Oscar Guillermo Garretón (ex subsecretario de Salvador Allende)
Al día siguiente del plebiscito en el que la sociedad chilena rechazó la constitución, recibí un WhatsApp de una amiga “aprobista”. En sus líneas finales me dice: “Yo tratando de recuperar la esperanza, y preguntándome qué le pasa a este Chile anestesiado y sometido aún a los antiguos poderes”. Me permití responderle sobre la marcha:
“Parte del error es creerse abanderado de nuevos poderes frente a los antiguos de los demás. Este no fue el triunfo de ‘las tres comunas’, fue de todo Chile, en todos sus rincones. La anestesia corre más bien por los que no lo ven, adormecidos en sus sueños. Lo viví después del golpe de 1973. Me costó un par de años (y estuve entre los primeros que reaccionamos) hacerme la pregunta: ¿en qué nos equivocamos nosotros. Cuando, con desgarros, fuimos capaces de dar con respuestas, estábamos preparados para ayudar a construir para Chile realidades exitosas y perdurables”.
Creo que esto merece más que un WhatsApp. Es una discusión ineludible después de la contundente derrota del Apruebo en el plebiscito del 4 de septiembre. Día por demás evocador, Allende ganó su elección el 4 de septiembre de 1970.
La derrota del plebiscito tiene cosas en común con el golpe de Estado de 1973. Ambas son las más grandes derrotas sufridas por la izquierda chilena en su historia; y ambas, de las más grandes en la historia de la izquierda latinoamericana.
Es cierto, la de 1973 se tradujo en muertos, desaparecidos, torturados, exilio y una dictadura que duró 17 años, mientras la actual es una derrota en democracia donde, el grueso de los actores, han reaccionado llamando a construir consensos, no a aplastar perdedores. Pero en ambos casos se trata de derrotas precedidas por sueños de cambios paradigmáticos que duraron poco. Desde que triunfó en las urnas, los de la UP duraron tres años y estos, unos pocos meses apenas.
No es un tema menor. Nos obliga a una discusión muy profunda que supera por mucho la coyuntura. Sobran dedos de una mano para contar los gobiernos exitosos de la izquierda latinoamericana. Los intentos guerrilleros fracasados bañaron de sangre joven selvas y ciudades del continente y las únicas tres tentativas triunfantes –Cuba, Nicaragua y Venezuela– son un desastre, del cual hasta desde la propia izquierda buscan tomar distancia.
La izquierda latinoamericana tiene dos experiencias exitosas en los últimos decenios. Ricardo Lagos en Chile y Fernando Henrique Cardoso en Brasil. Pero hay algo extraño en la psicología de mucha izquierda: lo exitoso suele ser visto con sospecha. No pueden ser de izquierda, dicen, quizás motivada por el trauma del cúmulo de fracasos
El éxito les suena como señal de inconsecuencia, de comportamiento indebido. Lo que prima en la izquierda, ante la escasez de éxitos, es rendir culto a sus desgracias. Al martirologio, a sus muertos en combate, a sus perseguidos y desaparecidos (son muchos y merecen la memoria). Nunca a triunfos que hayan traído prosperidad perdurable a sus pueblos.
Es la reivindicación de la injusticia sempiterna, de pobrezas, siempre culpa de otros. Es denunciar la malignidad de sus adversarios como razón de sus fracasos. Sin embargo, negar o adulterar la realidad no es buena respuesta. Debemos preguntar siempre en qué nos equivocamos para llevar una vida mejor a nuestros pueblos y tener también ojo crítico para textos de otros mundos o tiempos leídos a veces con infundado recogimiento bíblico.
Al fin y al cabo, lo primero que nos enseñó el plebiscito es la distancia sideral de las élites con el sentimiento y la racionalidad popular. Mayor aún en las nuevas élites instaladas en la Convención y el gobierno que confiaron a ojos cerrados en el triunfo del Apruebo. Se sentían “pueblo”, “vanguardia transformadora” y aún en sus sueños más desbocados, nunca vieron la magnitud de la derrota que se les venía encima.
Es el caso terrible de los “representantes de pueblos originarios” y su intelectualidad “plurinacionalista” que ahora pueden constatar que las mayorías del Rechazo en las zonas de mayor presencia de pueblos originarios superan la muy holgada diferencia a nivel nacional. La ridiculez de seguir sintiéndose “pueblo” y despotricar contra las “tres comunas”, cuando en 338 comunas de un total de 346 ganó el Rechazo y la diferencia entre Rechazo y Apruebo fue mayor en las comunas del quintil más bajo de ingresos.
Son datos muy profundos y reveladores. Nos dicen que la Convención y sus reivindicaciones étnicas, de género, de exclusión social no representaban a los que creían y decían representar. Los representantes de pueblos originarios no representaban a la masa de pueblos originarios. Los adalides convencionales de la pobreza no representaban a los pobres. El texto identitario que defendían no representaba la identidad profunda de la sociedad nacional chilena.
La reacción primera de los derrotados, ante el shock inimaginable por el resultado del plebiscito, es el despecho. Cuestionan culturalmente a esos votantes. Han dicho: “Son indígenas vendidos a los mismos que los han discriminado. Son los que “quieren seguir no teniendo agua” por rechazar sus políticas de aguas. Despreciables “fachos pobres”. Son, en resumen, gente sometida a los intereses de otros; el rebaño adormecido por los poderosos”.
Nacen así “explicaciones” resentidas de la derrota. Disparan contra “campañas millonarias de la derecha” cuando esta estuvo más bien callada o ausente, mientras el uso de recursos estatales para promover el Apruebo alcanzó niveles de descaro que hicieron reaccionar a la Contraloría. O denostan a los “medios de comunicación”, cuando hubo activa presencia del Apruebo y para el intervencionismo del gobierno en todos los medios, así como marcadas preferencias para esa opción en matinales de la televisión.
Los derrotados dice que ellos no son los responsables de la derrota. Es la ciudadanía la culpable, por no comprender sus verdaderos intereses, de los cuales ellos, solo ellos, los preclaros, son portadores únicos y visionarios. Cuando piensan así están siendo parte de esa conciencia, propia de minorías iluminadas de todos los tiempos, que “por la razón o la fuerza” buscan hacer una revolución cultural para cambiar la mente errada o pecadora de las personas, como las trágicas emprendidas por Mao o por los talibanes.
Salir de eso no es fácil ni rápido. Es una falla catastrófica. Esa izquierda “aprobista” terminó aislada en su cápsula cultural ajena a las mayorías. Condenó al Apruebo al aislamiento en la radicalidad, mientras el Rechazo terminó siendo transversal en lo social, etario y de género. Fue así, no porque la ciudadanía no tuviera anhelos fuertes de justicia social y mayor igualdad. Los tenía y sigue teniendo. Solo ocurre que la respuesta de esa izquierda ensimismada no era la suya. Y así les fue.
Mientras no den el paso doloroso, desgarrador, de pensar en qué se equivocaron ellos y abandonen en el lamento por los errores o perversidades de otros, esa izquierda está condenada a la derrota. Pueden, excepcionalmente, ganar elecciones, pero desilusionarán rápidamente. Le ocurrió al gobierno del presidente Boric. Un abismo cultural los separa inexorablemente de la mayoría de los chilenos y hace inevitable su fracaso, más temprano que tarde, salvo que emprendan la dolorosa travesía de rectificar.
Se trata de algo más que posibles errores de campaña. El problema es su identidad, aquella de su Chile imaginario, que trataron de imponer a rajatabla en la Convención, y su incapacidad de dar respuesta a las prioridades reales e identidad verdadera de los chilenos. Lo digo desde mis pertenencias.
Una izquierda sufrida y anclada en una larga historia. La experiencia construida decenio tras decenio, me lleva a escribir estas páginas. Nunca nos creímos vanguardia iluminada en que la historia comenzaba con nosotros mismos.
Leímos no solo sobre Marx o Lenin, sino sobre los orígenes del movimiento obrero chileno y sus luchas, sobre José Victorino Lastarria, Luis Emilio Recabarren, Marmaduke Grove y Eugenio González. Sobre las salitreras y la Escuela Santa María de Iquique, sobre los trabajadores del carbón y las narraciones de Baldomero Lillo, sobre Neruda, De Rokha, Lihn y tantos otros, sobre los historiadores del movimiento obrero como Julio César Jobet y otros.
Conocimos, porque convivimos con ellos, a hombres y mujeres de la clase obrera y el campesinado. Vivimos la pasión popular y la catástrofe de la UP. Conocí luego otros mundos apasionantes en mi largo exilio. También la clandestinidad y la cárcel. La vida me regaló el privilegio de ser parte de esos que nos atrevimos a pensar en qué nos habíamos equivocado para llegar a la monumental derrota de 1973.
Esa experiencia nos dio la posibilidad, primero, de encontrar caminos para derrotar la dictadura y volver a la democracia y luego, de ser parte de una centroizquierda exitosa para traer prosperidades y avances perdurables a nuestro pueblo. En ese tiempo, los procesos judiciales de la dictadura me cerraron caminos en la política. Conocí sin proponérmelo la empresa privada que, al igual que la política, tiene sus miserias y virtudes y aprendí de las oportunidades de hacer revoluciones que su quehacer entrega. No hablo desde alguna superioridad, sino desde mi historia, mis aciertos y también mis errores.
Haré una mención fugaz a la historia más abusada en estos años, para hablar del presente. ¿Qué lo hecho en la democracia posdictadura fue insuficiente? ¿Qué cometimos errores? Obvio, siempre es así en la obra humana. Pero allí está su obra gigantesca en cualquier comparación con el Chile de antes o después de esos primeros 20 años de la democracia reconquistada.
Marcó indeleblemente el Chile posterior y nada de lo ocurrido después podría entenderse sin ella. Por cierto, toda obra es por definición inconclusa. Afortunadamente, una de las buenas noticias para los jóvenes de cada nueva generación, es que no existen ni el paraíso terrenal ni el paraíso comunista, donde todo fue conseguido y solo queda aburrirse sin nada apasionante por hacer.
Siempre habrá nuevas injusticias que corregir y mejores mundos por construir. Por lo mismo, ninguna generación está exenta del peligro de fracasar en el corregir y mejorar. La mía fue parte del fracaso de la UP, pero aprendimos de los errores, fuimos capaces de reaccionar y hacerlo luego mucho mejor. La actual generación está amenazada de fracasar y es trágico porque, al igual que la mía, se anuncia con durabilidad excepcional en sus liderazgos.
De lo aprendido, quisiera entregar algunas conclusiones gruesas que pueden ayudar a emprender esa travesía del desierto a que obligan las grandes derrotas, como esta del plebiscito. Las iré enumerando, para que ninguna quede inadvertida:
- Lo aprendí de un dirigente sindical ya fallecido, a quien quise mucho. Me dijo: “Cuando no sepas qué hacer, cuando todo te parezca negro, pégate a la gente. Puedes separarte de los libros, pero no de ella, si no quieres perderte”. Cuando es tan evidente la desconexión de la nueva élite de la Convención y el gobierno con el pueblo real, como lo refleja el plebiscito, sé humilde, pégate a la gente. Desconfía más en tus ideas que de las ideas la gente.
- La democracia y los derechos humanos no son relativizables, sino parte integral de nuestra visión. La democracia siempre será imperfecta, pero mi generación debió perderla para concluir que defenderla era un principio de izquierda, a ella, a sus instituciones y a sus tres indispensables poderes. Aprendimos a quitarle apellidos que solo la relativizan –burguesa, popular, capitalista, de mierda– para pasar a defender con dientes y uñas aquel poder popular fundador: el voto que iguala a todos en la urna para elegir sus representantes, sea cual sea su particularidad. ¿Significa eso abolir las diferencias? No, ellas siempre existen, desde las cavernas hasta hoy, pero es la única forma de que los poderosos –los económicamente poderosos, los armados, los pretenciosos de racismos, mesianismos o creencias superiores– tengan un mismo rasero para medirse en la determinación de destinos comunes: la urna y el voto; además reiterados regularmente para impedir el anquilosamiento del poder político y por lo mismo, de una sociedad.
- Los cambios, mientras más profundos, más amplias las fuerzas sociales que se necesitan y políticas comprometidas con ellos. Por ende más graduales los cambios (en alianza con el centro, los de la Concertación pueden haber sido menos llamativos que los de la UP, pero perdurables y sin retrocesos). Es más revolucionario el reformismo gradualista de mayorías amplias, que los sueños rupturistas de minorías mesiánicas que terminan siempre en fracasos sangrientos o en interminables dictaduras represivas.
- Rechazo categórico a la violencia y la lucha armada, no por razones tácticas sino porque en ella siempre ganan los violentos y armados de uno de los bandos, nunca los pueblos. Estos últimos solo construyen para ellos a partir de la única igualdad que de verdad iguala el poder de cada uno, el voto. La violencia es el cáncer de la convivencia ciudadana; indicador de la degradación de una sociedad. No hay izquierda democrática posible sin una lucha tenaz por preservar la paz, la seguridad ciudadana y el orden público que permite a todos ser protegidos en el derecho de cada uno a ser libre para hacer su legítima voluntad.
- No hay economía viable en el siglo XXI sin una combinación de mercado y regulaciones que corrijan sus imperfecciones y distorsiones, sin empresas privadas, sin una política fiscal rigurosa que asegure a todos equilibrios macroeconómicos indispensables para que los pueblos no paguen las consecuencias de la irresponsabilidad fiscal de quienes no quieren límites en sus ansias de repartir y repartirse o consideran que la economía es para después del triunfo final. La relativización de esto conduce a los pueblos, ineluctablemente, a la miseria.
- Toda democracia fuerte es de acuerdos entre los representantes de una “polis” cada vez más diversa y consciente de su diversidad. La defensa de esa diversidad es condición de democracia. El respeto a la diversidad cultural y étnica, no solo de los pueblos originarios, sino de todos los que luego en migraciones sucesivas –españoles, alemanes, italianos, haitianos, croatas, árabes, judíos, venezolanos, etc.– han contribuido a enriquecer el mestizaje de Chile. Pero también, el respeto a la diversidad de intereses y vocaciones que alimenta la vida multifacética de nuestra sociedad, de sus mujeres y hombres, de sus niños, adultos y mayores, el arte, el emprendimiento, el estudio, el deporte, la ciencia y la tecnología, el trabajo y el ocio. Solo una sociedad que se pone como objetivo intransable la búsqueda permanente de acuerdos, es capaz de construir una convivencia real entre seres no solo diversos, sino siempre cambiantes.
- Impecabilidad en el ejercicio de la función pública y en el diseño de políticas públicas, más aún, con un pueblo cada vez más educado, informado y consciente de sus derechos. Cuando volvió la democracia en las poblaciones que visitábamos, nunca faltaba una voz que preguntara cómo garantizábamos que no íbamos a “dejar una cagada” como la que llevó a la dictadura. Eso nos hizo celosos de la impecabilidad. Celosos de las medidas y leyes que propiciábamos para que tuvieran los efectos buscados y no otros. Primeros en llegar y últimos en irnos. Vigilantes estrictos de la probidad y sobriedad, especialmente en el Estado. El tiempo y la burocratización fueron debilitando esa impecabilidad poco a poco. La actual generación en el poder ha hecho culto de su antítesis, la disculpa; o de su contraria, la improvisación; o de su enemiga más corrosiva: la ignorancia e ineptitud. La impecabilidad es un principio político, no un asunto de eficiencia administrativa. La ética de un servicio público impecable es parte sustancial del programa político y hoy más que nunca, una exigencia ciudadana.
- Responder por la historia y obra que hemos tenido es condición para poder tener futuro. Debemos responder por lo hecho ante nuestra sociedad. Ella lo ha vivido, lo conoce o lo intuye. Se pueden perdonar errores si uno los reconoce y prueba que los ha corregido. Pero lo que no se perdona es que uno reniegue olímpicamente de su obra anterior, como han hecho cúpulas y figuras de la centroizquierda chilena con sus años de Concertación. Esa abjuración tiene dos destinos. El primero, terminar convertido en triste comparsa de otros, con más convicción o carentes de pasado por el que rendir cuentas. El segundo, que a la primera ocasión que se dé, los que han acatado sumisos, pero incómodos esa renegación, se rebelarán como se rebelaron las bases de la centroizquierda social, cuando los “Amarillos” le dieron cauce a una recuperación de su dignidad y su cultura; silenciada pero muy viva, como se demostró.
En síntesis, estoy diciéndoles que no basta una “autocrítica” sobre errores de campaña para enfrentar lo que pasó, la derrota. Aquí los errores que afortunadamente el plebiscito dejó al desnudo, son de una cultura de ser de izquierda.
Todo colectivo político que merezca reconocerse como tal, necesita una cultura que lo empape y cruce. Una forma de pararse frente a la realidad como colectivo gobernante o aspirante a serlo, inspiradora de una lógica compartida para abordar toda la diversidad de interpelaciones que la sociedad hace a la política, tejedora de complicidades transversales.
Eso tuvo por un tiempo la centroizquierda concertacionista. Y eso es exactamente lo que no ha tenido la izquierda dominante hasta ahora en la Convención y el gobierno. Han sido no solo un cúmulo significativo de partidos celosos de identidades propias, sino además una suma de particularidades identitarias minoritarias, sin lógica colectiva y más caracterizadas por transacción de “tomas y dacas” interidentitarias que por alguna lógica común que les permita crear complicidades transversales compartidas.
Podrá alguno decir que lo expuesto aquí no es un pensamiento de izquierda. Para vaticanos de izquierda que tanto han abundado en su historia, sin duda no lo sería. Pues bien, para mí sí lo es. Es el pensamiento de una izquierda democrática y liberal, curtida en demasiadas experiencias personales y colectivas. Es sobre todo socialista, en el sentido más profundo de la palabra.
ale decir, de alguien que se ha convencido, a fuerza de tropezones y asombros, que en este siglo XXI surgió un tercer protagonista a disputar el control de escena que durante siglos han tenido el Estado y el mercado. Ese protagonista es la sociedad, vista por los otros dos más bien como objeto de sus deseos y manipulaciones, pero que hoy se levanta como actora principal, exigiendo al Estado y al mercado las condiciones de vida que anhela para sí, como sociedad humana. Reconocerlo así, es lo que permite decir, sí, eso es lo que hace a alguien socialista y no estatista o mercadista.