Libertad financiera es ahora el término con el que defino mi insatisfacción.
Antes era una emoción sin nombre. Ahora, ya es una frase concreta: “Hasta no alcanzar la libertad financiera, no seré completamente feliz”.
Es curioso. Filosóficamente he desmentido, deconstruido y hasta enseñado a otros a que la abundancia no está en el destino sino en el camino mismo. Y aún, una inquietante y repetitiva sensación de carencia, de “aún no he llegado”, puebla los espacios intersticiales entre mis células y llena mis madrugadas con la certeza de la caída.
Lo peor es que en los últimos años y muy especialmente hace menos de un mes, tuve en repetidas ocasiones la sensación de completa completud. Esa emoción de que todo es perfecto, de que no tengo lugar ni destino a cuál ir, de que mi universo y la abundancia total se encuentran con tan solo disfrutar el aire que entra y sale de mi garganta.
Aún más, sentí esa sensación sin la acostumbrada arrogancia por retenerla. Sin la necesidad de apegarme a ella para que dure, sin siquiera hacerla parte de mi identidad y que justo por eso no había escrito al respecto. (Porque una vez que publico o comparto, aquello que digo se vuelve parte de una expectativa identitaria que luego me atrapa).
Pero, a pesar de haber vivido eso en todas mis células, me incorporo a la vida con la ansiedad matutina de siempre. Vengo del mundo de los sueños, abro los ojos en medio de la caída y al lavarme los dientes el espejo de baño se queda mudo sin instrucciones para mi. La única certeza medio palpable es que solo aquellos con libertad financiera amanecen con otra sensación de vida.
Veo ahora como escribir es terapéutico. Y veo ahora como escribir desmiente una verdad que era total hace escasos seis minutos cuando empecé a teclear en este documento.
De hecho, lo iba a escribir en mi cuaderno de papel que uso diario, pero me pasé a la compu porque pensé que tal vez escribiría algo que algún día valdría la pena publicar.
Pero eso es justo lo que me está pasando. Paso de una verdad a otra, de un estado a otro y todas se sienten totales. Como si las cosas de este presente no fueran a cambiar. Lo que cae no va a subir, lo que sube no debe de bajar.
Sin duda vivo apegado, mintiendo que no es así.
Por momentos tengo mis proyectos de vida claros. Son motivantes, dignos, llenos de sorpresas, de aplausos y de despertares encontrados. Pero a los cinco minutos un short de YouTube, un reojo de mi esposa, una nube gris que suelta sus primeras gotas, o un mensaje de voz de dos minutos que ni he oído, y ya soy un pobre iletrado, dudoso de la existencia, desbasado del suelo y con la pupila dilatada cual hombre acechado por tigres imaginarios y por leones fantasmas que mi cooptada intuición cree que los que tienen libertad financiera nunca ven y nunca verán.
Me gustaría decirme que el dinero es una ilusión, pero no. Me gustaría decirme que soy un pendejo, pero sí.
Tal vez de eso se trata. Justo es lo que me dice mi amigo J. y se me olvida cada cinco minutos: El problema de la humanidad es que pensamos que somos más inteligentes de lo que somos.
Sé que esto me hace inteligente. Y al mismo tiempo, al saberlo, sigo siendo tonto. Hasta mi respiración tiene aliento de impostor.
Sigo sin poder entender, pero con la pretensión de que algún día podré, qué son los sueños y el dinero y las esposas y las empresas y los conciertos con DJs y el olor de mi crema de rasurar y la opinión de los demás y qué significa mi apellido y qué debo hacer con las 18 horas que paso despierto un jueves a finales de agosto y qué no debo hacer o sentir o pensar y qué debo escribir o solo quedarme para mi y lo qué debo esperar para publicar y qué debo esperar de una existencia total y al mismo tiempo minúscula.
Sigo sin poder entender lo qué es un panteón de descanso eterno, una tarjeta de crédito, un consejo de mi padre, un oráculo astrológico, una caverna de sueños, un deseo sexoso por alguien cercano, un tabulador de horas de consultoría, un suelo que me traga y me escupe a dar vueltas en un éxtasis infinito del cual digo que no quiero apegarme.
Veo que en mi vida sobreuso y sobreconfío en verbos como entender, manejar y planear.
Veo que necesito acostumbrarme a verbos como observar, reír y sacudir.
Sacudirme de narrativas, necesidades, opresiones, opiniones, palabras.
Sacudirme el cortisol acostumbrado.
Sacudir mi cartera llena de dinero, mi plato lleno de comida, mi WhatsApp lleno de amor. (Ahora en este segundo suena mi celular con una llamada de una de las personas que más quiero y que rara vez me llama).
Le pongo mute y sacudo esa llamada porque tengo todo. Sobre todo la palabra más importante de la frase “libertad financiera” y esa, aunque no puedo reprimir mi vanidad al publicar esto, y de sonreír en estos momentos por no haberme detenido ni un segundo desde que empecé a escribir hasta que levanté el dedo para colgarle a mi amigo, es una libertad que tengo que asumirme.
Pero apenas pongo el punto final a la frase anterior y ya siento el miedo de que esta sensación de ligereza, de omnipotencia, desaparezca en muy pocos minutos. Hasta siento un incipiente dolor en la cabeza que me recuerda que regresaré a ser el tonto que siempre he sido, el pendejo que siempre seré y hasta se me olvidará el poder de haber escrito esto con tanta sabiduría y observación. Y, sobre todo, con tanta esperanza.
Hay personas que saben que el mayor sabio, el que tiene las cosas resueltas no es el rico de la libertad financiera, no es el de los followers, no es el que tiene su nombre en la portada de tantos libros publicados hace miles de años y que se siguen leyendo hoy. No es ni siquiera Dios.
En esta definición de sabiduría están los animales, las bacterias, los árboles y las piedras. Tan presentes y tan lejanos de tener una pretensión de describir su estado. Viven sin que ningún tipo de gurú les ponga una expectativa para que se comparen con ese ideal. El árbol no envidia a otros árboles y luego te cuenta de su envidia para sentirse mejor sobre sí mismo y que sepas que está caminando el camino de la consciencia. El árbol y sus insectos viven al filo de la existencia al grado de que una lluvia, una pisada, o una espolvoreada de glifosato, los desaparece sin que ellos puedan y tal vez quieran poner algo de resistencia.
Pero otra vez veo mi pendejez. Tratando de encontrar una narrativa, otra historia más en la cual meterme, en la cual sentir que comprendo la vida, que comprendo algo.
Cuando medito me cuento la historia del meditador. Cuando rezo me doy una palmada en la espalda por haberla doblado en reverencia ante lo magnánimo de la realidad. Ya estoy harto de pensarme en el camino de la consciencia. De ponerme una expectativa que ni me he tomado el tiempo de definir.
“Libertad financiera.” “Iluminación.” “Trascendencia.” “Comprensión.” “Éxito.”
Más bien pendejo por repetirme estas palabras al abrir los ojos en medio de la caída.