaz de sobrevivir fuera del útero sin ayuda artificial–, lo que se convierte en apremiante es el interés del Estado en preservar la vida del feto. Por consiguiente, durante el último trimestre del embarazo, se puede prohibir el aborto, a menos que sea necesario para preservar la vida de la madre. En lo fundamental, eso es lo que dijo la Corte Suprema en Roe contra Wade.
Sentencias posteriores habían reforzado el derecho fundamental de la madre a elegir entre el aborto o dar a luz una nueva vida. Incluso, en relación con la obligación de llevar registros médicos impuesta en algunos estados de la Unión, esta fue aceptada solo en la medida en que ella fuera razonablemente necesaria para preservar la salud de la madre, siempre que se asegurara la confidencialidad de la información acerca de la paciente, y que la recopilación de los datos requeridos no se constituyera en una pesada carga, llegando a constituir una restricción inconstitucional de la libertad de la mujer que quiere abortar.
Consciente del poder de grupos contrarios al aborto, que podían interferir con el ejercicio de los derechos de la mujer, la Corte no permitía que se hiciera pública ninguna información –sobre la mujer, su médico tratante, o las circunstancias en que se practicaría el aborto–, puesto que eso podría facilitar el acoso en contra de quien, simplemente, intentaba ejercer su derecho constitucional a tener el control de su propio cuerpo.
Tal es la forma como la Corte Suprema de Estados Unidos fue perfilando y dándole contenido al derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo, interrumpiendo un embarazo o llevándolo a término, como algo inherente al derecho a la privacidad.
Así se fue ampliando el horizonte de la libertad, justo hasta ahora, con la sentencia de la Corte de Trump, en el caso Dobbs, que ha puesto fin a todo eso. El fallo que comentamos deroga la jurisprudencia anterior en materia de aborto, y se afirma que la Constitución de Estados Unidos no impide prohibir o regular el aborto, y que son los Estados de la Unión los que deban decidir sobre la materia.
Inmediatamente, Missouri y Texas han adoptado legislación para prohibirlo, y ya se anuncia que otros estados seguirán esa ruta. Dando marcha atrás en su jurisprudencia anterior, la Corte Suprema ha dicho que la garantía constitucional de la privacidad de las personas no se extiende a una decisión tan íntima para la mujer, como es abortar.
Los abortos no van a cesar porque dejen de formar parte de un derecho constitucionalmente protegido, o porque la legislación de un estado los prohíba. Las mujeres que tienen como pagarlo siempre podrán recurrir a clínicas más lejanas, fuera de la jurisdicción de un estado que lo prohíbe; las mujeres más humildes, tendrán que practicárselo en clínicas clandestinas, en condiciones más inseguras para su vida y su salud. Pero los abortos se seguirán practicando.
Podrá decirse que la Corte Suprema de Estados Unidos ha adoptado una sentencia plenamente compatible con el valor supremo del derecho a la vida del que está por nacer. Sin embargo, por lo menos, suena hipócrita que con ese pretexto se interfiera con la garantía constitucional del derecho a la privacidad, mientras cualquier persona puede comprar un fusil para disparar a diestra y siniestra, matando a gente inocente.
Y es irónico que, en uno de los pocos países que conservan la pena de muerte (en realidad, el único país del norte industrializado), se ponga fin al derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo y acabar con un embarazo no deseado, que puede suponer un feto con malformaciones genéticas severas, o que puede ser el producto de un delito. Que, mediante una interpretación constitucional regresiva, se permita prohibir el aborto para proteger la vida del feto (incluso si no es viable) es un chiste de mal gusto en el país que, al ratificar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, se reservó el derecho de aplicar la pena de muerte a mujeres embarazadas y a menores de dieciocho años.
Puede que el aborto no sea compatible con las creencias o los valores de una parte de la sociedad, o incluso de la mayoría de sus integrantes. Pero en eso consiste la libertad. Sin duda, también tenemos diferencias en cuanto a la calidad literaria de un libro como El amante de Lady Chatterley –que algunos pueden calificar de obsceno, mientras otros consideran que su autor es el segundo escritor inglés más notable después de Shakespeare–, y también podemos discrepar en cuanto a las ventajas de la monarquía, las virtudes del capitalismo sobre el socialismo (o a la inversa), el legado de la Revolución Francesa, o las oportunidades y desafíos que plantea la inmigración; pero no por eso vamos coartar la libertad de expresión, vamos a restablecer la guillotina, o vamos a permitir que el Estado se inmiscuya en la vida privada de la ciudadanía.
La sentencia de la Corte Suprema de Estados Unidos es el fruto de la intolerancia y del fanatismo heredado de la era Trump. Ahora, con un tribunal fundamentalista, al estilo de los ayatolás, habrá que ver qué otras libertades están en peligro de seguir la misma suerte. ¿Qué viene ahora? ¿Será el rezo obligatorio en las escuelas y en los lugares de trabajo? ¿Se obligará a las escuelas a enseñar la teoría de la creación en vez de la teoría de la evolución? ¿Podrán los maridos “castigar” (o “corregir”) moderadamente a su mujer? ¿Se prohibirá a las mujeres entrar solas a un bar? ¿O será que las mujeres deberán quedarse en la cocina?